El amigo Ernesto me envió este relato para la web "todocuentos.net" y ahora lo pongo aquí. GRACIAS
EL MEJOR RELATO JAMÁS
ESCRITO
Fin.
Concluyó su relato y comenzó a examinarlo
minuciosamente a la busca de algún error ortográfico que pudiera haber cometido
en alguno de los descuidos que propiciaban sus trances narrativos en los que se
abstraía completamente de todo cuanto le rodeaba, y se sumergía en un mundo en
el que las palabras le alcanzaban sin compasión, hasta que eran trasladadas a
la pantalla de su ordenador portátil en un tecleo continuo y acelerado.
No creía en las
musas. Para el no existía mayor inspiración que dejarse empapar por las
palabras que formaban frases por si mismas en el interior de su cabeza, para
acabar componiendo frases que finalmente se transformaban en historias cuya
trama se resolvía sin la premeditación propia de una elaboración anterior,
sorprendiéndose del cariz que tomaban los hechos a medida que sus dedos
pulsaban el teclado y las palabras aparecían como por arte de magia sobre el
fondo blanco del documento de Word.
Tras una hora de exhaustivo análisis
descubrió asombrado como en la totalidad del texto no existía ni un solo error.
Cada acento, cada coma, todo era simplemente perfecto. Ni siquiera una palabra
en la que hubiera olvidado teclear una letra. Nada.
Decidió imprimir el documento y sentarse
sobre su viejo sillón a deleitarse con la nueva obra que su extraña inspiración
le había regalado.
La impresora
comenzó a escupir folios, y el los iba recogiendo uno a uno colocándolos en un
escrupuloso orden en el que ninguna esquina de los folios debía sobresalir del
resto. Era un ritual que practicaba cada vez que pasaba a papel alguno de sus
relatos, y que con el tiempo se había convertido en una superstición de la que
no podía desprenderse.
Con los folios
perfectamente alineados y grapados por su margen superior izquierdo, se tumbó
sobre el sillón y con la novena de Beethoven de fondo pasó el resto de la tarde
leyendo una y otra vez su nueva obra. Cada vez que concluía su lectura volvía a
comenzar, regresando a la primera página donde un enorme espacio en blanco en
la parte superior esperaba impaciente a que decidiera el título con el que le
bautizaría una vez lo tuviese completamente decidido, y que era otra de sus más
añejas costumbres. Jamás daba título a una obra sin antes haberla leído un par
de veces, tras hacerlo decidía el título, y con su inseparable pluma y una
esmerada caligrafía escribía su elección en el espacio en blanco que dejaba al
comienzo del primer folio a tal efecto.
Una amplia sonrisa iluminó su rostro. Había
escrito con anterioridad historias que a su humilde opinión eran merecedoras de
elogios, pero ahora estaba seguro de haberlo conseguido, por fin había escrito
una historia que a él se le antojaba como el mejor relato que nunca hubiera
conseguido escribir. Ni siquiera en los momentos de mayor inspiración
anteriores había logrado conjugar tan fluidamente los verbos, había logrado
determinar cuales debían ser las palabras exactas para determinar las acciones
precisas, un desarrollo milimétrico sin un solo cabo suelto, y un final
deslumbrante que convertía los finales de sus relatos anteriores en
vulgaridades completamente triviales.
Regresó a la impresora e imprimió tres
copias más de su obra, no deseaba que por algún error informático como los que
sufría con frecuencia dada su inexperiencia su gran obra se perdiera con la
salvedad de la única copia impresa con anterioridad.
Cumpliendo con
su ritual a la hora de ordenar los folios, guardó las tres copias realizadas en
tres ubicaciones diferentes de su casa, a fin de que si algún día no lograba
recordar alguno de los lugares donde guardaba uno de ellos, si que pudiera recordar donde se encontraban
los demás.
Se tiró de
nuevo sobre el sillón y leyó una vez el reciente relato sintiendo como a cada
palabra que sus pupilas analizaban su excitación era mayor. Se estaba
enamorando de sus palabras, de las frases que ellas formaban, de la historia
que finalmente se detallaba.
Quería acostarse con esas palabras,
hacerle el amor a todas y cada una de las sílabas que se unían de forma
graciosa y atractiva sobre el temido folio en blanco. Sus suspiros se fueron
tornando en jadeos a medida que sus dedos acariciaban las esquinas de los
folios, o se deslizaban sobre la tinta impresa con la misma delicadeza que si lo
hicieran sobre los sonrosados pezones del pecho de la mujer que más hubiera
deseado durante toda su vida.
Creía que
quería hacerle el amor a esa historia pero descubrió que en realidad no se
trataba de eso, no es que quisiera, necesitaba follarse ese relato. Sentir
sobre su excitada piel el contacto del papel y como la tinta se levantaba a
merced del sudor y empapaba su piel tiñéndola de negro, para después
introducirse dentro de él a través de los poros de su piel, y entonces aquel
maravilloso relato, el mejor que jamás hubiera escrito, formaría parte de su
interior.
El ruido de la ciudad atravesó la ventana
abierta de su salón y comprendió que ahí fuera existía un mundo que aun no era
consciente de la creación de esa obra, y que se arrodillaría ante él cuando
dejara que sus ojos contemplaran las mejores líneas nunca escritas.
Pero entonces
una sensación que nunca había experimentado le invadió. Siempre creyó que el
mayor deseo de un escritor es ser leído por la mayor cantidad de lectores
posibles. Que sus obras se tradujeran a miles de idiomas que permitieran su
comprensión más allá de cualquier frontera que el hombre hubiera levantado para
impedir un paso que solo la cultura podía derribar. Pero ahora no estaba seguro
de querer que eso fuera así.
Acababa de
concluir la escritura del mejor relato jamás escrito en la historia de la
humanidad y creyó que era demasiado bello, demasiado perfecto, con demasiado
talento encerrado entre sus líneas como para que cualquier estúpido ávido de
lectura pudiera apoderarse de su contenido por el simple hecho de pasear su
mirada sobre aquellos folios que casi se le antojaban celestiales, divinos,
oníricos, como si todo lo que en ellos se relataba no hubiera podido ser creado
por unas manos y un cerebro de este mundo.
Determinó que su obra maestra nunca sería
contemplada por otros ojos que no fueran los suyos, no quería que mentes
menores pasearan su mirada por aquellas páginas sin ser capaces de comprender
todo el arte que encerraban, y llegaran al final del relato creyendo que
simplemente acababan de leer una historia como tantas otras.
Entonces un
gran temor le atrapó. Tal vez alguien pudiera colarse en su ordenador a través
de la red y robar su obra. Se oían casos a millones todos los días, se vivía en
la era de la globalización, y un niñato del otro extremo del planeta podía
introducirse en la memoria de su portátil saltándose cuantas contraseñas se
encontrara a su paso con una facilidad asombrosa.
Salió corriendo
del salón tropezando con la mesita donde descansaba una de las copias, y se
colocó delante de su ordenador donde en cuestión de segundos borró el relato
impidiendo así que nadie lo extrajera sin su aprobación. Aprobación que ya
había decidido nunca otorgaría a nadie.
Pero eso no era todo, aun quedaban cuatro
copias impresas en papel. La inicial, y las tres restantes que había escondido
por su casa y que podían ser presa de algún ladrón que decidiera entrar a robar
en su casa, y tras observar que carecía de objetos de valor, se llevara alguna
de las copias a fin de tener algo de botín y no caer en la frustración de un
golpe fallido.
Que peor suerte
para la mayor obra de la humanidad que acabar en manos de un delincuente común
sin más beneficio que el de asolar vivienda tras vivienda, y que posiblemente
nunca hubiera pasado de leer algún cómic en su niñez, o prensa deportiva en su
edad adulta. Finalmente su relato caería en el olvido en el cajón más remoto y
descuidado del hogar del ladrón, o sería pasto del contenedor de papel
reciclado cuando se cansara de albergar en su casa unos folios para los que ni
siquiera había tenido tiempo de leer, privándose de la lectura que con la
mentalización adecuada podía cambiar su vida.
Uno a uno fue
destruyendo todas las copias que anteriormente distribuía por los diferentes
habitáculos de su austero hogar. Los redujo a ínfimos trozos de papel, y luego
los tiró en diferentes lugares. Algunos de ellos los arrojó sobre la papelera
que reservaba al papel y que luego destinaba a la recogida ecológica, otros los
desechó junto a la basura orgánica, y el resto los arrojó al retrete para ver
como eran alimento de las cañerías cuando accionó la bomba del baño consciente
de su triunfo.
Así dispersos,
aunque alguien consiguiera aunar algunos de los trozos le sería del todo imposible
unir las piezas que conformaran de nuevo su historia, su mejor relato, la mayor
obra maestra de la historia de la humanidad, estaba seguro de que así era.
Regresó al
salón y cogió entre sus sudorosas manos la última y única copia que aun
quedaba. La última muestra de que alguna vez esa historia había sido escrita, y
contemplando el espacio en blanco que reservaba para el título decidió que por
primera vez desde que comenzó a escribir, dejaría sin titular uno de sus
relatos.
Algo sin nombre
es como si no existiera, y eso era lo que deseaba. Que un mundo estúpido no
lograra ensuciar su arte con sus ojos estúpidos, con sus manos estúpidas, que
no babearan estúpidamente mientras lo leían.
Pero aun
quedaba esa última copia, y era consciente de que no podría protegerla
infinitamente. Cualquier mínimo descuido podía hacer que acabara en unas manos
indeseables, o el día en que él falleciera esos hijos que ya nunca llamaban ni
tuvieron tiempo así como paciencia para deleitarse con una de sus anteriores
creaciones, lucharían entre ellos a brazo partido por hacerse con ese reducido
número de folios que podía cambiar la forma de entender el arte en el mundo.
Tres días sin dormir ni un solo minuto
fueron suficientes para que como si fuera un autómata grabara en su mente el
relato por completo. Cada párrafo, cada palabra, donde estaba situado cada
punto y cada coma. Lo recordaba como si hubiera impreso una copia más y la
hubiese grapado sobre su cerebro.
Ya estaba
preparado para la destrucción final, y en trozos pequeños y perfectamente
recortados, engulló uno a uno los folios que formaban su relato dejando que su
paladear saboreara la amarga tinta con la satisfacción de alimentarse de
cultura, única ambición que había anhelado durante toda su existencia.
Ahora todo había acabado. El era el mejor
escritor del mundo, pues había escrito el mejor relato jamás creado, y era solo
suyo. Nunca vería la luz para que otros muchos intentaran adueñarse de sus
enseñanzas, o basaran en él futuras obras de dudosa calidad lingüística.
Pero la
humanidad es cruel e instintiva como animales salvajes, y seguramente alguna de
esas bestias que rondaban en las calles bajo apariencia humana pudieran leer en
su mirada lo que su cerebro albergaba como el mayor tesoro que cualquier cerebro
pudiese esconder. Y su última decisión fue que en lo que le quedaba de vida,
fuera mucha o poca no volvería a enfrentar su mirada con la de nadie, y desde
ese preciso instante nunca volvió a salir de las cuatro paredes que delimitaban
su vivienda, su fortaleza. Su tumba.
Pasado un mes desde la creación del mejor
relato jamás escrito, su creador fue encontrado muerto sentado sobre su viejo
sillón después de que los vecinos alertaran a las autoridades del
desproporcionado hedor que se desprendía de su interior.
Fue enterrado
en el mayor de los olvidos sin más presencia que la del sacerdote que se
encargó del oficio, y los empleados municipales que se ocuparon de colocar la
losa sobre el féretro.
En la lápida no había fecha de nacimiento
ni de defunción, tampoco fotos que eternizaran su rostro, ni tan siquiera un
nombre o apellidos que identificaran a quien descansaba eternamente bajo
aquella pesada losa.
Sobre el
sencillo granito que formaba su lápida tan solo se leía una leyenda que resumía
su existencia.
Enfermó de vanidad,
y murió de egoísmo.
Pudo ser cualquier cosa,
pero decidió consumirse en
la nada.
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