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miércoles, 28 de septiembre de 2016

Dos hormigas

 DOS HORMIGAS
pero hoy vamos a conocer a dos, 
de primera antena, y de sus 
peripecias e inquietudes.

Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al pie


I.- EL GRANO

Vivían en dos hormigueros vecinos y se llamaba Ente y Anti. El jefe de la colonia había enviado a cada cual a que fueran a recoger un grano de trigo que sus patrullas de reconocimiento habían descubierto en las inmediaciones.
Salieron las dos de sus hormigueros y se encaminaron al lugar indicado. Cuando llegaron, se quedaron mirando aquel grano con sorpresa. Era el grano más grande que habían visto y, con él, había comida para unos días.
Ambas asieron con sus pinzas al grano de trigo, cada una por su lado, afirmaron sus seis patas al suelo y tiraron con fuerza, tanta que casi se desencajan las mandíbulas. Pero el grano no se movió ni un milímetro, las dos tiraban en sentido contrario, cada cual hacia su propio hormiguero.
Ninguna estaba dispuesta a dejarse vencer por aquel grano, una hormiga nunca se rinde ante una carga y ellas tampoco estaban dispuestas a pedir refuerzos, no daban su antena a torcer y tiraban con todas sus fuerzas, pero sin resultado.
Al cabo de unas horas de tirar y tirar ya estaban más que cansadas, y eso que las hormigas tienen una fuerza descomunal, impropia de su tamaño, pero ya llevaban bregando mucho tiempo.
Tanto esfuerzo, tanto esfuerzo, les abrió el apetito y decidieron, cada una por su cuenta, darle unos bocados al grano para reponer fuerzas y, de paso, aligerar la carga.
Pero cuando reanudaron su labor todo fue en vano; cuanto más tiraba la una, más tiraba la otra, de modo que se volvieron a cansar y necesitaron volver a comer. Así una y otra vez, hasta que quedó muy poco grano y se pudieron ver, cada una tirando por su lado.
No eran hormigas guerreras ni belicosas, pero tampoco eran capaces de resolver sus diferencias civilizadamente, de modo que se enzarzaron en una violenta pelea. Las dos acabaron maltrechas, una con una pata coja, la otra con una antena doblada y sin haber dirimido la cuestión. Y es que en las peleas siempre pasa eso; que no se soluciona nada y salen perdiendo los dos contendientes, y si uno de ellos resulta ganador aún suele ser más lo que ha perdido en la contienda.
No les quedaba ya otro recurso que intentar razonar y tratar de resolver el problema como deberían haber intentado hacer en primer lugar, de común acuerdo y pacíficamente.
Finalmente encontraron una solución y, como después de la pelea se les había vuelto a abrir el apetito, decidieron comer ambas por la mitad de la semilla, de tal modo que quedó dividida en dos trozos iguales, y cada una acarreó su porción hasta su hormiguero.
No se sabe cómo acabó la historia, pero presumo que les caería una buena reprimenda por haber tardado tanto y por presentarse con mucho menos de la mitad del grano.

II.- ENTE Y ANTI

Después de la aventura del grano de trigo, Ente y Anti no se habían vuelto a encontrar, aunque si se hubieran encontrado no sé si habrían sido capaces de reconocerse; las hormigas son tan iguales…
Pero un día, en uno de esos paseos incomprensibles, en esos que parece que no saben donde van, en esos en que cambian a cada momento de dirección, se dieron de manos a boca, quiero decir de antenas a palpos. Se reconocieron de inmediato; no me pregunten cómo pudo ser, del mismo modo que no sabría explicar cómo los chinos se reconocen entre ellos.
- ¿Qué tal? - dijo Anti - ¿cómo te fue el otro día con el grano de trigo?
- No me hables de ello – respondió Ente – he estado castigada toda la semana cavando galerías para ampliar las despensas.
- Pues a mi me han castigado sin comer, porque decían que si había quedado tan poca cosa del grano, si sólo había quedado aquel trozo, ya había comido bastante. Ahora ya me han dejado salir a pasear y, de paso, a ver si encuentro algo para la despensa. Pero si encuentro algo comestible no va a llegar.
- ¿Qué te parece si buscamos juntas?
- Pues muy bien, a ver si me ayudas a encontrar algo de comida, ¡tengo tanta hambre!.
Y reanudaron su alocado paseo, para aquí y para allá, pero esta vez las dos juntas.
Llevaban un rato caminando cuando se encontraron una zanca de saltamontes y Anti dio buena cuenta de aquella especie de jamón, recobró energías y siguieron deambulando erráticamente, como suelen hacerlo las hormigas.
- ¿Y tú estás contenta en tu hormiguero? - preguntó Anti
- Pues no; sólo trabajamos y no hay nada de diversión ni reconocimiento, pero eso es algo que nos pasa a todas las hormigas.
- Pues yo estoy pensando en marchar, correr mundo y establecerme por mi cuenta. Si cavo más galerías, quiero que sean mías y no de la comunidad. ¡La cueva para quien la cava!. No tengo nada que agradecer a las otras, ni una palabra de aliento ni de gratitud por mi trabajo. Ninguna me defendería si estuviera en peligro, y si resultara herida sí que vendrían a por mi, pero no para ponerme a salvo y curarme, sino para llevarme a la despensa.
- Tienes razón, yo pienso lo mismo que tú, y si quieres, podríamos escapar juntas, aunque tampoco nos iban a echar de menos, total no somos más que dos números rodeados de muchos números.
De modo que así fue como Ente y Anti emprendieron la fuga de sus hormigueros.
No conocían mucho el terreno ni sabían a donde ir, pero alguna otra vez habían hecho de exploradoras y sabían orientarse. Eran capaces de llegar desde un punto A hasta un punto B, sólo que dando tantos rodeos que pasaban por todo el abecedario, aunque acababan llegando.
Un arroyo les cortó el paso, no podían atravesarlo, de modo que tenían que seguir la ribera aguas arriba o aguas abajo, pero lo que veían al otro lado era muy tentador. Había un hermoso trigal poblado de rubias espigas.
- ¿Y si echamos una hoja o un palito al agua y nos montamos? dijo Ente
- ¿Y si nos hundimos? ¿y si se nos lleva la corriente y no logramos llegar a la otra orilla? El cauce no es mucho, sólo una acequia de riego, pero es una inmensidad para nosotras. Pero veo allá abajo unas ramas que se inclinan por encima del agua, podríamos pasar y dejarnos caer.
Y así lo hicieron. Llegaron a un sauce cuyas ramas lloraban sobre la otra orilla; treparon por el tronco, cosa que las hormigas saben hacer muy bien, avanzaron por una rama y se dejaron caer al otro lado. Las hormigas nunca se hacen daño al caer de grandes alturas y se levantaron indemnes.
Habían aterrizado en el margen de los trigos en sazón y Anti no tardó en salvar el ribazo, trepar por un tallo y comenzar a morder por debajo de una espiga. La paja no se le resistió mucho y la espiga acabó cayendo al suelo.
Las dos se dieron un buen banquete, y no sabría decir si se echaron a dormir porque no sé si las hormigas duermen. Lo que sí sé es que acabaron encontrando un agujero que pensaron podría servirles de vivienda, pero les salió al paso un alacrán cebollero diciendo a voz en grito.
-¡Fuera de mi casa!
Y tuvieron que salir por patas, por seis patas, lo más rápido que puede hacerlo una hormiga para ponerse a salvo.
Aquel había sido el primer susto de su nueva vida en libertad, pero no iba a ser el último. La libertad tiene eso; ventajas e inconvenientes.
Ellas no se arredraron y siguieron buscando un lugar en donde refugiarse, pero todos los intentos fueron en vano aunque, afortunadamente, sin consecuencias graves que lamentar.
Por los alrededores no había ningún hormiguero que pudiera resultar un refugio, aunque tampoco un peligro ni unos competidores, de modo que acordaron hacerse el suyo propio, y cavaron, y cavaron durante horas, días y semanas, hasta que consiguieron unas galerías confortables y un almacén que llenaron de grano antes de que comenzara la siega.
Había sido mucho trabajo, pero la libertad tiene eso: satisfacciones, aunque también esfuerzos, sacrificios y renuncias.
Y allí estaban, las dos solas, en su reino, más solas que dos mochuelos mirando a la luna. Solas y aburridas. Ya habían acabado las aventuras, las novedades y los trabajos que mantenían la mente ocupada. Pero ahora, una vez acabado el hormiguero y la cosecha, el vacío era absoluto y se sumían en la inactividad, cosa inconcebible en una hormiga.
Recordaban cuando en el hormiguero no tenían un minuto de asueto: cavando, explorando, acarreando, cuidando los huevos, las larvas y las pupas… y ahora comenzaban a echar de menos aquellos tiempos y se aburrían.
Tan desesperadas estaban que se afanaron en mantenerse ocupadas ampliando las salas y galerías pero, cuanto más grandes eran, más grande era su soledad y el vacío en aquellas enormes salas vacías.
Llegaron a plantearse el regreso, volver a sus hormigueros, vencidas y sumisas, pero algo vino a alterar el curso de las cosas.
Anti se puso muy enferma, tanto que no podía moverse y el abdomen le iba creciendo por momentos. Se quedó recluida en una cámara sin ganas ni fuerzas para moverse, y Ente procuró cuidarla lo mejor que supo, que era bien poco. Aquello se salía de sus conocimientos y sus habilidades.
Una mañana, aunque poco importa si era mañana o no porque dentro del hormiguero no se apreciaba, Anti se despertó – aunque ya dije que no sé si las hormigas duermen – muy aliviada de su dolencia, su abdomen había recuperado el tamaño normal, y a su lado podía verse algo que no había visto desde cuando estaba en su antiguo hormiguero.
- ¡Un montón de huevos! - gritó
y Ente coreó
- ¡Un montón de huevos!
Desde entonces ya no les sobró tiempo para deprimirse y pensar en regresar. Finalmente tenían su propio hormiguero, lleno de febril actividad, como debe ser un hormiguero. Habían visto cumplido su sueño; porque los sueños, como la libertad, sin tener con quien compartirlos, ni son sueños, ni libertad, ni sirven de nada.



Y la semama que viene...

miércoles, 21 de septiembre de 2016

El gnomo perezoso

EL GNOMO PEREZOSO

En la medida de lo posible, cada cual
debe cumplir las normas como los 
demás y colaborar en la sociedad en 
la que vive, si no quiere  verse privado 
de sus derechos o su gorro, por más 
años que tenga.



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vídeo que figura al final


Se accedía por un hueco en el tronco de una gran encina y se llegaba a la amplia sala subterránea en donde se apiñaba toda la población de los Elpers
Aunque tenían, para preservar su privacidad, habitáculos individuales, compartían los espacios comunes y eso era muy agobiante para aquella comunidad de gnomos. Suerte que eran expertos en micología, porque aquellas oscuras cuevas estaban iluminadas con hongos fosforescentes, aunque con una iluminación mortecina y verdosa, deprimente.
Por todo esto, todos estaba deseando que llegara la época apropiada para salir a la superficie, habitar sus hongos individuales y dispersarse libremente por prados, fuentes y bosques, en lugar de estar hacinados allí.
Para contar con habitáculos suficientes, se necesitaba un cuidado especial de las micorrizas que daban lugar a los hongos: mantenerlas húmedas, a salvo de roedores, gusanos, hormigas y topos… pero eso suponía mucho trabajo especializado; de modo que estaban organizados para que cada cual hiciera aquello que mejor sabía y podía hacer en bien de la comunidad. Una de estas funciones era la inmobiliaria, que se encargaba de que brotaran suficientes hongos para alojar a toda la población durante la temporada de setas. Para ello tenían que acarrear agua, recortar las malas hierbas y alejar todo peligro para el germen micológico.
Otros gnomos se encargaban de conseguir comestibles y de su conservación, de conseguir fibras para tejer las ropas, de fabricar el mobiliario y de tallar dentro de los hongos las habitaciones, ventanas y puertas.
Así que todos participaban con su trabajo, según sus aptitudes y capacidades, al mantenimiento de la comunidad.
Gracias a los trabajos de los inmobiliarios, cuando llegaba su tiempo, florecía el bosque de hongos, formando un círculo alrededor de la encina y comenzaban a asomar su sombrerete sobre la hierba.
Llegado ese momento, entraba en acción el equipo de interioristas; que abrían las puertas en el pie de cada hongo, vaciaban el salón, cocina, baño y alcoba, con sus ventanas, dentro del sombrerete y dejaban paso a los que tenían que instalar el mobiliario, de juncos y hojas, para que toda la colonia los pudiera ocupar.
Eran los tiempos buenos para los gnomos y celebraban sus fiestas al son de arpas y caramillos, en torno al tronco de la encina, disfrutaban de la miel, el polen, los hongos menores y se alegraban bebiendo la savia de ciertas plantas y el néctar de algunas flores. El equipo de proveedores se encargaba de todo esto y el trabajo más difícil era el de recolectar la miel y el néctar, porque tenían que competir con las abejas.
Pero no todo era idílico. Siempre, en toda comunidad, aparece alguien que tiene que dar la nota discordante.
Flay, un joven gnomo, no estaba por la labor y procuraba escurrir el bulto siempre que podía.
Durante unos cien años, porque los gnomos al igual que los elfos viven para siempre o son muy longevos, nadie se había percatado de que el joven Flay ya hacía dos siglos que no daba un palo al agua, pese a que ya hacía dos siglos que había dejado de ser un menor.
Acababan de salir de la cueva y Flay ya había ocupado el primer hongo que se encontró, se acomodó y se echó a dormir, mientras que los demás limpiaban el entorno de hierbas y hojas secas antes de celebrar la fiesta del año.
Cuando ya estaban todos reunidos, con las mesas puestas y cubiertas de platos de miel, polen, pétalos, brotes de lúpulo y espárrago y jarras de burbujeante savia fermentada, le vieron salir con cara de adormilado y dispuesto a incorporarse a la fiesta.
Todos comenzaron a preguntar a los jefes de los equipos de trabajo:
- ¿Éste está en tu equipo?, porque en el mío no
Y se corrió la voz; nadie daba razón de a qué se había estado dedicando en los últimos doscientos años.
Inmediatamente se reunió el Consejo de la Comunidad, y se debatió; muy rápidamente, porque pronto empezaría la fiesta y no querían perdérsela, cómo podrían acabar con su vagancia y hacerle trabajar como todos.
El menos joven de todos, y no digo el más viejo porque todos lo eran y mucho, fue el encargado de llamarle al orden.
La fiesta ya había comenzado y Flay estaba, tan contento, comiendo y bebiendo lo que no había recolectado, en el prado que no había limpiado, en unas mesas que no había transportado y bailando con una música que no estaba tocando.
- ¡Si por lo menos tocara el caramillo! - pensaba el decano de los gnomos, pero ni eso.
Así que el “Gran Gnomo”, al que llamaban Tuslen, se encaró con él, lo llamó aparte y le dijo:
- Flay: estamos muy disgustados contigo, y eso para los gnomos es muy grave porque nuestro estado natural es la felicidad. Creemos que no has trabajado en ningún equipo, y por eso te hemos condenado a no participar de esta fiesta en la que no has colaborado.
- ¿Quién dice que no he trabajado?; eso no es cierto y la condena injusta.
- Esa condena consistía en que no podías participar en esta fiesta; pero, como me acabas de mentir, yo, Tuslen, el menos joven de los gnomos, el “Gran Gnomo”, te condeno a la retirada del gorro.
Un gnomo sin gorro es como si no fuera un gnomo. No sólo se le castigaba, sino que se le privaba de su gnomidad, y eso le afectó mucho, pero no tuvo más remedio que obedecer y permitir que Tuslen le arrebatara el gorro y lo enviara a retirarse en su hongo.
- Y da gracias que no te retiramos tu vivienda y te hacemos dormir en la cueva o sobre la hierba – dijo Tuslen.
Flay se resignó porque, de no hacerlo, corría el riesgo de ser exilado de la comunidad y vagar por el bosque,sin refugio, comida ni compañía, con el peligro de encontrarse con algún duende, trasgo o silfo, y sabía que éstos no le tenían mucha simpatía a los gnomos.
Llegaba la mañana y se acabó la fiesta. Todos se retiraron a dormir, no sin antes recoger todo para dejar el prado limpio y ordenado, pero Flay tampoco salió a recoger mesas, bancos, platos, jarras… Estaba muy preocupado, meditando en lo que había hecho, aunque más en lo que había dejado de hacer, y temiendo lo que le podría pasar.
Aquel día fue incapaz de dormir, todos los gnomos lo hacían para estar bien despiertos por la noche. Se pasó todo el día reflexionando y considerando qué hacer.
Antes de que el Sol se ocultara por el horizonte, antes de que se despertaran los demás gnomos; Flay ya estaba levantado, porque no había dormido nada, y camino de una hermosa mata de romero florido que había visto el día anterior, comenzó a cosechar néctar y polen.


Y LA SEMANA QUE VIENE 

miércoles, 14 de septiembre de 2016

HAPPY, HAPPY, HAPPY

Dicen por aquí: "Al pot petit hi ha la bona confitura" 
(en el frasco pequeño está la buena confitura). 
Creo que el cuento ya lo explica lo suficiente






HAPPY, HAPPY, HAPPY 

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vídeo que figura al final



Introducción:
Cierto día en que me encontraba muy eufórico porque había logrado terminar un nuevo cuento largo, largo, y estaba muy satisfecho de cómo me había quedado; llegó hasta mí el Enano Soplacuentos, aquel personaje que suplía a las musas que hacía años me abandonaran, y me susurró al oído: 
- No te alegres demasiado. Cualquier cosa en exceso, por muy buena que sea, se acaba transformando en mala. 
No entendí lo que quería decir y le pregunté: 
- Así ¿también cualquier cosa mala en grandes cantidades puede transformarse en buena? 
- No – me respondió- no es la cosa en sí, sino el exceso lo que puede ser peligroso. 
Y me contó: 

------------------------- 




HAPPY, HAPPY, HAPPY 




Era una vez, en un tiempo lejano, una sociedad que había llegado a un grado de evolución tal que nadie precisaba hablar para entender lo que querían los demás. Se habían convertido en telépatas, y cualquier pensamiento era captado por aquellos que estuvieran lo suficientemente cerca. Podían leerse las mentes como si fuera en un libro abierto. 
Esto facilitaba mucho la comunicación y el entendimiento, pero limitaba la privacidad, no había secretos, y todos debían ser muy cuidadosos con lo que pensaban; porque los demás se enteraban de todo, y eso creaba tensiones, frustración y disgustos. 
Era como aquello que nos contaban de pequeños sobre que Dios se enteraba de nuestros más íntimos pensamientos y se dedicaba a apuntar nuestros pecados en un enorme libro de cuentas para el Día del Juicio. Pero ahora era más real y más inmediato, no se trataba de un Dios lejano y desconocido, sino de los vecinos, que no sé qué es peor. 
Afortunadamente sólo se captaban los pensamientos, pero no los sentimientos ni el sufrimiento físico o psicológico. Los amigos, vecinos o familiares más próximos podían llegar a saber si alguien tenía dolor de muelas pero no sentirlo. Imagínate si se pudiera compartir todo, como un dolor de muelas, un parto, un cólico nefrítico, la muerte… Todo se podía convertir en eso que llaman “Un valle de lágrimas” 
Pasaron los años y, cierto día, uno de los habitantes de aquella ciudad pudo captar; no los pensamientos de rechazo de un conocido, puesto que sabían controlar y desactivar tales pensamientos, sabiendo que todos se vigilaban a todos como un “Gran Hermano”, sino un profundo sentimiento de repulsa y le indujo a sentir el mismo desprecio por él, como el otro le tenía en lo más profundo de su subconsciente. 
Habían comenzado a ser capaces de compartir también los sentimientos y el sentimiento más extendido, aunque menos racionalizado, de aquella sociedad era el de odio hacia todos aquellos que les rodeaban, porque les violentaban a ocultar sus propios pensamientos y les privaban de pensar libremente y sin ataduras ni observadores ajenos. Ese odio se retransmitía y regresaba corregido y aumentado, y eso dolía. 
De este modo se fueron alejando unos de otros para mantenerse a distancia de aquellos pensamientos negativos: el odio, la insatisfacción, la frustración, la falta de libertad… y se dispersaron: de las más altas montañas, hasta las selvas y los desiertos más áridos. Allí, cada uno, aislado de los demás, pudo liberarse de pensamientos y sentimientos ajenos y se sentía satisfecho al poder pensar como le viniera en gana, en libertad y sin miedo. 
Uno de ellos se había refugiado en una cueva solitaria en la falda de una montaña próxima a la frontera de un país vecino y allí se sentía seguro, pero en el más absoluto aislamiento. 
Cierto día, acertó a pasar por allí un extraño y se toparon de manos a boca. 
- ¡Qué alegría! – dijo el caminante – encontrar a alguien después de días de soledad. 
Y nuestro hombre sintió la alegría del extraño, participó de ella y eso le llenó de felicidad. Nunca en su vida había sentido nada igual. Y eso le gustó. 
Como el extraño no era telépata como él, no pudo enterarse ni sentirse molesto por ver violentada su intimidad mental, y su contento no menguó ni un ápice, y ese contento era absorbido ávidamente por el otro, tras tanto tiempo de soledad. 
Cuando se despidieron, permaneció allí en su cueva, lleno de contento y felicidad, así como unas enormes ganas de compartir aquel nuevo sentimiento desconocido hasta entonces, y pensó: 
- Nos hemos hecho mucho daño comunicándonos sólo sentimientos negativos. Ya es hora de que alguien haga algo para volver a convivir y transmitirnos sentimientos positivos y felices. 
De modo que bajó de su montaña y se echó por esos caminos en busca de otros conciudadanos a fin de transmitirles la felicidad que sentía y enviarlos a hacer lo propio con otros. 
La misión se culminó con éxito. La Buena Nueva se propagó en progresión geométrica. En pocos días todos había regresado a su ciudad. Todos felices y contentos, transmitiendo y recibiendo esa felicidad. Pero la recibían multiplicada por miles y miles, la volvían a transmitir y la volvían a recibir aún más aumentada, y cuanto más felices, más se apiñaban y más intensa era la comunicación. 
Eso es algo que ninguna mente humana es capaz de soportar por mucho tiempo sin acabar desequilibrada. 
Es así que, por exceso de felicidad, terminaron todos locos de remate, locos pero felices. Y así acabó aquella sociedad de telépatas. 

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Epílogo: 

Entonces comprendí aquello que siempre había oído y que nunca había acabado de entender, aquello de: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Nunca entendí que algo bueno fuera mejor en poca cantidad que en la abundancia. 
Lo cierto es que: quien recibe un piquillo en la lotería es, en ese preciso momento, mucho más feliz que quien nada en la abundancia desde siempre. 




Y la semana que viene otro nuevo cuento 
de alguien que debía ser "mu peeeerro": 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

La mosca de la tele




Esta es una mosca que 

a mi hija Elia le hacía 
mucha gracia y hasta 
le puso nombre. Yo no 
he querido rebautizarla.






LA MOSCA DE LA TELE


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A Riti le gustaba revolotear por los platós, se sentía feliz entre decorados, focos, cámaras…
Se volvía loca por los programas informativos y volar por delante de la cámara o de las narices del presentador; porque éste, para guardar la compostura, no se atrevía a darle un manotazo, y así Riti se sentía a salvo.
Era algo así como en los programas taurinos, en los que el torero mariposeaba delante de los cuernos y salía indemne, pues así se sentía la mosca de la tele después de incomodar y poner nervioso al cronista de turno, haciéndole perder algo de su concentración. Si además se acababa equivocando por su causa, aún se sentía más satisfecha.
Le gustaba también asistir a la grabación de series y culebrones e intentaba posarse en algún lugar bien visible para salir luego por la tele.
Es evidente que era muy presumida y que intentaba ser protagonista en cualquier programa televisivo, para eso se pasaba rato frotándose las manos y acicalándose las alas y sus facetados ojos.
Se lo pasaba en grande en una serie de guerra entre vecinos o aventuras de escalera, porque uno de los vecinos era pescadero y le atraía, como a todas las moscas, el aroma de marisco pasado y de pescado pocho.
Pero aún más le entusiasmaba el programa de Pescadilla en la cocina, en donde disfrutaba de guarrería en abundancia y comida caducada en que posar sus patas, aparte de los buenos ratos que se pasaba cotilleando con las cucarachas.
A veces participaba en los programas infantiles, aunque últimamente casi no había. El problema es que los niños son muy observadores y en seguida se daban cuenta de su presencia e intentaban cazarla. Por eso, aunque le gustaban, procuraba evitar por precaución aquellos programas.
Su favorito, por encima de todos, era La Cocina de Karlos. Menos los chistes que contaba, todo estaba rico, rico y con fundamento, y no podía resistirse a posar sus patitas en todos los platos cuando nadie, ni las cámaras, miraban. Entonces hacía su cata particular, pasando su trompa sobre verduras, carnes, pescados, cremas, purés, guisos y salsas, y acababa dando su veredicto sobre la bondad o no de las elaboraciones.
Era consciente de que, con sus patas, acababa contaminando los platos; especialmente si se había paseado antes por el parque y los regalos que dejaban los perros de los incívicos, pero sabía que aquellos platos no estaban destinados al consumo humano, sólo servían para las cámaras y luego acababan en el contenedor. Ella lo sabía muy bien porque solía visitar el contenedor para repetir si algún plato le había gustado mucho.
Y así Riti era feliz, como ya había dicho antes, revoloteando por estudios y platós, y hasta por las unidades móviles. La verdad es que no se perdía programa, serie o noticia. Estaba en todas partes.
Pero un día se le ocurrió colarse en la grabación de un concurso sobre quién era el mejor chef. Aquello era la locura, los concursantes iban contra reloj y no se fijaban en donde ponían las sartenes, los platos, bandejas y cuchillos. Por eso estuvo casi a punto de ser aplastada por una batidora que se le cayó a uno de los concursantes.
Pasaba de sobresalto en sobresalto, el mayor de los cuales fue cuando se encontró cara a cara con un incomible plato de “león comegamba”, aunque eso no era nada comparado con los sustos que se había llevado en otras ocasiones con pasteles y panales de rica miel, de los que tuvo la suerte de salir con vida.
Así seguía muy atentamente el desarrollo del concurso, catando salsas y esferificaciones, paseando crujientes, arenas y texturas varias. Casi estuvo en un tris de caer en el nitrógeno liquido y escapó volando hacia uno de los concursantes y lo que acababa de emplatar primorosamente, con tan mala fortuna que sonó el final del tiempo y todos taparon sus platos con una campana, dejándola atrapada.
Nunca se había visto en otra igual y estaba muerta de miedo, lo que no le impidió probar el plato y lo encontró muy bueno aunque un poco picante. Pensó que si no podía salir de su encierro, por lo menos no le faltaría alimento.
Casi se estaba resignando a su suerte, cuando uno de los jurados levantó la tapa y pudo salir volando de aquella prisión.
Desde entonces se prometió no volver a visitar aquel concurso, pero no renunció a seguir viviendo en la televisión y, mucho menos, abandonar los informativos.
Si aún no la has visto, te aconsejo que te fijes bien y verás como, hasta te saluda con una pata.



Y la semana próxima os deseo 
mucha felicidad (aunque no 
en exceso) porque el título es: 

martes, 6 de septiembre de 2016

La rebelión de los números



Las matemáticas no mienten, pero todo depende
de otros factores ajenos a los propios números.
Como pasa con las personas, los números no son
ajenos a influencias externas y, en ese momento,
la importancia de cada cual puede no ser
lo que uno se cree.

LA REBELIÓN DE LOS NÚMEROS


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- ¿Por qué, siendo yo el primero, tengo que valer menos que los demás? - decía indignado el número uno dando saltos sobre el papel y no digo zancadas porque sólo tiene un pié - ¿El que resulta ganador en una competición no es el primero, en número uno, el as? Entonces, ¿por qué soy el de menos valor? Si hasta Dios es UNO. Ya sé que estoy delgado como un fideo, no como el ocho, pero no creo que por eso me convierta en el menor de todos los números.

- No te quejes - Le intentó calmar el cero orondo y redondo - que tú, por lo menos vales algo, pero yo… si estoy solo no valgo naaaada de naaaada y, cuando estoy acompañado, sólo valgo para algo si estoy a la derecha. Y no es que lo valga yo, porque sigo siendo cero, nada, naaaada de naaaada. Lo que hago (con la rabia que da) es darle más valor a los números que me acompañan, pero yo sigo igual, naaaaada de naaaada. Y fíjate que soy un número perfecto, redondo, sin principio ni fin, geométricamente bello, pero matemáticamente una nulidad. Sólo si me pego a otro cero tengo un valor infinito, pero el gandul del ocho se apropia del infinito cuando se acuesta.



Así hablaban el número uno y el número cero. Ambos guarismos estaban tan orgullosos de lo que eran y de su valor, salvo el cero que era un depresivo y posiblemente con razón, que se sentían tratados injustamente, infravalorados por parte de los demás números.

Hacía mucho tiempo que todos ellos estaban revolucionados, todos tenían algo de lo que quejarse y ninguno parecía satisfecho, porque tenían tan alto grado de autoestima que a los demás los consideraban inferiores. Tan solo el nueve se sentía conforme con su valor.

El dos se consideraba la perfección, el alfa y el omega, el positivo y el negativo, el blanco y el negro porque todo se componía de dos elementos básicos que se complementaban para alcanzar el todo.

- Todo lo importante – añadía muy satisfecho – se presenta de dos en dos: Hacen falta dos para dar lugar a una nueva vida, los ojos son dos, así como los oídos. El ser humano no sería lo que es sin sus dos manos. No sé por qué el tres y los demás andan presumiendo de que valen más que yo.

- ¡Claro! Y también los orificios de las narices son dos - rió el número tres - y ¿Cómo que presumo?, el uno sí que presume de que Dios es uno y no se acuerda de que es uno y trino. Con sólo tres puntos se define un plano y el trípode es la estructura estable más sencilla. Sin mi no existiría el triángulo, que es el primer polígono.

- Pues no te quejes si valgo más que tú – le respondió el cuatro – por algo será que los animales superiores tienen cuatro patas y no tres, el hombre hace sus sillas y mesas con cuatro pies y no con trípodes. Los vientos y los puntos cardinales son cuatro, así que no te las des de importante. A mi sí que me fastidian esos números que se creen tener más valor que yo porque van detrás de mi.

- ¡Alto ahí! - contestó el cinco – el dos habla de manos, ¡qué sabrá él! pero ¿qué sería del ser humano sin los cinco dedos con el pulgar oponible?. Yo al nueve aún le veo algún derecho a compararse a mi, a fin de cuentas está a un paso de la decena que es la base del sistema métrico decimal y del que yo soy el punto medio exacto, el equilibrio, el fulcro, el fiel de la balanza, el centro y los demás sois extremistas. El seis, total, no es más que un nueve puesto cabeza abajo.

- ¿Cómo dices? - rugió indignado el seis - si hasta las abejas saben que el hexágono es el polígono ideal para hacer sus panales, porque es un polígono perfecto. Y según la cábala el seis representa la belleza.

- Sí – le interumpió el siete – pero yo soy el número sagrado por excelencia, sin olvidar los siete sabios de Grecia, las siete maravillas, los siete enanitos, los siete niños de

El ocho le cortó bruscamente la perorata.

-¡Otro que quiere ser más chulo que un ocho!, pero el ocho soy yo, pues nanay; para chulo yo que, hasta durmiendo, soy infinito y no como el cero que se tiene que buscar un compañero. Los chinos sí que saben cuando dicen que yo traigo la buena suerte.

- Yo soy el mayor de todos – intervino el nueve - y me debéis un respeto. Sólo si me seguís podemos hacer números mayores; pero, si os empeñáis en ir por delante, nunca alcanzaremos el mismo valor que si soy yo el que va en cabeza.

Todos se pusieron a hablar al mismo tiempo, a alzar la voz y acabaron discutiendo acaloradamente

- Yo, junto con el cero, hago que funcionen los ordenadores

- Yo soy la dualidad, el ying y el yang

- ¿Qué sería del espacio sin las tres dimensiones?

- ¿Y las cuatro estaciones no son importantes?

- ¿Qué sería de la música sin el pentagrama?

- ¿Cómo se mediría el tiempo en minutos y segundos sin mi?

- ¿Y cuántos son los días de la semana? ¿y las vidas de un gato? ¿y los colores del arco iris? Y al cinco le tengo que decir que de qué serviría el pentagrama sin las siete notas musicales.

- Vale, pero recuerda que también son siete los pecados capitales. Y no eres nadie si no tienes ocho apellidos…

Y ahí se montó un buen lío de números revueltos, hasta que, de improviso:

¡Orden! - sonó una voz aguda y minúscula que parecía venir de ninguna parte. Se trataba de una pequeña coma que, al ver que se detenía la trifulca, ordenó de forma enérgica, impropia de su pequeñez:

- ¡A numerarse! ¡Ar!

Todos comenzaron a cantar sus nombres:

- Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve

Al cero no le habían dado ocasión de intervenir porque el uno se le había adelantado; así que, al final, consiguió decir con voz grave:

- Cero

La coma se les quedó mirando muy seria y les dijo:

- Me avergüenza que os comportéis así. Todos sois importantes; por esas cosas que habéis dicho y por muchas cosas más que no habéis dicho, pero lo más importante es vuestro valor aritmético. Sin vosotros no habría matemática, ni orden, ni organización. Pero nadie debe sentirse superior a otro, sólo diferente. Veis que el cero; que no tiene valor aritmético por si mismo, se ha numerado el último, pero es tan importante como cualquiera de vosotros, o incluso más. El cero por sí solo es capaz de multiplicar vuestro valor por diez; y, acompañado por otros ceros, llegar hasta el infinito. Sí ocho, no me mires así, hasta el infinito, y no hace falta que te tumbes. Pero, con mi ayuda, el cero, ese número sin valor puede haceros diez veces menores o, con otros ceros, reduciros a algo infinitesimal, imperceptible. Por separado no seríais nada, pero juntos sois el origen de la ciencia, de lo habido y por haber.
Los números, avergonzados, se agruparon en un conjunto cerrado y se pidieron perdón mutuamente.
Así acabó la pugna entre los números gracias a la intervención de algo tan ignorado y tan poco valorado como la coma.
Así que; si hoy podéis contar, si sabéis qué día es, en qué escalera y piso vivís o en qué página del libro estáis leyendo... porque vosotros leéis libros, ¿verdad?, se debe a la intervención de una coma, algo insignificante, pero determinante.





Y la próxima semana:
 LA MOSCA DE LA TELE