Soy
un león. Pero no creáis que soy valiente y fiero como debe ser un
león. Al contrario; soy tímido y apocado,
por no decir miedica o cobarde. Mi hermano sí que es valiente desde cachorro y, pese
a muchos problemas, llegó a ser rey. Siempre lo fue, y atrevido, y travieso, tanto como para atreverse a desobedecer a nuestro padre y
visitar el cementerio de elefantes, corriendo un grave peligro con las
hienas y obligando a nuestro padre y rey a intervenir para salvarlo.
Tras la muerte de nuestro padre y su exilio, mi
hermano regresó
enfrentándose a nuestro usurpador tío y acabó reinando, creo
que esa historia ya la sabéis porque todo el mundo se hizo eco de
ella,
pero nadie sabe de mi existencia.
Yo
siempre fui el más flojo de la camada. Cuando jugaban a pelear para
entrenarse en la lucha, yo me mantenía al margen y prefería
contemplar el paisaje desde una roca elevada.
Desde una vez en
que, jugando a atrapar, me lastimé una mano, tenía miedo a esos
juegos tan naturales entre los cachorros de león y de cualquier otro
depredador. Así crecí contemplando como mis hermanos se hacía
fuertes y hábiles en la lucha, mientras que yo permanecía debilucho y
timorato. Era una presa perfecta para las hienas pero, aunque miedoso,
no era tonto y sabía que, si yo no era capaz de defenderme, debía
permanecer bien cerca de mis hermanos y de la familia que me servía
de protección y me facilitaba alimento.
Pero las cosas se complicaron cuando a
mi hermano se le acusó de la muerte de nuestro padre y tuvo que
huir. Mi tío se quedó como rey de la selva y yo seguí en la
manada, intentando no hacerme notar mucho.
Así pasó el tiempo y, como es
natural, crecí y me convertí en un león adulto. En ese momento
debía marchar o competir con los otros leones para ser
un macho dominante pero, como eso era incapaz de hacerlo, no tuve más
remedio que dejar el territorio y convertirme en un macho solitario teniendo que buscarme la vida.
Lo de comer fue duro porque carecía
de habilidades para la caza, habilidades que debía haber adquirido
desde cachorro, por eso tuve que comportarme como un carroñero
cualquiera si quería sobrevivir, aprovechando los restos abandonados
de alguna presa, pero procurando esperar a que terminaran las hienas
y que los buitres se alejaran.
Afortunadamente nadie se metía
conmigo al creer que yo era un león, como los demás, fuerte y
fiero. No imaginaban que hasta un suricato me habría hecho huir, de
haberse atrevido a atacarme.
En estas andaba por la sabana, ya muy
lejos de la tierra que me vio nacer, cuando me tropecé con un
espantapájaros que me dio un susto tremendo, pero pensé que yo no
era un pájaro y no tenía por qué espantarme su presencia, de modo
que entablamos amistad y seguimos vagando en animada conversación
por la sabana, cada uno quejándose de sus problemas. Su compañía
me tranquilizaba y, aunque él no tenía cerebro, era decidido y
animoso, cosa que yo no era.
Undía
en que nos hallábamos reposando al pie de un baobab, comenzó a
sonar un escandaloso ruido metálico, y se aproximaba. Muerto de
miedo me escondí tras el tronco del árbol y, de haber podido,
habría trepado a lo más alto, cosa que los leones no somos capaces de hacer, y menos
yo.
Pero el espantapájaros me tranquilizó y me hizo ver que sólo se
trataba de un inofensivo hombre de hojalata.
Así seguimos los tres el camino.
Ahora eramos un trío de compañeros de viaje hacia ningún lugar,
cada uno buscando la solución a sus problemas: Un cerebro en lugar
de paja, un corazón en lugar de metal y valor en lugar de cobardía.
El espantapájaros nos comentó que buscaba a un mago capaz de resolver su problema, pero no sabía
dónde podría hallarse, de modo que decidimos separarnos para buscar
cada uno por nuestro lado y quedamos en volvernos a encontrar bajo
aquel baobab para contarnos lo que habíamos visto y si habíamos
encontrado al mago. Así, cada cual tomó un camino y yo me quedé
muy triste puesto que su compañía me había dado seguridad y ahora
estaba nuevamente solo.
Busqué y busqué días y días pero
no hallé nada. Cuando ya estaba en camino de regreso hacia el baobab
para encontrarme con mis amigos, mi suerte acabó cambiando. Nos
acabó encontrando uno a uno y nos volvió a reunir en la búsqueda
una jovencita, pero eso es seguro que ya os lo han contado.
Este trascuento algo tiene que ver con: El Rey León y El Mago de Oz
Allí se acababa el agua y no sabía
si más adelante iba a encontrar, pero tenía que seguir, y siguió coronando cimas y descendiendo barrancos.
Asomando por un desfiladero entre dos
cimas acabó descubriendo un verde valle y una especie de ciudad en
uno de sus extremos. Veía edificios hechos de piedra, otros de
madera, otros de adobe e, incluso, algunas tiendas de campaña. Se
veía que aquella población no era reciente, que ya llevaba años
allí, pero tenía un aire de provisionalidad, como esperando algo o
a alguien. Conforme se acercaba pudo ver algunas
parcelas cultivadas, árboles frutales y algo de ganado. Veía gente
atareada, de aquí para allá, que no repararon en él hasta que
estuvo cerca y, entonces se le quedaban mirando extrañados.
Uno de aquellos campesinos, porque
aparentemente lo eran, se le acercó y le preguntó:
- ¿Quién eres y de dónde vienes?
- Me llamo Aziel y vengo de muy
lejos buscando respuestas.
- Pues ven conmigo y te acompañaré
hasta el Anciano porque él sabe todas las respuestas.
Y le siguió hasta una pequeña casa,
sencilla pero de piedra bien trabajada. En el porche, sentado en un
banco se hallaba un anciano de piel arrugada y larga barba blanca que
le recordó, si no era el mismo, al del castillo ruinoso.
- Me llamo Aziel y vengo de muy
lejos buscando respuestas - le dijo.
- Pues haz las preguntas y te
contestaré.
- Esta ciudad me parece algo como
provisional. Me da la impresión de que no es vuestra ciudad de origen y
estáis aquí de paso. ¿Hacia dónde?
- Hacia la ciudad derruida de la
que partimos hace muchos años, hacia los ricos campos convertidos en
páramo, hacia el reino que nos fue arrebatado.
- Creo haber visto todo eso pero.
¿Cómo sucedió?
- La causa la desconozco, sólo sé,
y yo era muy joven, que los campos que nos alimentaban se
convirtieron en yermos, nuestros ganados murieron por falta de
alimento y nosotros corríamos el riesgo de seguir el mismo camino.
Nuestro joven rey decidió abandonar la ciudad y aquel erial y buscar
algún lugar en que poder vivir. Y partimos todos hacia estas
montañas. Tan pronto abandonamos la ciudad, ésta se convirtió en
un montón de piedras caóticas. La travesía hasta aquí fue muy
dura y muchos no llegaron. Una vez aquí nos establecimos lo mejor
que pudimos y nuestro rey marchó en busca, como tú ahora, de
respuestas. Pero nunca más volvió.
- Es posible que no hallara las
respuestas o que muriera en el camino; pero, dime, ¿No crees que en
todo esto hay algo de magia?
- Eso creo, pero no sé cómo
deshacer el maleficio, si es que lo hay. Sólo el mago que habita en aquella montaña
blanca que ves allá – dijo señalando a una alta cima cubierta
de nieve a gran distancia – podría saber algo, pero nadie se
atreve a ir allá y yo ya no estoy en condiciones de hacer ese viaje.
- Pues tendré que ir yo.
- Ten mucho cuidado. Se cuentan
cosas terribles. De todos modos, si piensas ir, te prepararemos para
ese viaje, que será duro.
Y así le orientaron sobre la ruta a
seguir, le prepararon una mochila con provisiones, ropa de abrigo,
una fuerte cuerda, utensilios,... Y partió a los pocos días, una vez
recuperado de su viaje, camino más al norte, en dirección hacia
aquella blanca y distante cima.
Fueron largos días de caminar y
caminar, subiendo cimas y descendiendo a valles, trepando barrancos y
descolgándose con la cuerda por pendientes pronunciadas, pero al fin
llegó al pie de aquella montaña de blanca cima.
El ascenso fue fatigoso y complicado,
con grave riesgo de despeñarse. Lo peor fue el último tramo de
nieves perpetuas en el que, afortunadamente, pudo salir indemne de un
alud y de acabar congelado la última noche ya que allí no había
leña para hacer una fogata y sólo se libró gracias a la ropa de
abrigo y a un hueco entre unas rocas.
En la cima había una cabaña de
madera de cuya chimenea salía una columna de humo, y eso le animó a
atreverse a llamar, pensando en el calorcillo frente al humero.
Antes de atreverse a llamar, dudó de
hacerlo, y se decidió a preguntar a la caja.
- ¿Qué debo hacer?
DI LA VERDAD
Fue la respuesta del papelito. Aquello
no le aclaraba nada, pero se decidió a llamar y se acercó a la
puerta.
Dos golpes fue su llamada, y en
respuesta se escuchó una voz grave y profunda:
- ¿Quién eres y qué es lo que
buscas aquí?
- Me llamo Aziel y vengo de muy
lejos buscando respuestas.
Se abrió la puerta y apareció en
ella un personaje de rostro anguloso y adusto. Vestía una túnica de
color rojo fuego con unas figuras como las que Aziel recordaba haber
visto decorando la caja. Su pelo era largo, lacio y blanco. No tenía
barba como sí tenían los ancianos del castillo y la ciudad.
– Primero tendrás que dar
respuesta a mis preguntas. Entra.
Se apartó permitiéndole entrar.
Cerró tras él la puerta y le invitó a sentarse frente a la
chimenea.
- Antes de nada di lo que tengas
que decir.
Aziel recordó el mensaje de la
cajita, y recordó también una frase que de forma recurrente le
repetía su padre: "La verdad te abrirá las puertas".
Y eso es lo que le dijo a aquel inquietante personaje.
- La verdad te abrirá las puertas.
-
Muy bien, respuesta satisfactoria. Ahora voy aresponder
a todas tus dudas contándote una historia.
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"Hubo una vez un feliz reino
en el que un rey justo y benévolo gobernaba con equidad. Tenía un
hijo, el joven príncipe heredero, al que quiso dar la
mejor educación y formación, para lo que le puso al cuidado de un
maestro y tutor que le enseñaba todas las artes, las ciencias
y cualquier conocimiento que pudiera servirle en su futuroreinado para el bien de su pueblo. Adquirió muchos conocimientos
y habilidades, que es lo que deben transmitir los maestros, pero lo que no había cultivado ni recibido pautas, era sobre la ética, los
valores, la empatía, ... Supo que su tutor tenía una cajita que
daba respuesta a sus preguntas y le orientaba en sus dudas y sintió
deseos de quedarse con ella. Un día falleció el rey, él fue
coronado y, creyéndose dueño de vidas y haciendas, considerando que
todo era suyo, se apoderó de la cajita. Su tutor le preguntó:
- Majestad ¿Por ventura no habéis
visto una cajita de color rojo decorada?
- Al Rey no se le debe molestar con
tonterías
El tutor se atrevió a insistir:
- ¿No la tendréis vos por
casualidad?
- ¡Qué atrevimiento! ¡De ninguna
manera! – mintió el joven rey y, además se sintió tan ofendido
que mandó encerrar al tutor en una mazmorra.
Éste desapareció de su prisión
misteriosamente. El rey no sabía que era un mago, un mago que no
toleraba la mentira y menos de quien, por su cargo, debía mostrar, demostrar y tener una conducta intachable"
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- Lo que sucedió después creo que
te lo puedes imaginar. Has visto el castillo, la ciudad y ahora te
voy a hacer una pregunta: ¿No tendrás tú esa cajita por
casualidad?
Aziel la sacó del bolsillo
y se la entregó.
- Claro que la tengo. Tómela, es
suya. ¿Me equivoco?
- No te equivocas. Y ahora te va a
tocar a ti deshacer todo lo que una mentira produjo. Pero te voy a
evitar pasar nuevamente por todos esos viajes tan penosos que has
tenido que superar hasta llegar aquí. Toma este anillo y, cuando
desees estar en algún sitio, allí estarás.
- Una pregunta ¿Quien era el
anciano del castillo?
Una chispa burlona destelló en los
ojos del mago y Aziel añadió:
- No hace falta que me lo diga, ya
lo sé.
Se despidieron y Aziel deseó hallarse
en la ciudad del valle, a la puerta del anciano. Éste se sorprendió
mucho al ver materializarse frente a él aquella aparición.
- Has hablado con el mago ¿verdad?.
Y ahora que te veo... me recuerdas a alguien, alguien que hace muchos
años marchó de aquí, como tú, en busca de respuestas. Ahora lo
veo, eres el vivo retrato de nuestro rey.
- Es posible, pero yo
siempre he sido el hijo de un humilde campesino que creo ya encontró
las respuestasque buscaba. Ahora me ausentaré un tiempo,
pero quiero que vayas preparando a todos para emprender el viaje de
regreso. Yo sí volveré.
Y, dicho esto, desapareció.
Apareció en aquel obelisco en el que
había enterrado la llave. Escarbó y la sacó de entre la arena, la
limpió de polvo y se la guardó en un bolsillo, un bolsillo en el que
ya no se encontraba la cajita, una cajita que ya no daría respuesta
a sus preguntas. Las respuestas se las tendría que dar él mismo sin
ayudas mágicas.
Apareció ahora en el páramo
polvoriento, frente al rimero de rocas y pudo ver como, al mismo
tiempo que se reconstruía la ciudad, el páramo reverdecía.
Finalmente, cuando acabó el estruendo y la nube de polvo precipitó, se acercó a la puerta,
enhebró la llave en la cerradura y ésta se abrió lenta y solemnemente. La ciudad seguía vacía,
y seguiría así hasta el regreso de sus habitantes, pero el manzano
continuaba teniendo aún bastantes manzanas, aunque muchas habían
caído.
Tomó una manzana, bien madura, y
apareció frente al castillo ruinoso. Aquel viejo castillo seguía ruinoso,
sucio, con zarzas y telarañas, y seguro que seguiría así hasta que
volviera a estar habitado, hasta que lo limpiaran y reconstruyeran
las almenas derruidas. Pero esta vez sí que había una puerta, una
gran puerta abierta de par en par. Penetró en aquel gran salón
abandonado. Los muebles y todo seguía tal y como lo había visto
aquella vez. Lo único que no estaba igual era aquel oscuro pasillo de la
puerta ovalada. Ni puerta ni pasillo y, a buen seguro ni salita
comedor, ni dormitorio, ni baño, ni escalera... Cosas de la magia.
Podría haber vuelto inmediatamente a la ciudad del
valle a reunir a su gente y llevarles de vuelta a su ciudad y sus
campos, pero decidió acercarse a ver lo que fuera su casa, a
sus hermanos y visitar la tumba de su padre; un padre que, aún desencaminado en su juventud, acabó
aprendiendo que "La verdad
abre
las puertas".
Sus
hermanos, tras tanto tiempo sin verlo, temiendo que le hubiera sucedido alguna desgracia, se alegraron mucho de verlo y él les
contó sus aventuras, pero hubode dejarlos en breve para regresar con el anciano y su pueblo, y desandar el camino que les había llevado a las lejanas montañas.
Por la parte interior del muro se veía
circular el camino de ronda uniendo las torretas que había visto
junto a la puerta y las otras más alejadas. A la derecha de la plaza
destacaba un suntuoso edificio que daba la impresión de ser la
morada de alguien importante en aquella ciudad, de modo que dirigió
sus pasos hacia él esperando encontrar alma viviente o, cuando
menos, algo que llevarse a la boca.
Franqueó la regia puerta, que estaba
abierta de par en par, y se encontró en un salón que le recordó al
de aquel castillo polvoriento, pero aquí todo estaba limpísimo y no
había ni rastro de telarañas ni olor a moho, pero tampoco había
muebles, tapices ni alfombras. Tampoco había nadie, un salón
inmenso y desierto, como desierta parecía aquella ciudad.
Exploró alguno de los pasillos, abrió
alguna de las puertas, todo estaba en perfecto estado: los
dormitorios, convenientemente equipados, amueblados y las camas
preparadas, sólo que en los armarios no había ni una sola prenda de
ropa y los cajones de las mesillas y cómodas estaban vacíos. Los
baños estaban impolutos, y era evidente que nadie había usado los
sanitarios ni las bañeras. Sí que había toallas, convenientemente
colgadas en los toalleros así como jabón y agua en los grifos.
Pero lo que a él le urgía era
encontrar las cocinas, las despensas o las bodegas, o lo que fuere en
donde hubiera algo comestible, y buscó afanosamente por todas las
estancias de aquella enorme mansión. Encontró la cocina, la
despensa, la bodega... pero en ellas, ni rastro de comida o bebida
alguna, hasta las tinajas y toneles de la bodega sonaban a hueco y
por los grifos no salía ni gota.
Desesperaba de encontrar algo de comer
y ya se veía muerto por inanición, pero no se daba por vencido. Regresó al
salón de entrada y reparó en un estrecho pasillo, igual que el que
había seguido con aquel anciano y, al fondo, halló una puerta
ovalada como aquella de la estancia secreta del castillo. Pensó que
al otro lado encontraría nuevamente aquella mesa provista de
manjares y se le hizo la boca agua mientras empujaba la puerta. Pero
no halló ni mesa, ni silla, ni muebles, ni estancia tampoco. Había
desembocado en un jardín interior, una especie de patio lleno de
rosales en flor y estuvo a punto de darse un banquete de pétalos a
falta de otra cosa, hasta que descubrió, en el centro del jardín,
un árbol cargado de rojos frutos. Se acercó. Era un manzano, y no
tardó nada en vérsele sentado al pie del árbol, con la espalda
apoyada en el tronco y una buena cantidad de corazones de manzana a
su alrededor.
La noche le sorprendió en su afanoso
deglutir, el jardín comenzó a oscurecerse y pensó.
- Aquí no hay nadie más que yo.
Soy el Señor de la ciudad de piedra y puedo hacer lo que se me
antoje. Pero ahora sólo se me antoja darme un buen baño y dormir en
uno de esos mullidos lechos que he visto
De modo que regresó por aquel
pasillo, ahora en una penumbra creciente. Allí no había antorchas
encendidas ni otra cosa que aminorara aquella oscuridad cada vez más negra.
Penetró en el primer dormitorio y descubrió un gran candelabro
sobre una cómoda, provisto de media docena de velas, junto a él
reposaba un estuche brillante de metal, y en él halló un poco de
yesca y unos trozos de pedernal. El propio estuche tenía un
saliente, como un eslabón de cadena, y comprendió para qué servía.
Tras varios intentos, consiguió
prender la yesca, las chispas que el eslabón de acero arrancaba a la
piedra lograron finalmente una pequeña nube de humo en ella,
procuró avivar el fuego con un suave soplo y luego encender una de
las velas del candelabro, aunque se acabó quemando un dedo. Con
aquella vela pudo prender el resto y se hizo la luz en aquella alcoba
oscura y solitaria. A su luz exploró los armarios y la puerta que
daba al baño, penetró en él y encontró otro candelabro que
también encendió. Llenó la bañera y se dejó flotar por un tiempo
que ni él fue capaz de calcular. Sólo las yemas de sus dedos,
arrugadas, le hicieron comprender que llevaba mucho tiempo en
remojo. Se secó, apagó aquel segundo candelabro y regresó al
dormitorio. Comprobó el colchón con la mano mediante unos suaves
empujones y era mullido. Apagó todas las velas, menos una, y se echó
a dormir.
¿Era acaso un sueño? Se veía
transportado al exterior de los muros, sobre un caballo y
dirigiendo filas y filas de jinetes y carretas cargadas de mujeres y
niños, abandonando la ciudad y dirigiéndose más al norte. A sus
espaldas, tras los más rezagados de la caravana, pudo ver como
aquella ciudad se desmoronaba y se convertía en un confuso montón
de piedras, como aquél que viera al llegar. También vio agostarse
vertiginosamente toda la vegetación así como los árboles frutales
que se extendían a lo lejos quedando despojados de hojas y resecos.
La escena se oscureció y un extraño temor se adueñó de él, pero
la pesadilla acabó dando paso a un sueño tranquilo y reparador.
Al despertar se encontró en aquella
habitación y volvió a sentir hambre, de modo que, a falta de otra
cosa, regresó al jardín y se desayunó con unas cuantas manzanas.
La exploración de los alrededores no
dio resultado alguno. Casas y más casas todas desiertas, unas
amuebladas y otras totalmente vacías. Ni rastro de vida ni de
comestibles. Es cierto que las manzanas podían servirle durante un
tiempo, pero ya iban quedando menos y no podía permanecer allí
indefinidamente. De modo que hizo un buen acopio de ellas en una
bolsa que improvisó con una sábana, se guardó la cajita en un
bolsillo así como el estuche con el pedernal y se puso en marcha,
saliendo de la ciudad. Al atravesar aquella gran puerta se le ocurrió
retirar la gran llave de la cerradura y ésta comenzó a cerrarse
pesadamente. Cuando se hallaba a poca distancia, tal como viera en su
sueño, la ciudad se desmoronó, levantando una nube de polvo que le
hizo toser y le cegaba, de modo que se alejó de allí lo más rápido
que pudo.
Ahora no sabía qué hacer y pensó
que la cajita le podría aconsejar su próximo movimiento. De modo
que pensó:
- ¿Y ahora qué hago?
Abrió la caja y encontró la
respuesta:
SIGUE AL NORTE
Y así lo hizo.
El camino era duro, seguía aquel
extenso páramo y la llave ya le comenzaba a pesar demasiado. Decidió
esconderla en algún lugar para no tener que cargar con ella y buscó
un sitio apropiado para hacerlo, un sitio que pudiera servirle de
referencia para volver a encontrarla. Tras unas horas de camino
descubrió una piedra alta, como una especie de monolito y se
encaminó hacia ella. El calor apretaba y aprovechó para refugiarse
a su sombra, la única que había hallado en su camino. Reposó
durante las horas más fuertes del día y escarbó para enterrar la
llave al pie de la piedra.
Siguió caminando y caminando,
aprovechando la más mínima sombra para refugiarse a lo largo del
día y marchando al ocaso, la noche y el amanecer. El calor
agobiante, el hambre y la sed le acosaban y fue calmando lo que pudo
con las jugosas manzanas, aunque debía administrarlas porque ya no
le quedaban muchas y por allí no se encontraba nada comestible, sólo
arena, piedras y matojos secos. Las montañas se hallaban aún
bastante lejos, aunque poco a poco ya podía distinguir algo de la
capa vegetal que las cubría.
Pasaba calor de día y frío por la
noche.
- ¡Si pudiera guardar algo de frío
de la noche para gastarlo de día, o al revés! - pensó – Pero
habrá que resistir, las montañas ya están más cerca.
Y, ciertamente, el terreno iba
cambiando, así como la vegetación. Los arbustos se veían más
verdes, con hojas y con algunas bayas que él no conocía y no se
atrevió a probar.
Dispersas crecían algunas encinas y,
a partir de allí, ya pudo reposar a su sombra durante las horas de
más calor y comer algunas bellotas, aunque aquellas no eran muy
buenas, eran ásperas y le dejaban la boca rasposa, de modo que
comía lo más que podía y se reservaba las manzanas para comerse
una después y librarse de aquella desagradable sensación, amén de
que le aportaban el agua de la que carecía.
Acabó hallando un madroño cargado de
frutos, aunque muy pocos estaban plenamente maduros. Sabía que los
inmaduros no eran comestibles y que los maduros sí, aunque no se
podían comer en gran cantidad ya que eran indigestos, de modo que su
escasez no era un problema ya que no debía comer muchos. Se le
habían acabado ya las manzanas y estos frutos le sirvieron para
calmar algo la sed y para quitarse de la boca lo áspero de las
bellotas, pero ya no podía aguantar más sin agua.
Muy cerca se alzaba ya una cadena de
cimas pobladas de arbolado. Dos de ellas estaban separadas por una
depresión; y pensó que, por aquel desfiladero, si en las montañas
había algún manantial, debía discurrir algún cauce de agua.
También, aunque fugazmente, había visto moverse a algún
animal, cosa que indicaba la presencia de agua. De modo que se
orientó hacia allí y no tardó en darse de manos a boca con un
arroyo agitado que descendía de la montaña para ir a filtrarse y
desaparecer en el suelo arenoso del páramo. Y, de manos a boca, vino
a dar en el agua hasta saciar su sed. Bebió tanto y con tanta ansia,
que le sentó mal y tuvo que reposar en una sombra hasta que el agua
que se agitaba sonoramente en sus entrañas remitió en sus vaivenes.
Confiaba en que en aquel riachuelo
hubiera alguna clase de peces o algo comestible, pero no pudo ver
nada en el agua, nada de nada que nadara. Se tuvo que conformar con
una ración de bellotas para cenar, seguidas de unos madroños y un
trago de agua, que resultó aún peor, porque con el agua se despertó
lo áspero de las bellotas que los madroños habían amortiguado. Y,
con aquella frugal colación, se tendió a dormir junto al arroyo,
con el arrullo del agua como canción de cuna, quedándose
profundamente dormido.
No llevaba mucho tiempo dormido cuando
le despertó un sonido muy diferente al del agua. Era el croar de
ranas que sonaba aguas arriba. No pudo resistirse a aquel, para él,
canto de sirenas que le atraían. Afortunadamente era una noche de
luna llena y la claridad era tal que producía nítidas sombras.
Siguió el curso del arroyo hacia su origen y cada vez era más
fuerte el sonido del batracio croar, hasta que llegó a un pequeño
altiplano, con una charca de regulares dimensiones en la que una
legión de ranas desgranaba su sinfonía nocturna. Su presencia fue
advertida y se fue amortiguando el sonido y fue reemplazado por el
chapoteo de las ranas al zambullirse en el agua huyendo de aquel
intruso, lo que no le impidió atrapar a dos de ellas, porque eran
muchas.
Había tenido la precaución de
llevarse la caja del eslabón con la yesca y el pedernal, de modo que
consiguió encender una fogata con las abundantes ramas secas que
halló por allí y asó las ranas que le supieron a gloria tras días
de manzanas y bellotas.
Y esta vez sí que durmió a pierna
suelta y ya no le despertaron las ranas que reanudaron su canto
tan pronto quedó todo quieto y en silencio.
Amaneció ya más repuesto y, tras
cazar unas cuantas ranas más y guardarlas en la bolsa de sábana, ya
vacía de manzanas, prosiguió escalando las laderas de aquellas
montañas siempre hacia el norte pero intentando no alejarse
demasiado del arroyo para disponer de agua.
Finalmente llegó al origen del
arroyo. Se trataba de un manantial que brotaba entre dos rocas a
media altura y que formaba una pequeña cascada rumorosa despeñándose
desde la altura de unos cinco metros. Aprovechó para colocarse al
pie de aquella ducha natural y darse un buen remojón.
Comenzó el descenso por aquella
escalera y cada vez la oscuridad era mayor hasta que, a tientas, notó
que estaba en el último peldaño y no había otra cosa a su alcance que una
manilla redonda, la giró y una puerta comenzó a abrirse. Entraba la
luz del día, atravesó la puerta y se halló al exterior del
castillo, frente a aquel páramo, y la puerta se cerró a sus
espaldas. Llamó y llamó infructuosamente, pero no hubo respuesta.
Aquella puerta no era la misma por la que había entrado, de modo que
dio la vuelta al castillo buscándola y buscando aquel refugio seguro
y aquella mesa bien provista, pero no la halló. Y la puerta por la
cual había salido, también había desaparecido.
Estuvo tentado de escalar el muro,
pero era muy alto y acabó desistiendo, del mismo modo en que había
desistido de seguir buscando una entrada. Todo aquello era muy extraño.
Desesperado por no disponer de su
petate con sus escasas pertenencias, no sabía qué hacer. Suerte que
estaba bien comido y bien bebido y podría resistir al menos unos
días, y suerte de aquellas ropas; porque, de no ser por ellas, ahora
estaría con aquel camisón y descalzo por aquel páramo.
- ¿Qué hago ahora? - se dijo.
En un momento de apuro similar, sólo
la caja había sido su tabla de salvación con aquel mensaje, aunque
no estaba muy seguro de hallarse ahora en mejores condiciones que
entonces. Se felicitó por haber tenido la precaución de guardársela
antes de descender por aquella escalera, se echó mano al bolsillo,
la sacó y la abrió. Donde antes no había nada, ahora había un
papelito enrollado, con una sola palabra:
NORTE
¿Se refería acaso a la torre norte
del castillo? Lo rodeó hasta el pie de aquella torre, pero allí no
había puerta ni abertura alguna, y el muro aún era más difícil de
escalar y más alto que los demás muros exteriores. De modo que no
le quedaba otra opción que poner rumbo hacia el norte, en cuya
dirección se recortaban unas montañas en el horizonte.
El terreno era seco, pedregoso, con
escasos matorrales agostados y desperdigados, el sol calentaba
inmisericorde y no había refugio alguno, ni una mísera sombra que
le protegiera de los rayos que encandilaban ni del calor abrasador.
Los guijarros estaban tan calientes que se habría podido cocinar en
ellos y lo raro era que los matorrales no salieran ardiendo.
A lo lejos se veían unas ondas
fluctuantes y la apariencia de unas edificaciones o unas siluetas de
formas regulares; pero pensó que debía tratarse de un espejismo, de
un efecto óptico fruto del recalentamiento del aire. Penosamente
seguía su ruta hacia el norte, ya que no tenía otra opción. Por él
hubiera caminado de noche y descansado de día, pero no había lugar
alguno en donde guarecerse en las horas de mayor insolación.
Y las horas se hacían largas, y el
hambre y la sed comenzaron a producirle punzadas y resecarle la boca,
pero acabó llegando la noche y pudo más el cansancio que la
necesidad de seguir caminando hasta las distantes montañas; y se
dejó caer, acomodándose lo mejor que pudo, tras apartar unas
cuantas piedras.
La Vía Láctea se destacaba en el
firmamento tachonado de estrellas. Aquella franja lechosa aportaba la
luz suficiente para ver a su alrededor pese a que era una noche sin
luna, pero acabó quedándose profundamente dormido y soñó. Soñó con aquel castillo, el anciano,
la casa de su padre, los juegos infantiles con sus hermanos, el
páramo seco, los baños en el arroyo de su infancia. Todo revuelto y
entre una bruma gris.
Se despertó sobresaltado cuando aún
no había amanecido y no tenía ninguna referencia temporal. No sabía
si había dormido sólo una hora o más, por cuanto no podía
adivinar que hora podría ser, pero no era capaz de dormir y,
guiado por la Estrella Polar y la claridad del límpido cielo
estrellado, reemprendió su camino hacia el norte.
Finalmente comenzó a clarear por el
este y, al alba, pudo distinguir más cercanas aquellas montañas y
las formaciones que le habían parecido un espejismo. A
aquellas horas, y con el fresco matinal, era imposible que se tratara
de un espejismo.
Las montañas estaban aún muy lejos,
pero aquellas siluetas que parecían edificios no distaban demasiado
y eso le infundió ánimos y apretó el paso. Calculaba que a medio
día ya habría llegado y posiblemente encontraría allí algo de
agua y algo comestible.
Las últimas horas se le hicieron muy
duras, pero la cercanía le espoleaba y no desfalleció.
No era ninguna construcción, no se
apreciaba por parte alguna la mano del hombre. Eran unas estructuras
rocosas de formas caprichosas. Grandes bloques de granito de formas
regulares, cúbicas, gigantescos paralelepípedos se amontonaban en
un rimero informe y caótico. Probó de trepar por unos bloques que
aparentaban una escalinata gigantesca en un intento de descubrir qué
había más allá, pero hubo de desistir al encontrarse con una pared
lisa e insalvable. Descendió nuevamente y comenzó a caminar
intentando rodear aquella montaña de rocas, pero antes echó mano a
la cajita por si aparecía una nueva pista, pero estaba vacía, ni
siquiera estaba aquel papelito que le había indicado NORTE.
De modo que siguió bordeando aquella
formación en busca de algo de vida entre aquella desnuda roca. El sol apretaba con fuerza y las piedras irradiaban
calor también. Estaban tan calientes que Aziel procuró mantener la
distancia tras una desagradable sorpresa al apoyarse en una y recibir
una quemazón en la mano.
El sol ya iba cayendo y el hambre y la
sed le asediaban, no se veía el fin de aquel periplo que había
emprendido y no había rastros de vida ni de agua. Ya desesperaba y
se veía perdido en aquella árida inmensidad. Las rocas le ocultaban
las montañas y pensó que tendría que esperar a la noche para poder
orientarse por las estrellas y reanudar el camino hacia el norte,
si es que lograba sobrevivir. Una suave brisa se levantó, pero era
cálida como el aliento de un horno.
- ¡Ya sólo me faltaba ésto! Aquí
acabarán mis días sino encuentro una salida.
Y pensó, nuevamente, en la cajita, y
esperó un nuevo prodigio con un nuevo mensaje, pero la cajita seguía
vacía... Recordó las otras dos veces en que se
había encontrado en un apuro y la caja le había dado una respuesta.
En ambas ocasiones se había preguntado qué hacer, de modo que la
cerró y se dijo, (aunque, en realidad, le preguntaba a la caja)
- ¿Cómo salgo de ésta?
Abrió la caja, y ya no se sorprendió
al encontrar en el fondo un papelito arrollado. Lo extendió y pudo
leer:
LEVANTA LA PIEDRA
-¿Pero cuál? Aquí hay miles y de
tamaños que yo sería incapaz de levantar.
Miró por todas partes y lo que veía
le desanimó. Eran unos bloques demasiado grandes para poderlos
levantar y, si había alguno más pequeño se hallaba aprisionado
entre otros mayores imposibles de mover. Comenzó a caminar,
continuando su ruta que bordeaba la montaña de piedra, vigilando que
no se le escapara alguna lo suficientemente pequeña como para moverla.
Anduvo veinte pasos y vino a dar de bruces en el suelo arenoso. Tras
escupir el polvo que le llenaba la boca y pasarse las manos por la
cara, se le escapó un exabrupto.
- ¿Pero qué diablos es ésto?
Había tropezado con algo
semienterrado en la arena y le había hecho caer cuan largo era.
Escarbó afanosamente en el suelo descubriendo una piedra cúbica
perfecta, de un palmo de lado, y la tomó en sus manos levantándola
con esfuerzo porque pesaba bastante.
En ese preciso momento, un sordo rumor se
extendió por aquel extraño hacinamiento rocoso y todo comenzó a
agitarse. Aziel dio un salto hacia atrás, sorprendido, dejó caer la
piedra a sus pies, afortunadamente no sobre sus pies, y se retiró
prudentemente de aquel caos, un ruidoso caos, meticulosamente
organizado.
Los bloques más grandes comenzaron a moverse alineándose sobre el suelo formando un muro, sobre el que se apilaban
nuevas hileras de bloques menores; y así, aquel rimero informe
comenzó a tomar forma de modo ordenado y, al parecer, inteligente,
con una intencionalidad que a Aziel se le escapaba.
Poco a poco el rumor comenzó a
disminuir, o bien se oía más remoto, y el polvo que durante años
se había ido acumulando sobre las piedras y se había alzado como
una misteriosa niebla que velaba algo aquel extraño proceso de
metamorfosis, se fue precipitando y sedimentando, dejando una fina
capa impalpable a todo alrededor.
Tras sacudirse la espesa capa
de polvo, Aziel pudo apreciar la fantástica obra que se había
materializado ante sus atónitos ojos. Un gran muro, de aspecto
ciclópeo, se alzaba ante él y se extendía a derecha e izquierda.
No podía contemplar la obra en su totalidad puesto que el propio
muro le ocultaba lo que había más allá, y sólo pudo distinguir
una inmensa puerta rematada por una barbacana y, a ambos lados,
sendas torretas almenadas con troneras y mirillas. También, a
derecha e izquierda, en la distancia, pudo apreciar otras torretas
similares.
Se acercó a la puerta y se atrevió a
llamar, golpeándola, pensando que alguien acudiría igual que el
anciano del castillo, pero la puerta permaneció inamovible y ni tan
siquiera resonaron sus golpes. Era una puerta de gruesos maderos, a
la que sus puños debieron hacerle el mismo efecto que si la
hubieran golpeado con un plumero. Intentó, inútilmente, empujarla pero no
cedió ni un milímetro. Lo mismo le hubiera dado empujar el muro de
piedra. Revisó la misma en todo su contorno, por si había algún
resquicio, sin ningún resultado; aunque descubrió el ojo de una
cerradura de buen tamaño, pero no pudo asomarse a mirar porque
estaba un palmo más alta que su vista y, ni poniéndose de
puntillas, llegaba.
Ya estaba a punto de rodear el muro,
por si encontraba otro acceso, cuando recordó aquella piedra que
había levantado. Si la acercaba y se subía a ella, llegaría. Y
regresó al lugar en donde había estado contemplando aquel
espectáculo. No había pérdida; sobre aquel fino polvo aún se
podían apreciar sus huellas marcadas, como se marcan las pisadas sobre la nieve virgen,
y llegó a donde había soltado la piedra, pero no estaba. La capa de
polvo debía haberla cubierto y ocultado a la vista, de modo que se
puso a escarbar hasta encontrar algo sólido, pero aquello que halló no era una
piedra, por allí no había piedra alguna de aquellas dimensiones o
el polvo no la hubiera cubierto, aquello era una pesada pieza de
hierro en forma de llave. Con ella en la mano regresó a la puerta y
al ojo de la cerradura. No podía mirar, pero sí tratar de
introducir aquella llave. Le costó mucho; pero, finalmente lo
consiguió, y no hizo falta girarla, sólo con ponerla en la
cerradura la puerta comenzó a moverse con un rechinar de engranajes
que le dio dentera, hasta que se abrió por completo.
Frente a él se veía un amplio patio
rodeado de casas de piedra y, en el centro, un surtidor que vertía
hilos de agua por caprichosas figuras labradas en mármol. Corrió al
pilón y metió la cabeza, bebió algo y acabó metiéndose todo él
en el agua abriendo la boca bajo uno de aquellos chorros hasta que
sació su sed, sin reparar en que alguien podía verle, si es que
había alguien allí.
Limpio de polvo y de sed, salió del
agua chorreando, y aquel frescor le reanimó, pero quedaba el hambre,
aunque el agua había calmado un tanto su vacío estómago.
Aquello parecía una ciudad
amurallada. Se veían alineaciones de casas a lo lejos, como formando
una cuadrícula, pero no se veía alma viviente. Parecía como recién
construida y, efectivamente, así era, él lo había visto hacía
escaso tiempo.
No tenía más posesión que una caja,
un pequeño estuche de madera roja tallado con figuras indescifrables y
algunos agujeros de carcoma. Era su menguada herencia. ¡Si al menos
le hubiera quedado un gato y unas botas viejas...! pero sólo le
había quedado aquella misteriosa caja y, además, vacía. Estuvo a
punto de aventarla lejos, tal era su enfado y su frustración.
A sus hermanos mayores les había
correspondido de herencia: La granja, el olivar con su almazara, los
hortales de regadío que tan buenas cosechas habían dado siempre;
pero a él, que además era tenido por el favorito de su padre, sólo
le había dejado aquella vieja y extraña cajita. Se lo pensó mejor
y, considerando que era lo único que le quedaba de su padre, en lugar
de deshacerse de ella, la depositó al fondo de su petate con sus
menguadas pertenencias: Algo de ropa, una alpargatas viejas, una bota
se vino, una fiambrera con algo de pan, una cantimplora de agua y un trozo de queso.
Emprendió el camino sin rumbo fijo.
La cuestión era alejarse de aquellas tierras que habían sido su
hogar y en las que ya no le quedaba nada que pudiera llamar suyo, ni
tan siquiera los buenos recuerdos ni el cariño de sus hermanos, pensaba.
Siempre se había llevado bien con
ellos; pero, tras la muerte de su padre y el reparto de la herencia,
sus relaciones se habían enfriado totalmente. Ellos pensaban que,
siendo el más pequeño de todos, siendo el ojito derecho de su padre
y su hijo predilecto, haberle dejado sin nada, salvo aquella caja sin
valor, debía obedecer a alguna razón, que su hermano debía haberle
contrariado mucho o haber hecho algo tan reprobable como para que su
padre, siempre generoso, le hubiera tratado de aquella manera, de
modo que se distanciaron de él y procuraron evitarlo.
Es por eso que emprendió el camino,
un camino a Nosesabedonde, que es ese lugar tan frecuentado por los
sin rumbo y sin expectativas concretas.
En su mente se agolpaban los
recuerdos, pero acabó silenciándolos porque, a fuer de buenos,
alegres y gratos, resultaban dolorosos en su situación actual.
Y caminó. Caminó sin norte ni rumbo,
sin un horizonte al que perseguir inútilmente, como sucede con todos
los horizontes pues es inútil perseguirlos ya que son inalcanzables. Tampoco sus cortas metas
calmaban su dolor y, aún menos, su sed y su hambre. Había agotado
sus escasas provisiones y no hallaba nada que llevarse a la boca. Ni
un huerto, ni un frutal, ni tan siquiera unas bayas silvestres había
en aquella estepa estéril, ondulada por secas colinas salpicadas por secos
matojos.
Ya desfallecía cuando, a lo lejos,
empingorotado sobre un cerro de abruptas laderas rocosas, descubrió
una edificación. Parecía un castillo ruinoso y, cuanto más se
acercaba, más ruinoso se veía. Sus almenas desmochadas, la
barbacana derruida, por las troneras asomaban reptantes y gruesas
ramas de zarzas, aunque desprovistas de fruto.
Aquella ruina silente y solitaria no
le iba a proporcionar refugio ni alimento. Un dolor intenso le
retorcía las tripas, el hambre.
Rebuscó por el petate intentando
encontrar alguna migaja de pan con que engañar a su alborotado
estómago, pero no encontró nada salvo aquella extraña caja en lo
más profundo. Se la quedó mirando, como intentando desentrañar
aquellos misteriosos e inextricables grabados, pero sin ningún
resultado, salvo hacerle olvidar por un momento la revolución que le
removía el vientre.
Jugueteando con la caja entre las
manos, se dijo:
- ¿Cómo podría entrar?
Inconscientemente, casi mecánicamente, abrió la caja,
aquella que tantas veces había estudiado e inspeccionado sin
resultado alguno pero, esta vez, su sorpresa resultó mayúscula y se
olvidó del todo del hambre y la sed. En el fondo de la caja reposaba
un papelito arrollado.
Aquella caja siempre había estado
vacía, las veces que la había abierto no había hallado en su
interior más que unas pelusas, y ahora había algo allí que antes
no estaba.
Con más miedo que vergüenza, tomó
con el índice y el pulgar, como si quemara, el papel aquél y,
viendo que nada pasaba, lo desenrolló.
LLAMA A LA PUERTA
Fue lo único que aparecía escrito en
él.
¿Qué querría decir? ¿Cómo había
aparecido allí? ¿Quién lo había escrito?
Volvió a arrollarlo y lo depositó en
la caja, cerrando la tapa.
El hambre volvió a despertar con
mayor virulencia que nunca y pensó, aunque no muy convencido:
- Si este castillo estuvo habitado
tiempo atrás, puede que quede algo en las bodegas o las despensas.
Rodeó el muro, buscando algún
portillo o lugar practicable que le permitiera acceder al interior, y
acabó descubriendo una vieja puerta de madera carcomida, cubierta de
polvo y telarañas, pero aún fuerte como pudo comprobar al intentar, en vano, abrirla.
Entonces recordó aquello de:
LLAMA A LA PUERTA
Y así lo hizo.
Tras un tiempo, que le pareció una
eternidad, el silencio se vio roto por un leve, lento y rítmico
deslizar de algo por el suelo, un sonido de pasos pausados. Un chirrido agudo de hierro contra
hierro sonó entonces, y Aziel no las tenía todas consigo. No sabía
si quedarse a esperar qué pasaba o salir corriendo despavorido. Pero
decidió quedarse.
Una estrecha rendija se abría entre
la puerta y el marco, mientras los viejos goznes protestaban
estentóreamente. Una cara plagada de arrugas y una luenga y
amarillenta barba asomaron por aquella rendija.
- ¿Qué buscas? - preguntó
una voz cascada y chillona.
- Ayuda - respondió –
comida y agua.
-¿Y quién te ha dicho que llames?
- Esta caja – dijo Aziel,
enseñándola a aquel extraño.
La puerta se abrió de par en par y
pudo ver a un anciano encorvado que le apremiaba a entrar.
- ¡Pasad! ¡Pasad! Señor, estáis
en vuestra casa.
El interior no parecía tan ruinoso
como el exterior, pero estaba todo cubierto de polvo y telarañas.
Allí no se había limpiado en años. Eso visto a la escasa luz que
se filtraba por las sucias vidrieras y unos estrechos tragaluces,
más mugrientos aún.
El anciano cerró la puerta tras ellos
y la oscuridad se hizo casi absoluta al dejar de entrar el sol que se
había colado por ella. Le costó tiempo acomodar la vista y darse
cuenta de que se encontraba en un suntuoso salón con tapices,
alfombras y regiamente amueblado. Al fondo se distinguía, entre
cortinas de telas de araña, un alto estrado en el que se alzaba un trono ricamente tallado y policromado, flanqueado por dos sitiales más bajos.
- Señor, venid y podréis
saciar vuestra hambre y vuestra sed. Seguidme – le urgió el anciano
emprendiendo el camino de un largo y oscuro pasillo.
Aziel le siguió a tientas, apartando
las telarañas que colgaban desde el techo, las paredes y los
soportes de las antorchas que, en tiempos, debieron resplandecer y
disipar aquella negrura.
Una pequeña puerta ovalada cerraba el
paso al final de aquel pasillo, y el anciano la abrió con una gran
llave de hierro que debía pesar al menos un quilo. Un haz de luz
brotó de aquella abertura y penetraron en una amplia y limpia
estancia, profusamente iluminada y totalmente diferente a lo que,
hasta entonces, había visto allí. Los mueble eran sencillos, pero se les
adivinaba cómodos, la limpieza era exquisita, el olor a húmedo y
mazmorra del gran salón y el pasadizo, dio paso a un perfume de
incienso y flores... pero el hambre apretaba.
El anciano le hizo sentar a una mesa
bien provista de vajilla y manjares humeantes que estaban diciendo
¡Cómeme! y también una jarra de vino que no tardó mucho en tener que reponer. Entonces Aziel perdió todos los
buenos modales y la compostura que le habían inculcado desde pequeño
y se puso a comer, aunque más bien a devorar, aquella caldereta de
cordero, aquel queso curado, el jamón, la ensalada,... así como los postres más
deliciosos.
Entre la comida, el vino y el
cansancio, se quedó profundamente dormido.
Transcurrido un tiempo que no se puede
precisar, despertó sobre un mullido colchón, en una pequeña alcoba
pero dotada de todo lo necesario. No sabía, en un principio, qué hacía
allí ni cómo había llegado, pero pronto recordó. Era imposible
que el anciano le hubiera llevado allí, tenía que haber más gente o
alguien más fuerte capaz de cargar con él. Tampoco le creía capaz
de mantener todo tan limpio ni de cocinar todo aquello que había
comido. Y tampoco podía comprender cómo es que la comida ya estuviera dispuesta, como si supieran que iba a llegar.
Las preguntas se agolpaban
atropelladamente en su cerebro y, hasta acabó pellizcándose por si
aquello era un sueño o las alucinaciones propias de la desnutrición
y la fatiga de aquel penoso viaje. Pero no. Estaba bien despierto y
notaba su estómago saciado, casi a reventar, y ni la menor sensación
de hambre o de sed, a lo sumo un ligero dolor de cabeza y una molesta
reacción en los ojos ante la luz del día que penetraba por un
amplio ventanal. La verdad es que no recordaba cuantas copas había
bebido de aquel vino, pero seguro que fueron demasiadas.
Su vista recorrió aquel lugar. Sobre
una pequeña mesita lacada, situada junto a la ventana, reposaba
aquella misteriosa caja, su única herencia y posesión. A su lado
unas cuartillas de papel, tintero y pluma. Junto a ella una cómoda
butaca que invitaba a sentarse y abandonarse en un "dolce far niente". Vestía un camisón de seda azul
claro y en parte alguna pudo ver rastro de aquellas ajadas y
polvorientas ropas con las que había llegado allí.
Miró por el ventanal y pudo
contemplar aquel enorme páramo que había atravesado y algún lienzo de las
murallas del castillo. Dedujo, por la altura, que debía encontrarse
en una torre, pero no vio movimiento alguno, parecía que allí no
estaban más que él y aquel misterioso anciano.
Una puerta daba a un cuarto con una
enorme bañera de mármol completamente llena de un agua tibia y
perfumada, que estaba invitando a zambullirse en ella y chapotear
como un pato. El suelo también era de mármol, con una ligera
inclinación hacia un rincón y, en él, un sumidero con una rejilla.
Colgando de una de las varias perchas que había en una pared, se
veía una enorme y suave toalla de algodón.
No se lo pensó mucho, colgó el
camisón en una de las perchas libres y se sumergió en la bañera suspirando de
alivio al notar la ingravidez. El agua rebosaba y corría en
juguetones riachuelos en dirección a aquella rejilla, y él se dejó
flotar, sintiendo que el dolor de cabeza remitía poco a poco. Se
abandonó totalmente a aquella lasitud y perdió la noción del
tiempo; pero, finalmente, salió del agua, se secó a conciencia y,
descalzo como iba, regresó al dormitorio. Sobre la cama, que estaba
perfectamente arreglada como si no hubiera dormido allí, reposaban
varias prendas de ropa: unas calzas, un jubón, unas botas, unas
zapatillas,....
Se preguntaba quién y cómo había
hecho la cama y dejado la ropa sin que él lo advirtiera; pero, sin
pensarlo más, se vistió y se asomó a otra puerta. Daba a un
pasillo y, al fondo, a una escalera que descendía hacia un lugar
profundo y oscuro que no podía percibir.
Antes de decidirse a salir de allí
y seguir explorando para saber en dónde estaba y qué significaba
todo aquello, regresó al dormitorio y se guardó la cajita en un
bolsillo, no sin antes mirar lo que había dentro. Estaba vacía, ni
tan siquiera estaba aquel papelito que había aparecido misteriosamente y que había
vuelto a guardar dentro.