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lunes, 2 de marzo de 2015

El celacanto friolero


 ¡Pescado fresco! ¡que es de hoy! 
Lo acabo de escribir y
espero que os guste

El celacanto friolero


Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al pie


Hace millones y millones de años, en que no había mamíferos, ni siquiera vertebrados terrestres; los peces eran los únicos amos de las aguas pero, aparte del plancton, las algas y otros peces más pequeños, su fuente de alimentos estaba muy limitada. Únicamente en los ríos, en las marismas o en las playas se encontraba una buena cantidad de proteínas en forma de insectos, gusanos y otras variedades de artrópodos.
Entre los peces marinos había un celacanto que era el hazmerreir de todos su congéneres, y es que era muy friolero. En lugar de nadar por aguas profundas o por el fondo como los lenguados, gustaba de nadar en las aguas más superficiales pese al oleaje, por cuanto éstas estaban más calentitas.
Tanta era su apetencia por el calor que, desoyendo a sus congéneres, intentó y consiguió trepar por los corales hasta la superficie del atolón que les daba cobijo. A base de intentarlo, consiguió fortalecer sus gruesas aletas hasta que le fue muy fácil reposar en la superficie y disfrutar del calor del sol.
El mayor problema era la dificultad para respirar, por cuanto sus branquias eran inútiles fuera del agua, pero con esfuerzo lograba aguantar  bastante rato sin sumergirse. Sus boqueadas espasmódicas fuera del agua lograron aportar a la vejiga natatoria la suficiente cantidad de aire para, a través de su membrana, oxigenar su sistema circulatorio sin necesidad de las agallas.
Así se pasaba horas a la luz del sol y experimentando esa nueva sensación de respirar el aire directamente, en lugar de disuelto en agua. Únicamente se tenía que sumergir a menudo cuando se recalentaban y desecaban sus escamas, pero menos frecuentemente si estaba nublado.
Un día, nadando por la superficie, llegó a una playa de blanca arena y reptó como mejor pudo, ayudándose de sus fuertes aletas. Allí encontró una fuente abundante de alimento en las miríadas de bichos que volaban o se arrastraban por la arena a la orilla del agua. Los peces de río y de las marismas no tenían que hacer esfuerzo alguno para alimentarse porque tenían los insectos a su alcance; pero nuestro celacanto, si quería comer lo suficiente, se vio obligado a quedarse tendido en la arena y sumergirse únicamente cuando se resecaba.
Los otros celacantos lo miraban como un bicho raro y no querían saber nada de él.
Con el tiempo acabó haciendo una puesta en el límite del agua, como hoy siguen haciendo las tortugas, donde el agua rompía en la arena y la mantenía húmeda y calentita.
Acabaron eclosionando cientos de alevines que se sumergieron inmediatamente en el agua. Muchos de ellos sirvieron de alimento a otros peces, pero un buen número acabaron saliendo a la orilla y banquetearon de lo lindo con las nubes de insectos que pululaban por allí.
De aquel celacanto friolero no se supo nada más, pero sus crías siguieron frecuentando y repoblando aquella playa, aunque su número creció tanto que la comida comenzó a escasear y tuvieron que internarse en la espesura y en las marismas en las que abundaba la caza.
Acabaron desplazándose ya muy lejos de la playa; pero siguieron regresando a desovar y, a veces, como un raro atavismo, a tomar el sol sobre la arena y zambullirse en las aguas salobres.
Dicen que de aquel celacanto fueron evolucionando todas las especies vertebradas, hasta la especie humana. Hay quien no lo cree, pero...
¿Qué es lo que nos impele a esas vacaciones de sol y playa?, ¿a tostarnos al sol sobre la arena y zambullirnos retozando entre las olas?.

A veces lo pienso y quiero imaginar qué es lo que nos empuja a regresar a los orígenes de la vida, pero no lo consigo.








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