¡Pescado fresco! ¡que es de hoy!
Lo acabo de escribir y
espero que os guste
El celacanto friolero
Puede escucharse mientras
se sigue el texto en el
vídeo que figura al pie
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Hace
millones y millones de años, en que no había mamíferos, ni siquiera vertebrados
terrestres; los peces eran los únicos amos de las aguas pero, aparte del
plancton, las algas y otros peces más pequeños, su fuente de alimentos estaba
muy limitada. Únicamente en los ríos, en las marismas o en las playas se
encontraba una buena cantidad de proteínas en forma de insectos, gusanos y
otras variedades de artrópodos.
Entre
los peces marinos había un celacanto que era el hazmerreir de todos su
congéneres, y es que era muy friolero. En lugar de nadar por aguas profundas o
por el fondo como los lenguados, gustaba de nadar en las aguas más
superficiales pese al oleaje, por cuanto éstas estaban más calentitas.
Tanta
era su apetencia por el calor que, desoyendo a sus congéneres, intentó y
consiguió trepar por los corales hasta la superficie del atolón que les daba
cobijo. A base de intentarlo, consiguió fortalecer sus gruesas aletas hasta que
le fue muy fácil reposar en la superficie y disfrutar del calor del sol.
El
mayor problema era la dificultad para respirar, por cuanto sus branquias eran
inútiles fuera del agua, pero con esfuerzo lograba aguantar bastante rato sin sumergirse. Sus boqueadas
espasmódicas fuera del agua lograron aportar a la vejiga natatoria la
suficiente cantidad de aire para, a través de su membrana, oxigenar su
sistema circulatorio sin necesidad de las agallas.
Así se
pasaba horas a la luz del sol y experimentando esa nueva sensación de respirar
el aire directamente, en lugar de disuelto en agua. Únicamente se tenía que
sumergir a menudo cuando se recalentaban y desecaban sus escamas, pero menos frecuentemente
si estaba nublado.
Un
día, nadando por la superficie, llegó a una playa de blanca arena y reptó como
mejor pudo, ayudándose de sus fuertes aletas. Allí encontró una fuente
abundante de alimento en las miríadas de bichos que volaban o se arrastraban
por la arena a la orilla del agua. Los peces de río y de las marismas no tenían
que hacer esfuerzo alguno para alimentarse porque tenían los insectos a su
alcance; pero nuestro celacanto, si quería comer lo suficiente, se vio obligado
a quedarse tendido en la arena y sumergirse únicamente cuando se resecaba.
Los
otros celacantos lo miraban como un bicho raro y no querían saber nada de él.
Con el
tiempo acabó haciendo una puesta en el límite del agua, como hoy siguen
haciendo las tortugas, donde el agua rompía en la arena y la mantenía húmeda y
calentita.
Acabaron
eclosionando cientos de alevines que se sumergieron inmediatamente en el agua. Muchos
de ellos sirvieron de alimento a otros peces, pero un buen número acabaron
saliendo a la orilla y banquetearon de lo lindo con las nubes de insectos que
pululaban por allí.
De
aquel celacanto friolero no se supo nada más, pero sus crías siguieron frecuentando
y repoblando aquella playa, aunque su número creció tanto que la comida comenzó
a escasear y tuvieron que internarse en la espesura y en las marismas en las
que abundaba la caza.
Acabaron
desplazándose ya muy lejos de la playa; pero siguieron regresando a desovar y,
a veces, como un raro atavismo, a tomar el sol sobre la arena y zambullirse
en las aguas salobres.
Dicen
que de aquel celacanto fueron evolucionando todas las especies vertebradas,
hasta la especie humana. Hay quien no lo cree, pero...
¿Qué
es lo que nos impele a esas vacaciones de sol y playa?, ¿a tostarnos al sol
sobre la arena y zambullirnos retozando entre las olas?.
A
veces lo pienso y quiero imaginar qué es lo que nos empuja a regresar a los orígenes de
la vida, pero no lo consigo.
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