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domingo, 7 de mayo de 2023

La Felicidad


Hoy me ha dado por releer algo
de lo escrito y publicado aquí,
Se trata de un fragmento de
mis Relatos de Hénder.
Y, tratándose de un cuento,
creo que este es su lugar.

Pertenece a éste CAPÍTULO
De éste LIBRO
Capítulo que recomiendo leer (si no todo el libro) para situar el cuento en su contexto.




LA FELICIDAD

Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al final

En la antigua y esplendorosa ciudad de Sarfán, corte del poderoso Sultán Agrigerio Tercero, hijo de Andris y de Emfelia, de los que ya os relaté ayer sus desgraciados amores, vivía un poderoso y rico comerciante de alfombras, que nadaba en la abundancia, pero no era feliz. Había comprobado que la riqueza, las posesiones, todo aquello exterior a uno no la daba; y no sabía por qué, puesto que vivía en una posición desahogada y sin problemas pero, cuanto más desahogado vivía y menos problemas tenía más infelicidad sentía. Lo que no sabía es que la felicidad reside dentro de uno mismo y que se materializa en la medida que la dejas aflorar en forma de amor, entrega, generosidad, altruismo, hospitalidad, optimismo,… todas aquellas actitudes positivas que tantas veces os he resaltado en mis relatos y que no me cansaré de hacerlo. Pero hoy no vamos a contar cosas de él, sino de un simple perro abandonado y de lo que le aconteció. Se llamaba Sultán, aunque sin ánimo de ofender a la egregia persona. Se llamaba así porque así le puso su amo cuando lo compró para su hijo pequeño, como un regalo, como si un ser vivo fuera un objeto. Y de hecho así le trataban, salvo el niño, que pronto intimó con Sultán y jugaba con él. El padre, aquel rico mercader, pronto sintió que Sultán comenzaba a ser un estorbo. Tenía, porque se lo podía permitir, un sirviente que se ocupaba de sacarlo a pasear y a hacer sus necesidades, aunque no ejercicio, también quien se encargaba de su agua y su alimento, de modo que no se comprende cómo podía considerarlo un estorbo si él no se ocupaba en absoluto de nada. Pero, aparte de corretear por todas partes, para ejercitarse, jugar con el niño, romper entre los dos alguna cosa durante los juegos, escarbar en su alfombra favorita, restarle protagonismo en el cariño de su hijo, cruzarse entre los pies cuando llegaba a casa y saltar alegre y atropelladamente a su alrededor, todas actividades molestas para él, no le veía ningún beneficio inmediato por su presencia y decidió abandonarlo bien lejos.Encargó a uno de sus sirvientes que se lo llevara lo más lejos que pudiera y lo perdiera. No sabía que los perros tienen un gran sentido de la orientación y acabó regresando en poco tiempo, aunque hambriento, sediento, sucio y agotado, pero era recibido con grandes muestras de cariño por el niño. Y eso al padre aún le molestaba más y, tras castigar severamente al criado por no haberlo dejado lo bastante lejos, le enviaba de nuevo al destierro. Y regresaba nuevamente repitiéndose la escena una y otra vez.
Los perros no son tontos, saben donde hay cariño y donde no, y si regresaba era por el pequeño, pero no por su padre, ni por el pienso, ni por nada ni nadie más en aquella casa.
Pero cierta vez, cuando ya regresaba del último abandono, una vez en que más parecía la sombra de un perro, cuando ya era sólo piel y huesos, al borde del camino, en pleno desierto en el que le habían dejado, le recogió un arriero que se dirigía a Alandia en una destartalada carreta tirada por un viejo búfalo, casi tan comatoso como Sultán.
Le tomó en brazos y le subió a la carreta, le puso una escudilla con agua que vació ávidamente, así como un cuenco con algo de pan duro y parte de su menguada comida, que Sultán apreció más que los manjares que le servían en casa de su amo.
Así pasaron los días de travesía por el desierto y se fue recuperando de tal modo que, cuando llegaron a Alandia, a la explanada de las caravanas, ya parecía un perro normal, sin rastro de las penurias que había pasado.
Sultán hubiera regresado a Sarfán, los perros tienen esa poderosa fidelidad, pero ahora aún era más difícil. El desierto suponía una barrera infranqueable, tenía una deuda de gratitud con el arriero que le había salvado la vida y además, sabía perfectamente que en aquella casa, salvo el niño, no se le quería ni sería bien recibido. De modo que decidió servir a su nuevo amo, Rashid, puesto que como amo él ya le había adoptado.
De todos es sabido que en Alandia no hay delincuentes, salvo en una ocasión que ya os conté no hace mucho, por lo que no era necesario vigilar las carretas ni las mercancías. No serviría de nada hacer de perro guardián, pero sí serviría de algo ejercitar los pequeños trucos que le había enseñado su pequeño amo cuando aún vivía en Sarfán. De modo que, aprovechando la aglomeración de gentes en el mercadillo que tenía lugar en la explanada, tomó un cuenco de la carreta, lo depositó en el suelo y comenzó a hacer volteretas, andar en dos patas, tanto las traseras como las delanteras, a hacerse el muerto, a dar la mano, sostener algo en equilibrio sobre el morro,… y la gente, admirada por las habilidades de aquel chucho, echaba unas monedas en el cuenco. Además corrió la voz y en los días sucesivos aquello era un espectáculo al que acudía toda la ciudad, un espectáculo que Sultán adornaba con nuevos trucos que se iba inventando sobre la marcha.
Rashid juntó una buena cantidad de dinero, gracias a Sultán, que le permitió vender la vieja carreta y el decrépito búfalo y comprar otros mejores, aparte de cargar más provisiones, conservas y esencias de Alandia para vender en Sarfán. Y acabaron regresando a la capital del poderoso Sultán Agrigerio Tercero, hijo de Andris y de Emfelia.
Allí Rashid y Sultán fueron felices juntos, con algún que otro pequeño viaje comercial a Alandia y alguna actuación aquí y allá que les permitieron vivir desahogadamente, aunque sin lujos, y vivir felices el resto de sus días. Porque la felicidad reside dentro de uno mismo y se materializa en la medida que la dejas aflorar en forma de amor, entrega, generosidad, altruismo, hospitalidad, optimismo… todas aquellas actitudes positivas, que a ambos les sobraban, que tantas veces os he resaltado en mis relatos y que no me cansaré de hacerlo.