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miércoles, 26 de abril de 2023

La mala sombra

LA MALA SOMBRA
(Saturnino Calleja)

PUES señor, éste era el Príncipe más desgraciado de todos los príncipes habidos y por haber. Nada le salió a derechas, pues por salirle torcidas, hasta tenía las narices a un lado de la cara. Su nombre era también una equivocación: se llamaba Miramamolín, que en lengua persa significa: el Hombre de la suerte, y el pobre estaba fastidiado de tanto Miramamolinear.
Si tenía guerra con algún Príncipe vecino, recibía tantas palizas como batallas daba. En cuanto montaba un caballo, aunque fuera más manso que un cordero, ¡paf!, salía por las orejas y se hacía un chichón como el puño; si iba a pie tropezaba en la única piedra que hubiera en el camino y caía siempre del lado en que se hiciera más daño. Si quería cantar, se ponía ronco; si beber, su copa estaba rota y el vino agrio; como bailase, costalada segura; si dibujaba una cabeza de mujer, le salía una caja de cerillas, Nadie quería ir de caza con él, porque en vez de dar a las liebres, clavaba los perdigones a algún amigo; en fin, era el rigor de las desdichas.
Tan estrechado se vio por su mala suerte, que hizo publicar un bando en el cual ofrecía gran recompensa al individuo, hombre o mujer, que le dijera en qué consistía tantas desgracias.
Multitud de gentes acudieron a Palacio al olorcillo de la recompensa. Un andaluz compareció diciendo que él sabía lo que aquejaba al Príncipe.
Presentáronle al Monarca, y éste le indicó que podía decirlo ante la corte.
Pues verá vuestra alteza. Estaba yo el otro día esquilando un borriquillo, mal comparao, tan grande como el ministro de Hacienda, ese que está ahí, cuando oí el pregón y me dije: "Joselillo, ya has hecho tu fortuna!"
¿Pero ¿qué es lo que tengo? — interrumpió el Príncipe.
Pues su alteza tiene... mala pata.
¡Mala pata! — gritaron los cortesanos —. ¡Este hombre confunde al Príncipe con una caballería! ¡Que le ahorquen en seguida y luego se le tomará declaración!
El Príncipe, asustado de lo que había oído, se puso en pie, resbaló en la alfombra, yendo a dar con la cabeza en el vientre de su primer ministro. Éste, al dolor, lanzó un rugido y cayó sobre un cortesano, al que cogió un pie con tal desgracia, que le reventó dieciocho callos, y salió bufando a pie cojuelo por el salón y mordía a cuantos encontraba a su paso, en fin, se armó una de todos los diantres.
¡La mala pata — gritaba el primer ministro — la tengo yo! — Y se rascaba la barriga con la cabeza de una duquesa.
¡La mala pata es ésta! — gritaba el cortesano enseñando el pie destrozado y tratando de morder al que pillaba.
Pero ¿Qué es eso de mala pata? — preguntaron al gitano.
Quien dice en mi tierra mala pata, quiere decir mala sombra.
¡Acabáramos! — gritaron todos —; pues si es todo eso lo que usted sabe, ya se puede largar con viento fresco.
Mira — dijo el Príncipe agarrándose al sillón —; por esta vez te perdono, vuélvete a esquilar borricos y no vengas por aquí con asnerías.
Se marchó el gitano, y entonces el monarca pidió las botas de calle para salir a paseo. Se las quiso poner, pero con tal fortuna, que se le rompió el elástico y salió su pie disparado contra el pecho del primer edecán, el cual rodó como si le hubieran soltado un pistoletazo.
El Príncipe cayó hacia atrás, recibiendo una monumental costalada; una horquilla que había en la alfombra se le clavó en la rabadilla, y ciego de ira mandó que degollasen al zapatero, que había puesto tan malos los tirantes de las botas.
En esto el sumiller anunció que una joven deseaba hablar al Príncipe para un asunto urgente.
¡Que pase! — exclamó el monarca —; pero después que el cirujano me haya extraído la horquilla, que me está haciendo ver las estrellas.
Terminada la operación entró la joven que había sido anunciada. Era una encantadora muchacha de dieciséis años.
¿Qué quieres? — preguntó el Príncipe.
Vengo a curaros del mal que os aqueja. Seréis un hombre feliz si hacéis lo que os voy a recomendar.
Un silencio sepulcral se extendió por la sala. Todos querían conocer el remedio prometido.
¡Habla! — exclamó el monarca.
Pues bien; el día en que encontréis un amigo leal, desaparecerán vuestras desdichas
¡Un amigo! Millones tengo dispuestos a todo por mí.
¡Todos, todos! — gritaban los cortesanos.
Basta con uno, señor; es preciso que alguien vaya a la Gruta Negra y traiga la caja misteriosa donde se encierra el libro del secreto para ser dichoso. Para llegar allá se necesita un afecto por vos y un valor a toda prueba, El que haya hablado mal del Príncipe, que no tiente la aventura porque es hombre muerto, y el que sin haber llegado a hablar haya pensado mal de él, está muy en peligro.
Todos enmudecieron; nadie se ofreció a buscarle, porque todos habían murmurado de su señor,
¿No hay quien vaya? — preguntó éste —. ¿Qué dices tú, Teobaldo, jefe de mis guerreros, que tanto dices que me quieres?
Yo, señor — dijo—, que... si no fuera porque tengo reuma...
Y yo tengo sabañones.
Y a mí me duelen las muelas.
En fin; todos se excusaron y nadie quiso arriesgar el pellejo.
Ya lo veis, señor— dijo la joven — cómo no es fácil encontrar un verdadero amigo.
Entonces iré yo.
— Ya empezáis a comprender, señor, algo muy importante: en que no hay amigo como uno mismo. En fin, si no tenéis un amigo, tenéis una amiga, que soy yo, y he ido a la Gruta Negra y os he traído el libro. Tomadlo.
El Príncipe cogió la cajita que la joven le tendía, y sacó de ella un libro pequeñísimo no mayor que uno de papel de fumar. Le abrió, y encontró escrito lo siguiente:
"Si quieres ser feliz conténtate con lo que tengas, cumple tus deberes de rey y de cristiano y todo te saldrá a pedir de boca. No hagas caso de aduladores, que son gente ruin y tornadiza que no quiere sino el salario que reciben; inspírate en la justicia y en la prudencia, y cesará tu mala sombra."
Sabios consejos son — dijo el Príncipe, y ofreció cumplirlos al pie de la letra.
Entonces — contestó la joven — han cesado tus desventuras. Yo soy el Hada Ciencia que guiada por la fe ando en auxilio del hombre.
Y al decir esto se transformó en una nube que, al disiparse, dejó caer brillante rocío sobre la cabeza del Príncipe.
Me siento otro — exclamó éste —. Ahora veo lo que causaba mis desdichas. Por lo pronto, vosotros — dijo a los cortesanos — estáis aquí demás, pero no quiero que os vayáis sin una prueba de mi afecto, Ahora mismo os quitáis las casacas, y recibiréis en la espalda quince bastonazos. No es justo que vayáis de vacío a vuestras casas.
Aquel castigo hizo su efecto, y el Príncipe pudo en adelante llamarse Miramamolín, sin que fuera su nombre una cuchufleta.
La moraleja ya os encargaréis vosotros de sacarla.


miércoles, 19 de abril de 2023

María pez y María oro

(Saturnino Calleja)

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vídeo que figura al final

Una vez había una viuda que tenía dos hijas, la una hija propia suya y la otra hijastra; las dos se llamaban María. La hija propia no era buena ni piadosa; la hijastra, por el contrario, era una niña humilde y discreta, que tenía que sufrir muchos malos tratos y afrentas de la madrastra y de la hermana. Sin embargo, era complaciente, hacía infatigablemente los trabajos de la cocina, y lloraba muchas veces, pero sólo ocultándose en su alcobita, cuando tenía que sufrir tantas injusticias de su madre y de su hermana. Pero siempre tardaba poco en volverse a poner tranquila y alegre, diciéndose a sí misma: «No tengas pena, ya te ayudará el amoroso Dios.» Después se ponía a continuar su trabajo con aplicación, y lo hacía todo con curiosidad y esmeradamente.
Para su madrastra no trabajaba nunca bastante, y un día hasta llegó a decirle: "María, no te puedo tener más tiempo en casa; trabajas poco, comes mucho, y tu madre no te ha dejado ningunas riquezas ni tu padre tampoco; todo es mío, y yo no puedo ni quiero alimentarte más, por esto tienes que irte de casa y buscar colocación de criada en casa de algún señor." Y la coció una torta de ceniza y de leche; llenó un cantarito de agua, entregó ambas cosas y la pobre María y la echó de casa.
Mariquita estaba muy angustiada por esta dureza, pero echó a andar animosamente por montes y valles pensando: "Ya te tomará alguien por criada, y quizá los extraños serán más buenos contigo que tu propia madre."
Cuando tuvo hambre se sentó en la hierba, sacó su tortita de ceniza, bebió en su cantarito, y vinieron volando en su derredor muchos pajaritos, picaron en su tortita, y ella echó agua en el hueco de su mano y dio de beber a los alegres pajaritos. Y su tortita de ceniza se convirtió en una hermosa torta de harina, su agua en el más precioso vino.
Confortada y alegre prosiguió su camino la pobre María, y cuando ya se hizo oscuro, llegó a una casa de extraña construcción, rodeada de un jardín con dos puertas, la una aparecía negra, cubierta de pez, la otra era de oro puro. Modestamente entró María por la puerta menos hermosa en el patio llamó a la puerta de la casa. Un hombre de aspecto huraño y salvaje abrió la puerta, y la preguntó con aspereza lo que deseaba. Ella dijo temblando:
Sólo quería preguntar si eran ustedes tan bondadosos que me diesen albergue esta noche.
Y el hombre murmuró:
Pasa adelante.
Ella le siguió, y se asustó más y se puso a temblar cuando no vio dentro de aquellas habitaciones más que perros y gatos, y sus detestables aullidos. Fuera del salvaje Turcomano (que así se llamaba este hombre), no habitaba nadie más en toda la casa.
Ahora — murmuró el Turcomano a Mariquita —, ¿Dónde quieres dormir mejor? ¿En la alcobita dorada, o con los perros y los gatos?
Mariquita le contestó:
Con los perros y los gatos.
Pero tuvo que dormir en la alcobita dorada, en una hermosa y blanda cama, donde pasó la noche magníficamente y tranquila.
Por la mañana gruñó Turcomano: 
¿Con quién quieres almorzar mejor, conmigo o con los perros y los gatos?
Y ella le dijo:
Con los perros y los gatos.
Pero tuvo que tomar con él café y dulce nata. Cuando Mariquita quiso irse, gruñó Turcomano:
¿Por qué puerta quieres salir, por la dorada o por la de pez?
Y ella dijo:
Por la puerta de pez.
Pero tuvo que salir por la dorada, y al pasar se subió Turcomano encima de la hoja de la puerta y la sacudió tan fuerte, que osciló, y María se cubrió toda del oro que caía de la puerta dorada.
Entonces se volvió a su casa, y, al entrar, la salieron volando alegremente al encuentro las gallinitas que ella alimentaba en otro tiempo, y el gallo gritó cantando:
¡Quiquiriquí, ya vino la Mariquita de oro! ¡Quiquiriquí!
Y la madre bajó las escaleras y se arrodilló tan respetuosa ante la dorada dama, como si hubiera sido ésta una princesa, que le hacía el honor de visitarla. Pero Mariquita le dijo:
Querida madre, ¿no me conoces ya? Yo soy Mariquita.
Entonces vino también su hermana, tan asombrada y sorprendida como la madre, y tan llena de envidia, y Mariquita tuvo que contarles cuán admirablemente la había ido, y cómo había conseguido su oro.
La madre la recibió entonces bien en su casa y también la trató mejor que antes, y Mariquita fue honrada y amada de todos; también encontró pronto un gallardo joven que se llevó a Mariquita como esposa a su casa y vivió feliz con ella.
Pero a la otra María le mordía el corazón la envidia, y resolvió también salir de su casa para volver cubierta de oro. Su madre le dio dulces pasteles y vino para el viaje, y cuando María se puso a almorzar v acudieron también a comer los pajaritos, los espantó enfadada. Pero sus pasteles se convirtieron invisiblemente en ceniza, y su vino en insípida agua.
Por la noche vino María igualmente a la casa de Turcomano; entró soberbiamente por la dorada puerta del jardín y se puso a llamar en la puerta interior. Cuando vino Turcomano y preguntó lo que quería, le dijo ella con tono desdeñoso:
Ahora quiero pasar la noche aquí.
Y él murmuró:
¡Pasa adentro!
Después le preguntó también:
¿Dónde quieres dormir mejor, en la alcoba dorada o con los perros y los gatos?
Ella dijo inmediatamente:
¡En la alcoba dorada!
Pero él la llevó a la sala en que dormían los perros y los gatos, y la encerró dentro.
Por la mañana estaba María espantosamente arañada y mordida. Turcomano murmuró otra vez:
¿Con quién quieres tomar café conmigo o con los perros y los gatos?
Pues con usted — dijo ella; y tuvo que ponerse a tomarlo con los gatos y los perros.
Entonces quiso irse, pero Turcomano murmuró de nuevo:
¿Por qué puerta quieres salir, por la de oro o por la de pez?
Y ella le contestó:
¡Por la puerta de oro, eso no es necesario preguntarlo!
Pero esta puerta fue inmediatamente cerrada, y tuvo que salir por la puerta de pez, y Turcomano se subió encima de esta puerta, la agitó y sacudió haciéndola oscilar, y cayó tanta pez sobre María, que se llenó la ropa, quedando toda ella cubierta.
Cuando María vino a casa furiosa, por su fea facha, le cantó el gallo saliéndole al encuentro:
Quiquiriquí, aquí viene María Pez! ¡Quiquiriquí!
Y su madre volvió la cara a otro lado llena de espanto, y no pudo enseñar a las gentes su fea hija, quien quedó bien castigada con haber sido cubierta de pez en vez del oro que ella esperaba.

miércoles, 12 de abril de 2023

Pablito y las violetas

(Saturnino Calleja)

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Pablito era un niño de doce años que poseía el claro raciocinio de un hombre, y la seriedad de éstos. Sus aficiones le hacían huir de los niños mal educados, que le molestaban con sus bruscos modales, y rehuía asimismo la compañía de los niños ricos, que intentaban humillarle.
El espectáculo que presenciaba en su casa, de una lucha diaria por la existencia, y el relato que su madre le hacía desde niño de sufrimientos y humillaciones, habían madurado su inteligencia y le había hecho adquirir una gravedad precoz y excepcional. Sus distracciones consistían en iluminar estampas, cuidar de unas pobres flores que crecían en un cajón de madera, y en la lectura de libros de viajes y de cuentos.
Huía de los juegos desatentados y de los gritos y ruidosas manifestaciones de entusiasmo, por cuya razón le llamaban El bobazo.
Se levantaba Pablo muy de mañana, y estudiaba su lección sin necesidad de que su madre se lo advirtiera.
Antes de ir al colegio hacía los recados de casa, y ayudaba al arreglo de la habitación.
Una tarde, al volver del colegio, encontró a su madre muy triste conforme entró en su casa rompió ella a llorar diciendo:
¡Ah, hijo mío! ¡Si tú supieras!
¿Qué tienes, mamá? —le preguntó el niño—. Dime lo que te sucede, pues cuando te veo triste daría mi vida porque desapareciese el motivo de tu dolor.
Es que el casero me ha llamado para decirme que si dentro de tres días no se paga el dinero que se le debe, seremos despedidos.
El niño palideció y comenzó a llorar con su mamá.
Después, éste, enjugando sus lágrimas, dijo a su mamá dulcemente:
No te desesperes, puede que ese señor no sea tan duro y nos espere aun unos días.
No, hijo mío, no nos esperará, y esto es lo que me apura tanto. Lo peor es que hace unos días que he presentado a mi mejor discípulo de canto el recibo, y aun no me lo ha pagado. Pasado mañana comienzan las fiestas de Pascua y vienen las vacaciones, de modo que lo menos en diez días no hay esperanzas de tener dinero. He empeñado mis alhajas y ropas para pagar al carnicero y al tendero de ultramarinos, porque los pobres no podemos tener deudas... No quiero, sin embargo, que lleguemos a la humillación de ser arrojados de la casa. Si para dentro de tres días no he recibido dinero, se venderá el piano y se pagará al casero, aunque nos privemos de todo.
Pasaron dos días. Llegó el en que finalizaban los tres días otorgados para el pago, y la madre no había cobrado, y dijo:
Pablo, tendremos que vender el piano para pagar la casa.
Aquella noche el niño durmió mal. Soñó con el piano; veía su palisandro brillante relucir como un espejo, sus candelabros lanzando reflejos dorados, sus teclas blancas cortadas por las negras que se le sobreponen, y sobre ellas a su madre llorando. Llorando sin consuelo.
Y, sin embargo, el niño se durmió diciendo:
Y bien... se pagará todo.
Al día siguiente salió la madre como de costumbre para sus lecciones. Era martes de Pascua, y Pablito se quedó en su casa leyendo uno de sus hermosos libros de cuentos. Pero, apenas se hubo cerrado la puerta y vio a su madre alejarse, cerró su libro, corrió al armario, tomó una bonita blusa de cachemir que su madre le había hecho, se ciñó su cinturón de cuero, se puso sus zapatos de los días de fiestas, y abrió su carpeta.
Allí estaba su magnífica colección de sellos, la que había él mismo hecho con los que le había mandado su tío, que andaba corriendo por el mundo, y en la actualidad no se sabía dónde estaba. La colección era la más completa y la más rara de cuantas se conocían. No sólo tenía sellos de correos, sino también sellos de todas clases para el papel que se emplea en las cosas que tienen uso público y oficial, toda clase de timbres y hasta billetes grandes y pequeños de todos los países. Era una colección de efectos timbrados y papel moneda, y estaba hecha con arte y colocada con gusto. Un amigo de la casa había dicho un día: "Esta colección vale más de mil pesetas."
Pero el chico no conocía aun el valor de las cosas. Tomó Pablo aquella colección que era su alegría y su orgullo y que causaba la admiración y la envidia de sus compañeros cuando se la enseñaba. Estuvo mirando hoja por hoja... deteniéndose y lanzando de vez en cuando miradas al piano, que luego convergían a las hojas llenas de sellos, y después, dando un gran suspiro y cerrando luego las tapas con un movimiento enérgico, dijo: "¡Vamos!" y salió a la calle.
Fue Pablo a casa de un amiguito que tenía, muy rico y que le había prometido cien pesetas por su colección. Llamó, preguntó por él, lo recibió el amigo, y le propuso la compra del álbum. No tuvo tiempo el niño de contestar, pues una señora que se había acercado a ellos, al oír la proposición, exclamó:
¿Cómo es eso, niño, te has atrevido a pensar en un gasto como ese sin mi permiso?
No lo creas, mamá, es un mentiroso.
Entonces la señora llamó a un criado y le dijo:
Acompañe usted a este chico a la puerta, y otra vez tenga cuidado de quien entra.
Lleno de vergüenza y con las lágrimas en los ojos, salió de aquella casa Pablito, y decidido a vender su colección para salvar el piano, fuese a una tienda de las que se dedican a este comercio y propuso la compra de ella.
Después de muchos regateos le dio el comerciante cincuenta pesetas y cincuenta céntimos, fracción que logró arrancarle por último porque decía que lo necesitaba.
Se guardó en el pecho el billete que le dieran en la tienda, y con los cincuenta céntimos compró un ramo de violetas.
De regreso a su casa encontró a su madre asustada e inquieta por su ausencia.
¿De dónde vienes? — le preguntó.
De vender mi colección de sellos — le contestó —. Toma, aquí tienes lo necesario para pagar al casero; ya no tienes necesidad de vender tu piano. Y aquí tienes para ti este ramito de violetas.


miércoles, 5 de abril de 2023

La trama de la vida


LA TRAMA DE LA VIDA
(Saturnino Calleja)

El visir Alí-ben-Hassán, primer ministro de Amgiad, el gran califa, se paseaba un día por los alrededores de Bagdad. Desde la mañana no había tenido más que disgustos. Había dormido mal. Luego, su hijo primogénito, Nuredin, que salió de casa la noche anterior, había vuelto ya, bien claro el sol, vergonzosamente borracho revelando a las claras que se trataba con los jóvenes calaveras de Bagdad y que infringía la sabia ley del Profeta, que prohíbe el uso del vino y de los licores. Por otra parte, la criada que tenía el cargo de acompañar a su hija al baño, le había comunicado al regresar que, por quinta vez, en el espacio de otros tantos días, un joven de aire satisfecho se había atravesado en su camino, como por casualidad, y que Armina, al pasar, con el pretexto de arreglarse el velo, se lo había desarreglado, de manera que permitió al apuesto desconocido ver su radiante rostro, hecho que en toda doncella mahometana constituye un grave olvido de las reglas de la buena conducta.
Muy malhumorado ya por estas desazones, Alí había ido al Consejo, y al presentarse ante el califa Amgiad éste le había recibido fríamente. Hacía poco tiempo que una sedición se revolvía a una provincia próxima. Alí la había reprimido con gran energía, sin considerar el asunto digno de ser expuesto a su glorioso señor y amo, pero los enemigos del ministro no habían sido igualmente reservados y el califa reprochó con gran vehemencia a su ministro, primero, el haber dado lugar a que surgiese una sedición en su reino; segundo, el haberle ocultado hecho, y tercero, el haberla reprimido por fuerza y no por la persuasión, que es ciertamente preferible, aunque desgraciadamente no siempre es eficaz. Por esta causa, Ali había salido del Consejo muy molesto por la impresión, siempre dolorosa para un estadista, de que su crédito había mermado considerablemente.
Llegado apenas a su casa, su esposa había reñido con él, acusándole de tacañería en la cantidad que le destinaba para vestirse y declarándole que la esposa del gobernador de palacio se vestía mejor que ella, que en realidad no tenía nada que ponerse. Alí inclinó la cabeza ante la tormenta y mandó a sus criados que le sirviesen la comida, esperando hallar en los placeres de la mesa compensación a sus disgustos públicos y privados; mas por desgraciada casualidad, el cocinero prescindió aquel día de todos los platos que le gustaban al visir.
Completamente desesperado, Ali salió de su casa, dejó la ciudad y se fue a pasear al campo.
- Verdaderamente - murmuró Alí según iba andando -, hay días en que debiera uno poner fin a su existencia. ¿Para qué le sirve a uno la vida sino para rabiar?
Un sol abrasador quemaba el camino que seguía el visir, que no tardó en sentir un irresistible deseo de encontrar algún lugar a la sombra. Después de mucho buscar, llegó a un sendero que, por lo estrecho y torcido prometía frescura y paz, y se internó en él. Anduvo hasta una tapia ruinosa, cerca de la cual se alzaba una palmera. Alí lanzó suspiro de satisfacción y se echó junto a la tapia, a la sombra de las anchas hojas del árbol. Seguramente no hubiera tardado mucho en quedarse dormido, si no hubiese comenzado a molestarle un monótono zumbido. Miró el visir a un lado, y otro, y vio girar alrededor de su cabeza una mosca preciosa verde y oro. Como Alí deseaba la paz del sueño, la espantó dos o tres veces con la mano, pero, la obstinada mosca volvió una y otra vez a él, acabando por posársele descaradamente en la nariz.
Esto era ya demasiado. Ali se sentó bruscamente y dio un manotazo vigoroso a su enemiga sin alcanzarla. Pero la mosca, en su precipitada fuga, no vio que se iba derecha a la tela de una araña muy gorda tendida entre un ángulo de la tapia y el tronco de la palmera. El visir no pudo menos que sentirse satisfecho al pronto, diciendo para sus adentros:
- ¡Ahora me dejarás dormir un rato, mosca mareona!
Y como siguiera observando lo que le ocurría a a mosca verde-oro, vio salir de una grieta de la tapia una monstruosa araña que tenía tan grande el vientre como la yema de un dedo de hombre y unas patas largas, negra y velludas. Corrió la araña hacia su presa y se puso a tejer una red en torno de la mosca, que aleteaba en un vértigo de terror y de angustia. Hacía tan desesperados esfuerzos para librarse de sus ligaduras, que Alí se compadeció al fin al ver la inútil lucha, y aun cuando estaba muy cansado, no quiso dejar perecer a su enemiga de un modo tan triste. Se levantó, pues, espantó a la araña y libró después a la mosca de su cautiverio.
- Ahora espero que me dejes en paz - le dijo abriendo los dedos y dejándola libre.
La mosca echó a volar y Alí la perdió en seguida de vista. Entonces volvió a tenderse a a la sombra de la palmera, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. 
Una voz que pronunciaba su nombre le despertó, al abrir los ojos vio ante él un personaje de deslumbradora belleza y proporciones gigantescas. De sus hombros salían dos alas tenues y transparentes. Alí comprendió que hallaba en presencia de un genio.
- Visir - dijo la aparición -, me has prestado un verdadero servicio. Yo era la mosca que zumbaba hace poco alrededor tu cabeza. Había tomado aquella forma con el fin de dejar un rato mi ordinaria grandeza y volar libremente en los rayos del sol. Un perverso encantador, enemigo mío, trató de aprovechar la ocasión y se convirtió en la araña aquella en cuya tela quedé preso y de la cual no hubiese escapado a no ser por auxilio. Porque has de saber que, aun cuando se nos permite tomar la forma que se nos antoja, corremos al mismo tiempo el riesgo de caer en iguales lazos que los seres cuyo aspecto adoptamos, y si caemos, sólo puede librarnos de ellos el auxilio de los hombres. Así, me he salvado gracias a tu generosa intervención, y en pago de ello pídeme un favor, pues cualquiera que éste sea prometo concedértelo.
El visir permaneció silencioso un momento y al fin repuso:
- Hace una hora estaba yo pensando que no nos trae ninguna ventaja el vivir muchos años, porque diversos disgustos nos estropean muchos días de nuestra existencia, y por lo tanto, sería mucho mejor vivir menos tiempo, siempre que nuestra existencia se compusiera exclusivamente de días claros felices. Pues, si está en tu poder hacerlo, suprime de mi vida futura todos los días de aflicción y déjame vivir sólo aquellos que haya de verme tranquilo y alegre. Si me complaces pagarás con largueza el favor que te he hecho.
Al oír tales palabras el genio sonrió un modo enigmático y dijo a Ali:
- ¿Has meditado bien tu deseo?
- Sí - respondió Alí
- Pues sea como quieres.
Instantáneamente el visir sintió que su fantástico interlocutor le cogía por mitad del cuerpo y le elevaba hasta una altura tal, que perdió el sentido; y cuando volvió en sí se encontró en la cama de su casa de Bagdad, con el cuerpo tan estirado y tan frío, que no podía hacer el más ligero movimiento. Tenía cerrados los ojos, mas a pesar de ello veía lo que pasaba en torno suyo y oía todo lo que hablaban en el aposento, que estaba lleno de gente. Se hallaban allí su esposa, sus hijos y sus criados, llorando todos y lamentando la pérdida de tan buen esposo, tan buen padre, tan buen amo y tan fiel y noble amigo.
Y pensó Ali:
- ¿Es que estoy muerto?
- Sí - le contestó una voz.
El genio apareció a los pies de la cama, sin que fuera visible para nadie más que para Alí, cuyos pensamientos leía.
- ¡Pérfido espíritu! - pensó el visir - ¿Es éste el modo de cumplir tu promesa?
- No me acuses a mí - replicó el genio - acusa solamente a tu propia torpeza. ¿Por qué me pediste lo que era imposible? Dos hadas tienen el cargo de hilar los destinos de los hombres. Al principio de todas las cosas, se puso ante una de dichas hadas un montón de lana blanca para que hilara con ella los días dichosos, y ante la otra un montón de lana negra para que con ella tejiera los días que habían de ser infaustos. Pero una noche, mientras las hadas dormían, llegó el diablo y se divirtió un rato revolviendo los dos montones de lana, Enredándola de tal modo, que cuando las hadas se despertaron les fue imposible separar la lana negra de la lana blanca. Desde entonces tienen que hilar los días con los colores mezclados, y por eso se componen de alegrías y tristezas. Recuerda los que has vivido, y di si hay alguno en que no hayas tenido alguna satisfacción, por pequeña que haya sido. Al pedirme que cortara de tu vida futura todos aquellos días en que hubieras de tener algún disgusto, me pediste, en realidad, que suprimiese todos, y ha llegado para ti el día de la liberación, que es el de la muerte. Siento mucho haber tenido que darte esta lección, pero tú lo has querido así.
- Desgraciadamente no puede servirme ya de nada, puesto que me he muerto - dijo Alí.
El genio se sonrió entonces y le dijo:
- Soy benévolo. Si quieres, será como si no me hubieses dicho nada; volveré a llevarte al lugar de donde te traje y no cambiará nada en tu existencia. ¿Aceptas?
- No puedo desear cosa mejor - respondió el visir.
El genio tendió los brazos a Alí, ante cuya vista desapareció todo, y por segunda vez se quedó privado de sentido. Cuando lo recobró estaba al pie de la tapia, a la sombra de la palmera donde se había quedado dormido antes. Se levantó, preguntándose a sí mismo si le había ocurrido realmente aquello o si había sido sencillamente un sueño, y se encaminó a su casa, pensativo.
Y llegando a ella, se enteró Alí de que su hijo Nuredín se había puesto malo, a consecuencia de los excesos de la noche anterior, y que había jurado no volver a beber más que agua... Supo también que el joven con quien se encontraba su hija tan frecuentemente al ir y volver del baño era hijo de uno de los personajes más ricos e importantes de Bagdad y que había pedido formalmente la mano de Armina. Además, recibió el visir una carta del califa Amgiad, su soberano, declarándole que, después de reflexionar, consideraba prudente y enérgica su conducta, y asegurándole que gozaba más que nunca de la estimación regia. Por fin, la esposa del visir había hecho una visita a la esposa del gobernador de palacio, y había visto con sus propios ojos que el nuevo vestido de aquella dama era un verdadero mamarracho, por lo cual estaba ya de muy buen humor. Y hasta el cocinero había resuelto reparar la negligencia de la mañana, y sirvió a Alí una comida exquisita.
Así terminó, del modo más dichoso, un día que había comenzado tan adversamente, y el visir, al ir a acostarse, se confesó a sí mismo, sonriendo, que el genio, real o imaginario, le había dado una lección sabia, que nunca más olvidaría.