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jueves, 22 de marzo de 2018

El Fantasma y Doña Pepita

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Llevaba tiempo en secano. No se me ocurría nada para plasmar en el papel o publicar en el blog. Vivía de rentas, publicando largos relatos que ya tenía escritos tiempo ha, pero de cuentos nada.
Me encontraba en esa duermevela que precede al amanecer, abriendo de vez en cuando un ojo para ver en el techo la hora fosforescente que proyectaba el despertador, y volvía a intentar conciliar el sueño. Volvía a abrirlo y, a lo sumo, habían transcurrido cuatro minutos.
Estaba ya decidido a apagar el CPAP, quitarme la mascarilla e incorporarme, cuando una presencia me hizo abrir los ojos de par en par y sacudirme la modorra. Se trataba de El Enano Soplacuentos, acomodado en lo que quedaba libre de mi almohada.
- Hola – dijo lacónicamente.
- Hola igualmente – le respondí, tras darle al botón y quitarme la mascarilla - ¡Cuanto tiempo sin verte! Me tienes demasiado tiempo seco de ideas y ya comenzaba a dudar de tu existencia.
- Pues hablando de eso creo que es muy oportuno el cuento que te voy a soplar. Se trata de una historia sobre creer o no creer, la historia de El Fantasma y Doña Pepita.
Algo se dibujó en mi imaginación como por arte de birlibirloque, me levanté y, sin esperar a que aquella idea impresa en mi mente se perdiera por los vericuetos de la rutina diaria, fui a la cocina, encendí la cafetera, tomé papel y boli y, frente a una taza de humeante café, me puse a escribir lo siguiente.

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EL FANTASMA Y DOÑA PEPITA

Doña Pepita era una solterona, madura y adinerada que vivía en una gran mansión, grande y algo tétrica, heredada de sus antepasados tras muchas generaciones.
Doña Pepita padecía de miedo crónico y extremaba las precauciones porque decía que todo era peligroso. Tuvo que contratar a una cocinera porque temía al fuego, también a los cuchillos que la podían cortar o pinchar, y temía a los tenedores porque pinchaban. De modo que habían de servirle todo previamente troceado para que pudiera comer con la mano o con la cuchara, a la que consideraba inofensiva.
Temía también a las escalera porque podía caer. Y es por ello por lo que nunca subía a los pisos de arriba, aún menos al desván, y vivía únicamente en la planta baja de aquel inmenso caserón.
Tampoco viajaba en coche al considerarlo peligroso y se desplazaba a pie o, a lo sumo, en tren; pero en los vagones del centro, al considerarlos más seguros en caso de choque o descarrilamiento.
Y así era Doña Pepita. Una mujer timorata y poco sociable, recluida en la planta baja de aquella mansión, lo que no impedía que ocasionalmente recibiera visitas de familiares o amistades.
En una de aquellas ocasiones alguien le preguntó:
- Esta casa es muy antigua y es posible que tenga fantasmas ¿No temes nada de ellos?
- ¿Fantasmas? Yo no creo en ellos y, por tanto, no temo que puedan hacerme nada.
Pero; al igual que las meigas, los fantasmas, aunque no creas en ellos, haberlos haylos, y en el desván de aquel antiguo caserón residía, desde tiempo inmemorial, el de un antepasado que no supo hallar el camino de luz que indicaba la salida en el día de su muerte y se quedó allí para toda la eternidad.
El pobre estaba muy aburrido porque nadie, salvo él, se aparecía por allí a contemplar sus apariciones y no tenía a quien asustar. En vano recorría el desván y los oscuros y solitarios pisos altos, agitando airosamente su sábana y arrastrando sus cadenas, hasta desvan_ecerse de nuevo en el desván, como cada noche durante siglos. Nadie se enteraba de sus andanzas nocturnas y menos Doña Pepita.
Una noche, cuando más deprimido estaba por no hallar a quién atemorizar, decidió descender a la planta baja. No le gustaba nada aquella planta, porque en ella siempre había muchas luces encendidas y prefería la semipenumbra, aparte de que su propia fosforescencia podía no ser lo bastante visible. Pero se esperó a que fueran apagando luces y se decidió a explorar aquel terreno desconocido, un tanto asustado. Descendió flotando sobre aquella polvorienta escalera, una escalera no hollada en años y que siguió sin ser hollada porque el fantasma se deslizaba ingrávido a un palmo de los polvorientos peldaños.
Y allí, en el Gran Salón, arrellanada en un muelle butacón, leyendo un libro a la luz de una pequeña lámpara de flexo se hallaba Doña Pepita.
El fantasma se sintió feliz; por fin, después de cientos de monótonos y largos años, ¡al fin tenía a quien asustar!
Y se aprestó a hacer una puesta en escena terrorífica, una aparición escalofriante. Preparó sus cadenas, alisó su sábana y flotó a dos palmos de la gran alfombra persa. Doña Pepita no había reparado en su presencia, abstraída en su lectura.
Acto seguido comenzó a agitar espasmódicamente las cadenas, emitiendo un sonoro
- Uuuuuuuuuuuuuu,
se deslizó flotando suavemente hacia el lugar en donde se hallaba su víctima.
Doña Pepita alzó la vista de su lectura y quedó impasible. Miraba aquel espectáculo sin dar crédito a lo que estaba viendo, pero volvió a su lectura diciendo:
- ¡Bah! No creo en los fantasmas.
El pobre fantasma no sé si rompió a llorar, porque tampoco sé si los fantasmas lloran, pero quedó allí plantado como un pasmarote, de sábana y cadenas caídas y sin saber cómo reaccionar.
Finalmente se retiró a su desván y se desvan_eció en él, y es posible que nunca más vuelva a aventurarse por la planta baja.
En cuanto a Doña Pepita; hay que decir que, tras aquella escena, tuvo ocasión de pensar en lo sucedido, y se dijo:
- ¿Eso era un fantasma? Pues no me ha asustado nada. ¡Claro! Como no creo en ellos no me asustan. Sólo me asusta aquello en lo que creo que existe.
Y desde aquella noche… Doña Pepita dejó de creer en el fuego, en los cuchillos, los tenedores, las escaleras, los coches y mil cosas más. Y dejó de tener miedo.


EL JUEVES PRÓXIMO: ????? (ni yo lo sé)

miércoles, 14 de marzo de 2018

Una momia especial



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El Doctor Arqueolio no daba crédito a lo que estaba viendo cuando, tras hallar la cámara mortuoria de aquella antigua pirámide inacabada, abrió la tapa del sarcófago. Era algo inaudito, un hallazgo sorprendente.
Había dedicado muchos años de estudios, exploración y excavaciones más o menos afortunadas, hasta que acabó dando con aquella tumba de un faraón poco conocido. Se trataba de Neferefre de la V dinastía, que acabó localizando en el extremo sur del yacimiento de Abusir. Y allí se hallaba, ante él, tal como lo depositaron en su tiempo. Alrededor; toda aquella cámara, estaba decorada con escenas de su reinado y numerosos jeroglíficos.
Tenía que estudiar a fondo todo aquello a ver si encontraba una explicación de lo que acababa de ver y que le había resultado de lo más sorprendente.
"Divino el poder de Neferefre" 
Rezaba uno de los jeroglíficos que adornaban la piedra que formaba el dintel de la puerta secreta.
Afanosamente se puso a descifrar todos los jeroglíficos en un intento de descubrir aquel hallazgo insólito
Acabó descubriendo que fue un faraón de corta vida, de muy poca salud, que había pasado su vida entre bronquitis y constipados, que en el palacio habían tenido que poner grandes pebeteros a fin de mantener una alta temperatura en sus dependencias, puesto que no soportaba el frío y sólo se encontraba a gusto en el cálido desierto. Padecía de fuertes episodios de tiritonas, sinusitis y estornudos. Y fue en uno de esos episodios de estornudos en el que, al darse violentamente con la frente en un friso, se partió la cabeza y falleció.
El Doctor Arqueolio comprendió entonces la razón por la cual aquella momia, en lugar de estar envuelta en finas vendas de lino, lo estaba en gruesas tiras de manta de lana para mantenerlo calentito en la otra vida.
Y es que la vida de un faraón, aunque alguien pueda creer que era una vida muelle, de boato y goces, también estaba sujeta a las enfermedades y debilidades propias de cualquier ser humano. En pocas palabras, que el ser faraón no era un momio, aunque se acabara siendo una momia.





EL JUEVES PRÓXIMO: El fantasma y Doña Pepita 
(si no se me ocurre otra cosa)

miércoles, 7 de marzo de 2018

El virus despistado


EL VIRUS DESPISTADO


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Había una vez un virus incapaz de contagiar nada a nadie. Y no era capaz porque no sabía encontrar a sus víctimas. Cuando buscaba a una persona a la que infectar y provocar una epidemia, siempre acababa dando con un mueble, un árbol, un semáforo o cualquier otra cosa incapaz de ser afectada por su virusidad o virulencia.
Estaba desesperado, además de avergonzado, porque los otros virus se burlaban de él. Ellos sí que sabían encontrar su objetivo y hasta le hicieron ir a comprarse unas gafas, pero de nada le sirvieron, seguía igual de despistado y no lograba contagiar ni unas simples paperas.
El día en que más desesperado andaba, el día en que pensaba ya desistir de intentarlo, decidió hacer una última prueba, y también falló. En lugar de dar con una persona humana de cualquier edad o tamaño, acabó dando con un ordenador pensando que, como tenía un cerebro y memoria, sería una persona.
Pero, dentro de su desgracia, aún tuvo suerte.
Sentado sobre la placa base, al calorcillo de la CPU, se estaba lamentando de su desgracia cuando se le apareció un personaje desconocido y casi invisible. No es que él mismo fuera muy visible porque era de un tamaño ínfimo, pero es que éste otro ser carecía de materia.
- Hola ¿Qué te pasa? - le preguntó
- ¿Quién eres tú? -  respondió sorprendido
- Yo soy un virus informático
- Pues yo soy un virus biológico
Y así, de virus a virus, cada cual relató sus problemas.
- Y soy incapaz de encontrar mi objetivo, aún no he podido infectar a nadie.
- Pues yo tampoco puedo entrar en la memoria del ordenador porque hay un antivirus vigilando, pero lo tuyo es fácil de arreglar.
- ¿Y cómo?
- Ahora mismo te facilito un buscador de GPS (Gente, Personas, Sujetos) y con él podrás contagiar lo que quieras.
Así lo hizo y nuestro virus despistado pudo hacer el trabajo para el que había nacido, provocando una epidemia de estornudos como nunca antes se había visto.
No desesperes si no consigues alcanzar tus objetivos, busca ayuda y la podrás encontrar donde menos lo pienses, hasta en un ordenador.



EL JUEVES PRÓXIMO: Una momia especial