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domingo, 7 de mayo de 2023

La Felicidad


Hoy me ha dado por releer algo
de lo escrito y publicado aquí,
Se trata de un fragmento de
mis Relatos de Hénder.
Y, tratándose de un cuento,
creo que este es su lugar.

Pertenece a éste CAPÍTULO
De éste LIBRO
Capítulo que recomiendo leer (si no todo el libro) para situar el cuento en su contexto.




LA FELICIDAD

Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al final

En la antigua y esplendorosa ciudad de Sarfán, corte del poderoso Sultán Agrigerio Tercero, hijo de Andris y de Emfelia, de los que ya os relaté ayer sus desgraciados amores, vivía un poderoso y rico comerciante de alfombras, que nadaba en la abundancia, pero no era feliz. Había comprobado que la riqueza, las posesiones, todo aquello exterior a uno no la daba; y no sabía por qué, puesto que vivía en una posición desahogada y sin problemas pero, cuanto más desahogado vivía y menos problemas tenía más infelicidad sentía. Lo que no sabía es que la felicidad reside dentro de uno mismo y que se materializa en la medida que la dejas aflorar en forma de amor, entrega, generosidad, altruismo, hospitalidad, optimismo,… todas aquellas actitudes positivas que tantas veces os he resaltado en mis relatos y que no me cansaré de hacerlo. Pero hoy no vamos a contar cosas de él, sino de un simple perro abandonado y de lo que le aconteció. Se llamaba Sultán, aunque sin ánimo de ofender a la egregia persona. Se llamaba así porque así le puso su amo cuando lo compró para su hijo pequeño, como un regalo, como si un ser vivo fuera un objeto. Y de hecho así le trataban, salvo el niño, que pronto intimó con Sultán y jugaba con él. El padre, aquel rico mercader, pronto sintió que Sultán comenzaba a ser un estorbo. Tenía, porque se lo podía permitir, un sirviente que se ocupaba de sacarlo a pasear y a hacer sus necesidades, aunque no ejercicio, también quien se encargaba de su agua y su alimento, de modo que no se comprende cómo podía considerarlo un estorbo si él no se ocupaba en absoluto de nada. Pero, aparte de corretear por todas partes, para ejercitarse, jugar con el niño, romper entre los dos alguna cosa durante los juegos, escarbar en su alfombra favorita, restarle protagonismo en el cariño de su hijo, cruzarse entre los pies cuando llegaba a casa y saltar alegre y atropelladamente a su alrededor, todas actividades molestas para él, no le veía ningún beneficio inmediato por su presencia y decidió abandonarlo bien lejos.Encargó a uno de sus sirvientes que se lo llevara lo más lejos que pudiera y lo perdiera. No sabía que los perros tienen un gran sentido de la orientación y acabó regresando en poco tiempo, aunque hambriento, sediento, sucio y agotado, pero era recibido con grandes muestras de cariño por el niño. Y eso al padre aún le molestaba más y, tras castigar severamente al criado por no haberlo dejado lo bastante lejos, le enviaba de nuevo al destierro. Y regresaba nuevamente repitiéndose la escena una y otra vez.
Los perros no son tontos, saben donde hay cariño y donde no, y si regresaba era por el pequeño, pero no por su padre, ni por el pienso, ni por nada ni nadie más en aquella casa.
Pero cierta vez, cuando ya regresaba del último abandono, una vez en que más parecía la sombra de un perro, cuando ya era sólo piel y huesos, al borde del camino, en pleno desierto en el que le habían dejado, le recogió un arriero que se dirigía a Alandia en una destartalada carreta tirada por un viejo búfalo, casi tan comatoso como Sultán.
Le tomó en brazos y le subió a la carreta, le puso una escudilla con agua que vació ávidamente, así como un cuenco con algo de pan duro y parte de su menguada comida, que Sultán apreció más que los manjares que le servían en casa de su amo.
Así pasaron los días de travesía por el desierto y se fue recuperando de tal modo que, cuando llegaron a Alandia, a la explanada de las caravanas, ya parecía un perro normal, sin rastro de las penurias que había pasado.
Sultán hubiera regresado a Sarfán, los perros tienen esa poderosa fidelidad, pero ahora aún era más difícil. El desierto suponía una barrera infranqueable, tenía una deuda de gratitud con el arriero que le había salvado la vida y además, sabía perfectamente que en aquella casa, salvo el niño, no se le quería ni sería bien recibido. De modo que decidió servir a su nuevo amo, Rashid, puesto que como amo él ya le había adoptado.
De todos es sabido que en Alandia no hay delincuentes, salvo en una ocasión que ya os conté no hace mucho, por lo que no era necesario vigilar las carretas ni las mercancías. No serviría de nada hacer de perro guardián, pero sí serviría de algo ejercitar los pequeños trucos que le había enseñado su pequeño amo cuando aún vivía en Sarfán. De modo que, aprovechando la aglomeración de gentes en el mercadillo que tenía lugar en la explanada, tomó un cuenco de la carreta, lo depositó en el suelo y comenzó a hacer volteretas, andar en dos patas, tanto las traseras como las delanteras, a hacerse el muerto, a dar la mano, sostener algo en equilibrio sobre el morro,… y la gente, admirada por las habilidades de aquel chucho, echaba unas monedas en el cuenco. Además corrió la voz y en los días sucesivos aquello era un espectáculo al que acudía toda la ciudad, un espectáculo que Sultán adornaba con nuevos trucos que se iba inventando sobre la marcha.
Rashid juntó una buena cantidad de dinero, gracias a Sultán, que le permitió vender la vieja carreta y el decrépito búfalo y comprar otros mejores, aparte de cargar más provisiones, conservas y esencias de Alandia para vender en Sarfán. Y acabaron regresando a la capital del poderoso Sultán Agrigerio Tercero, hijo de Andris y de Emfelia.
Allí Rashid y Sultán fueron felices juntos, con algún que otro pequeño viaje comercial a Alandia y alguna actuación aquí y allá que les permitieron vivir desahogadamente, aunque sin lujos, y vivir felices el resto de sus días. Porque la felicidad reside dentro de uno mismo y se materializa en la medida que la dejas aflorar en forma de amor, entrega, generosidad, altruismo, hospitalidad, optimismo… todas aquellas actitudes positivas, que a ambos les sobraban, que tantas veces os he resaltado en mis relatos y que no me cansaré de hacerlo.

miércoles, 26 de abril de 2023

La mala sombra

LA MALA SOMBRA
(Saturnino Calleja)

PUES señor, éste era el Príncipe más desgraciado de todos los príncipes habidos y por haber. Nada le salió a derechas, pues por salirle torcidas, hasta tenía las narices a un lado de la cara. Su nombre era también una equivocación: se llamaba Miramamolín, que en lengua persa significa: el Hombre de la suerte, y el pobre estaba fastidiado de tanto Miramamolinear.
Si tenía guerra con algún Príncipe vecino, recibía tantas palizas como batallas daba. En cuanto montaba un caballo, aunque fuera más manso que un cordero, ¡paf!, salía por las orejas y se hacía un chichón como el puño; si iba a pie tropezaba en la única piedra que hubiera en el camino y caía siempre del lado en que se hiciera más daño. Si quería cantar, se ponía ronco; si beber, su copa estaba rota y el vino agrio; como bailase, costalada segura; si dibujaba una cabeza de mujer, le salía una caja de cerillas, Nadie quería ir de caza con él, porque en vez de dar a las liebres, clavaba los perdigones a algún amigo; en fin, era el rigor de las desdichas.
Tan estrechado se vio por su mala suerte, que hizo publicar un bando en el cual ofrecía gran recompensa al individuo, hombre o mujer, que le dijera en qué consistía tantas desgracias.
Multitud de gentes acudieron a Palacio al olorcillo de la recompensa. Un andaluz compareció diciendo que él sabía lo que aquejaba al Príncipe.
Presentáronle al Monarca, y éste le indicó que podía decirlo ante la corte.
Pues verá vuestra alteza. Estaba yo el otro día esquilando un borriquillo, mal comparao, tan grande como el ministro de Hacienda, ese que está ahí, cuando oí el pregón y me dije: "Joselillo, ya has hecho tu fortuna!"
¿Pero ¿qué es lo que tengo? — interrumpió el Príncipe.
Pues su alteza tiene... mala pata.
¡Mala pata! — gritaron los cortesanos —. ¡Este hombre confunde al Príncipe con una caballería! ¡Que le ahorquen en seguida y luego se le tomará declaración!
El Príncipe, asustado de lo que había oído, se puso en pie, resbaló en la alfombra, yendo a dar con la cabeza en el vientre de su primer ministro. Éste, al dolor, lanzó un rugido y cayó sobre un cortesano, al que cogió un pie con tal desgracia, que le reventó dieciocho callos, y salió bufando a pie cojuelo por el salón y mordía a cuantos encontraba a su paso, en fin, se armó una de todos los diantres.
¡La mala pata — gritaba el primer ministro — la tengo yo! — Y se rascaba la barriga con la cabeza de una duquesa.
¡La mala pata es ésta! — gritaba el cortesano enseñando el pie destrozado y tratando de morder al que pillaba.
Pero ¿Qué es eso de mala pata? — preguntaron al gitano.
Quien dice en mi tierra mala pata, quiere decir mala sombra.
¡Acabáramos! — gritaron todos —; pues si es todo eso lo que usted sabe, ya se puede largar con viento fresco.
Mira — dijo el Príncipe agarrándose al sillón —; por esta vez te perdono, vuélvete a esquilar borricos y no vengas por aquí con asnerías.
Se marchó el gitano, y entonces el monarca pidió las botas de calle para salir a paseo. Se las quiso poner, pero con tal fortuna, que se le rompió el elástico y salió su pie disparado contra el pecho del primer edecán, el cual rodó como si le hubieran soltado un pistoletazo.
El Príncipe cayó hacia atrás, recibiendo una monumental costalada; una horquilla que había en la alfombra se le clavó en la rabadilla, y ciego de ira mandó que degollasen al zapatero, que había puesto tan malos los tirantes de las botas.
En esto el sumiller anunció que una joven deseaba hablar al Príncipe para un asunto urgente.
¡Que pase! — exclamó el monarca —; pero después que el cirujano me haya extraído la horquilla, que me está haciendo ver las estrellas.
Terminada la operación entró la joven que había sido anunciada. Era una encantadora muchacha de dieciséis años.
¿Qué quieres? — preguntó el Príncipe.
Vengo a curaros del mal que os aqueja. Seréis un hombre feliz si hacéis lo que os voy a recomendar.
Un silencio sepulcral se extendió por la sala. Todos querían conocer el remedio prometido.
¡Habla! — exclamó el monarca.
Pues bien; el día en que encontréis un amigo leal, desaparecerán vuestras desdichas
¡Un amigo! Millones tengo dispuestos a todo por mí.
¡Todos, todos! — gritaban los cortesanos.
Basta con uno, señor; es preciso que alguien vaya a la Gruta Negra y traiga la caja misteriosa donde se encierra el libro del secreto para ser dichoso. Para llegar allá se necesita un afecto por vos y un valor a toda prueba, El que haya hablado mal del Príncipe, que no tiente la aventura porque es hombre muerto, y el que sin haber llegado a hablar haya pensado mal de él, está muy en peligro.
Todos enmudecieron; nadie se ofreció a buscarle, porque todos habían murmurado de su señor,
¿No hay quien vaya? — preguntó éste —. ¿Qué dices tú, Teobaldo, jefe de mis guerreros, que tanto dices que me quieres?
Yo, señor — dijo—, que... si no fuera porque tengo reuma...
Y yo tengo sabañones.
Y a mí me duelen las muelas.
En fin; todos se excusaron y nadie quiso arriesgar el pellejo.
Ya lo veis, señor— dijo la joven — cómo no es fácil encontrar un verdadero amigo.
Entonces iré yo.
— Ya empezáis a comprender, señor, algo muy importante: en que no hay amigo como uno mismo. En fin, si no tenéis un amigo, tenéis una amiga, que soy yo, y he ido a la Gruta Negra y os he traído el libro. Tomadlo.
El Príncipe cogió la cajita que la joven le tendía, y sacó de ella un libro pequeñísimo no mayor que uno de papel de fumar. Le abrió, y encontró escrito lo siguiente:
"Si quieres ser feliz conténtate con lo que tengas, cumple tus deberes de rey y de cristiano y todo te saldrá a pedir de boca. No hagas caso de aduladores, que son gente ruin y tornadiza que no quiere sino el salario que reciben; inspírate en la justicia y en la prudencia, y cesará tu mala sombra."
Sabios consejos son — dijo el Príncipe, y ofreció cumplirlos al pie de la letra.
Entonces — contestó la joven — han cesado tus desventuras. Yo soy el Hada Ciencia que guiada por la fe ando en auxilio del hombre.
Y al decir esto se transformó en una nube que, al disiparse, dejó caer brillante rocío sobre la cabeza del Príncipe.
Me siento otro — exclamó éste —. Ahora veo lo que causaba mis desdichas. Por lo pronto, vosotros — dijo a los cortesanos — estáis aquí demás, pero no quiero que os vayáis sin una prueba de mi afecto, Ahora mismo os quitáis las casacas, y recibiréis en la espalda quince bastonazos. No es justo que vayáis de vacío a vuestras casas.
Aquel castigo hizo su efecto, y el Príncipe pudo en adelante llamarse Miramamolín, sin que fuera su nombre una cuchufleta.
La moraleja ya os encargaréis vosotros de sacarla.


miércoles, 19 de abril de 2023

María pez y María oro

(Saturnino Calleja)

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Una vez había una viuda que tenía dos hijas, la una hija propia suya y la otra hijastra; las dos se llamaban María. La hija propia no era buena ni piadosa; la hijastra, por el contrario, era una niña humilde y discreta, que tenía que sufrir muchos malos tratos y afrentas de la madrastra y de la hermana. Sin embargo, era complaciente, hacía infatigablemente los trabajos de la cocina, y lloraba muchas veces, pero sólo ocultándose en su alcobita, cuando tenía que sufrir tantas injusticias de su madre y de su hermana. Pero siempre tardaba poco en volverse a poner tranquila y alegre, diciéndose a sí misma: «No tengas pena, ya te ayudará el amoroso Dios.» Después se ponía a continuar su trabajo con aplicación, y lo hacía todo con curiosidad y esmeradamente.
Para su madrastra no trabajaba nunca bastante, y un día hasta llegó a decirle: "María, no te puedo tener más tiempo en casa; trabajas poco, comes mucho, y tu madre no te ha dejado ningunas riquezas ni tu padre tampoco; todo es mío, y yo no puedo ni quiero alimentarte más, por esto tienes que irte de casa y buscar colocación de criada en casa de algún señor." Y la coció una torta de ceniza y de leche; llenó un cantarito de agua, entregó ambas cosas y la pobre María y la echó de casa.
Mariquita estaba muy angustiada por esta dureza, pero echó a andar animosamente por montes y valles pensando: "Ya te tomará alguien por criada, y quizá los extraños serán más buenos contigo que tu propia madre."
Cuando tuvo hambre se sentó en la hierba, sacó su tortita de ceniza, bebió en su cantarito, y vinieron volando en su derredor muchos pajaritos, picaron en su tortita, y ella echó agua en el hueco de su mano y dio de beber a los alegres pajaritos. Y su tortita de ceniza se convirtió en una hermosa torta de harina, su agua en el más precioso vino.
Confortada y alegre prosiguió su camino la pobre María, y cuando ya se hizo oscuro, llegó a una casa de extraña construcción, rodeada de un jardín con dos puertas, la una aparecía negra, cubierta de pez, la otra era de oro puro. Modestamente entró María por la puerta menos hermosa en el patio llamó a la puerta de la casa. Un hombre de aspecto huraño y salvaje abrió la puerta, y la preguntó con aspereza lo que deseaba. Ella dijo temblando:
Sólo quería preguntar si eran ustedes tan bondadosos que me diesen albergue esta noche.
Y el hombre murmuró:
Pasa adelante.
Ella le siguió, y se asustó más y se puso a temblar cuando no vio dentro de aquellas habitaciones más que perros y gatos, y sus detestables aullidos. Fuera del salvaje Turcomano (que así se llamaba este hombre), no habitaba nadie más en toda la casa.
Ahora — murmuró el Turcomano a Mariquita —, ¿Dónde quieres dormir mejor? ¿En la alcobita dorada, o con los perros y los gatos?
Mariquita le contestó:
Con los perros y los gatos.
Pero tuvo que dormir en la alcobita dorada, en una hermosa y blanda cama, donde pasó la noche magníficamente y tranquila.
Por la mañana gruñó Turcomano: 
¿Con quién quieres almorzar mejor, conmigo o con los perros y los gatos?
Y ella le dijo:
Con los perros y los gatos.
Pero tuvo que tomar con él café y dulce nata. Cuando Mariquita quiso irse, gruñó Turcomano:
¿Por qué puerta quieres salir, por la dorada o por la de pez?
Y ella dijo:
Por la puerta de pez.
Pero tuvo que salir por la dorada, y al pasar se subió Turcomano encima de la hoja de la puerta y la sacudió tan fuerte, que osciló, y María se cubrió toda del oro que caía de la puerta dorada.
Entonces se volvió a su casa, y, al entrar, la salieron volando alegremente al encuentro las gallinitas que ella alimentaba en otro tiempo, y el gallo gritó cantando:
¡Quiquiriquí, ya vino la Mariquita de oro! ¡Quiquiriquí!
Y la madre bajó las escaleras y se arrodilló tan respetuosa ante la dorada dama, como si hubiera sido ésta una princesa, que le hacía el honor de visitarla. Pero Mariquita le dijo:
Querida madre, ¿no me conoces ya? Yo soy Mariquita.
Entonces vino también su hermana, tan asombrada y sorprendida como la madre, y tan llena de envidia, y Mariquita tuvo que contarles cuán admirablemente la había ido, y cómo había conseguido su oro.
La madre la recibió entonces bien en su casa y también la trató mejor que antes, y Mariquita fue honrada y amada de todos; también encontró pronto un gallardo joven que se llevó a Mariquita como esposa a su casa y vivió feliz con ella.
Pero a la otra María le mordía el corazón la envidia, y resolvió también salir de su casa para volver cubierta de oro. Su madre le dio dulces pasteles y vino para el viaje, y cuando María se puso a almorzar v acudieron también a comer los pajaritos, los espantó enfadada. Pero sus pasteles se convirtieron invisiblemente en ceniza, y su vino en insípida agua.
Por la noche vino María igualmente a la casa de Turcomano; entró soberbiamente por la dorada puerta del jardín y se puso a llamar en la puerta interior. Cuando vino Turcomano y preguntó lo que quería, le dijo ella con tono desdeñoso:
Ahora quiero pasar la noche aquí.
Y él murmuró:
¡Pasa adentro!
Después le preguntó también:
¿Dónde quieres dormir mejor, en la alcoba dorada o con los perros y los gatos?
Ella dijo inmediatamente:
¡En la alcoba dorada!
Pero él la llevó a la sala en que dormían los perros y los gatos, y la encerró dentro.
Por la mañana estaba María espantosamente arañada y mordida. Turcomano murmuró otra vez:
¿Con quién quieres tomar café conmigo o con los perros y los gatos?
Pues con usted — dijo ella; y tuvo que ponerse a tomarlo con los gatos y los perros.
Entonces quiso irse, pero Turcomano murmuró de nuevo:
¿Por qué puerta quieres salir, por la de oro o por la de pez?
Y ella le contestó:
¡Por la puerta de oro, eso no es necesario preguntarlo!
Pero esta puerta fue inmediatamente cerrada, y tuvo que salir por la puerta de pez, y Turcomano se subió encima de esta puerta, la agitó y sacudió haciéndola oscilar, y cayó tanta pez sobre María, que se llenó la ropa, quedando toda ella cubierta.
Cuando María vino a casa furiosa, por su fea facha, le cantó el gallo saliéndole al encuentro:
Quiquiriquí, aquí viene María Pez! ¡Quiquiriquí!
Y su madre volvió la cara a otro lado llena de espanto, y no pudo enseñar a las gentes su fea hija, quien quedó bien castigada con haber sido cubierta de pez en vez del oro que ella esperaba.

miércoles, 12 de abril de 2023

Pablito y las violetas

(Saturnino Calleja)

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Pablito era un niño de doce años que poseía el claro raciocinio de un hombre, y la seriedad de éstos. Sus aficiones le hacían huir de los niños mal educados, que le molestaban con sus bruscos modales, y rehuía asimismo la compañía de los niños ricos, que intentaban humillarle.
El espectáculo que presenciaba en su casa, de una lucha diaria por la existencia, y el relato que su madre le hacía desde niño de sufrimientos y humillaciones, habían madurado su inteligencia y le había hecho adquirir una gravedad precoz y excepcional. Sus distracciones consistían en iluminar estampas, cuidar de unas pobres flores que crecían en un cajón de madera, y en la lectura de libros de viajes y de cuentos.
Huía de los juegos desatentados y de los gritos y ruidosas manifestaciones de entusiasmo, por cuya razón le llamaban El bobazo.
Se levantaba Pablo muy de mañana, y estudiaba su lección sin necesidad de que su madre se lo advirtiera.
Antes de ir al colegio hacía los recados de casa, y ayudaba al arreglo de la habitación.
Una tarde, al volver del colegio, encontró a su madre muy triste conforme entró en su casa rompió ella a llorar diciendo:
¡Ah, hijo mío! ¡Si tú supieras!
¿Qué tienes, mamá? —le preguntó el niño—. Dime lo que te sucede, pues cuando te veo triste daría mi vida porque desapareciese el motivo de tu dolor.
Es que el casero me ha llamado para decirme que si dentro de tres días no se paga el dinero que se le debe, seremos despedidos.
El niño palideció y comenzó a llorar con su mamá.
Después, éste, enjugando sus lágrimas, dijo a su mamá dulcemente:
No te desesperes, puede que ese señor no sea tan duro y nos espere aun unos días.
No, hijo mío, no nos esperará, y esto es lo que me apura tanto. Lo peor es que hace unos días que he presentado a mi mejor discípulo de canto el recibo, y aun no me lo ha pagado. Pasado mañana comienzan las fiestas de Pascua y vienen las vacaciones, de modo que lo menos en diez días no hay esperanzas de tener dinero. He empeñado mis alhajas y ropas para pagar al carnicero y al tendero de ultramarinos, porque los pobres no podemos tener deudas... No quiero, sin embargo, que lleguemos a la humillación de ser arrojados de la casa. Si para dentro de tres días no he recibido dinero, se venderá el piano y se pagará al casero, aunque nos privemos de todo.
Pasaron dos días. Llegó el en que finalizaban los tres días otorgados para el pago, y la madre no había cobrado, y dijo:
Pablo, tendremos que vender el piano para pagar la casa.
Aquella noche el niño durmió mal. Soñó con el piano; veía su palisandro brillante relucir como un espejo, sus candelabros lanzando reflejos dorados, sus teclas blancas cortadas por las negras que se le sobreponen, y sobre ellas a su madre llorando. Llorando sin consuelo.
Y, sin embargo, el niño se durmió diciendo:
Y bien... se pagará todo.
Al día siguiente salió la madre como de costumbre para sus lecciones. Era martes de Pascua, y Pablito se quedó en su casa leyendo uno de sus hermosos libros de cuentos. Pero, apenas se hubo cerrado la puerta y vio a su madre alejarse, cerró su libro, corrió al armario, tomó una bonita blusa de cachemir que su madre le había hecho, se ciñó su cinturón de cuero, se puso sus zapatos de los días de fiestas, y abrió su carpeta.
Allí estaba su magnífica colección de sellos, la que había él mismo hecho con los que le había mandado su tío, que andaba corriendo por el mundo, y en la actualidad no se sabía dónde estaba. La colección era la más completa y la más rara de cuantas se conocían. No sólo tenía sellos de correos, sino también sellos de todas clases para el papel que se emplea en las cosas que tienen uso público y oficial, toda clase de timbres y hasta billetes grandes y pequeños de todos los países. Era una colección de efectos timbrados y papel moneda, y estaba hecha con arte y colocada con gusto. Un amigo de la casa había dicho un día: "Esta colección vale más de mil pesetas."
Pero el chico no conocía aun el valor de las cosas. Tomó Pablo aquella colección que era su alegría y su orgullo y que causaba la admiración y la envidia de sus compañeros cuando se la enseñaba. Estuvo mirando hoja por hoja... deteniéndose y lanzando de vez en cuando miradas al piano, que luego convergían a las hojas llenas de sellos, y después, dando un gran suspiro y cerrando luego las tapas con un movimiento enérgico, dijo: "¡Vamos!" y salió a la calle.
Fue Pablo a casa de un amiguito que tenía, muy rico y que le había prometido cien pesetas por su colección. Llamó, preguntó por él, lo recibió el amigo, y le propuso la compra del álbum. No tuvo tiempo el niño de contestar, pues una señora que se había acercado a ellos, al oír la proposición, exclamó:
¿Cómo es eso, niño, te has atrevido a pensar en un gasto como ese sin mi permiso?
No lo creas, mamá, es un mentiroso.
Entonces la señora llamó a un criado y le dijo:
Acompañe usted a este chico a la puerta, y otra vez tenga cuidado de quien entra.
Lleno de vergüenza y con las lágrimas en los ojos, salió de aquella casa Pablito, y decidido a vender su colección para salvar el piano, fuese a una tienda de las que se dedican a este comercio y propuso la compra de ella.
Después de muchos regateos le dio el comerciante cincuenta pesetas y cincuenta céntimos, fracción que logró arrancarle por último porque decía que lo necesitaba.
Se guardó en el pecho el billete que le dieran en la tienda, y con los cincuenta céntimos compró un ramo de violetas.
De regreso a su casa encontró a su madre asustada e inquieta por su ausencia.
¿De dónde vienes? — le preguntó.
De vender mi colección de sellos — le contestó —. Toma, aquí tienes lo necesario para pagar al casero; ya no tienes necesidad de vender tu piano. Y aquí tienes para ti este ramito de violetas.


miércoles, 5 de abril de 2023

La trama de la vida


LA TRAMA DE LA VIDA
(Saturnino Calleja)

El visir Alí-ben-Hassán, primer ministro de Amgiad, el gran califa, se paseaba un día por los alrededores de Bagdad. Desde la mañana no había tenido más que disgustos. Había dormido mal. Luego, su hijo primogénito, Nuredin, que salió de casa la noche anterior, había vuelto ya, bien claro el sol, vergonzosamente borracho revelando a las claras que se trataba con los jóvenes calaveras de Bagdad y que infringía la sabia ley del Profeta, que prohíbe el uso del vino y de los licores. Por otra parte, la criada que tenía el cargo de acompañar a su hija al baño, le había comunicado al regresar que, por quinta vez, en el espacio de otros tantos días, un joven de aire satisfecho se había atravesado en su camino, como por casualidad, y que Armina, al pasar, con el pretexto de arreglarse el velo, se lo había desarreglado, de manera que permitió al apuesto desconocido ver su radiante rostro, hecho que en toda doncella mahometana constituye un grave olvido de las reglas de la buena conducta.
Muy malhumorado ya por estas desazones, Alí había ido al Consejo, y al presentarse ante el califa Amgiad éste le había recibido fríamente. Hacía poco tiempo que una sedición se revolvía a una provincia próxima. Alí la había reprimido con gran energía, sin considerar el asunto digno de ser expuesto a su glorioso señor y amo, pero los enemigos del ministro no habían sido igualmente reservados y el califa reprochó con gran vehemencia a su ministro, primero, el haber dado lugar a que surgiese una sedición en su reino; segundo, el haberle ocultado hecho, y tercero, el haberla reprimido por fuerza y no por la persuasión, que es ciertamente preferible, aunque desgraciadamente no siempre es eficaz. Por esta causa, Ali había salido del Consejo muy molesto por la impresión, siempre dolorosa para un estadista, de que su crédito había mermado considerablemente.
Llegado apenas a su casa, su esposa había reñido con él, acusándole de tacañería en la cantidad que le destinaba para vestirse y declarándole que la esposa del gobernador de palacio se vestía mejor que ella, que en realidad no tenía nada que ponerse. Alí inclinó la cabeza ante la tormenta y mandó a sus criados que le sirviesen la comida, esperando hallar en los placeres de la mesa compensación a sus disgustos públicos y privados; mas por desgraciada casualidad, el cocinero prescindió aquel día de todos los platos que le gustaban al visir.
Completamente desesperado, Ali salió de su casa, dejó la ciudad y se fue a pasear al campo.
- Verdaderamente - murmuró Alí según iba andando -, hay días en que debiera uno poner fin a su existencia. ¿Para qué le sirve a uno la vida sino para rabiar?
Un sol abrasador quemaba el camino que seguía el visir, que no tardó en sentir un irresistible deseo de encontrar algún lugar a la sombra. Después de mucho buscar, llegó a un sendero que, por lo estrecho y torcido prometía frescura y paz, y se internó en él. Anduvo hasta una tapia ruinosa, cerca de la cual se alzaba una palmera. Alí lanzó suspiro de satisfacción y se echó junto a la tapia, a la sombra de las anchas hojas del árbol. Seguramente no hubiera tardado mucho en quedarse dormido, si no hubiese comenzado a molestarle un monótono zumbido. Miró el visir a un lado, y otro, y vio girar alrededor de su cabeza una mosca preciosa verde y oro. Como Alí deseaba la paz del sueño, la espantó dos o tres veces con la mano, pero, la obstinada mosca volvió una y otra vez a él, acabando por posársele descaradamente en la nariz.
Esto era ya demasiado. Ali se sentó bruscamente y dio un manotazo vigoroso a su enemiga sin alcanzarla. Pero la mosca, en su precipitada fuga, no vio que se iba derecha a la tela de una araña muy gorda tendida entre un ángulo de la tapia y el tronco de la palmera. El visir no pudo menos que sentirse satisfecho al pronto, diciendo para sus adentros:
- ¡Ahora me dejarás dormir un rato, mosca mareona!
Y como siguiera observando lo que le ocurría a a mosca verde-oro, vio salir de una grieta de la tapia una monstruosa araña que tenía tan grande el vientre como la yema de un dedo de hombre y unas patas largas, negra y velludas. Corrió la araña hacia su presa y se puso a tejer una red en torno de la mosca, que aleteaba en un vértigo de terror y de angustia. Hacía tan desesperados esfuerzos para librarse de sus ligaduras, que Alí se compadeció al fin al ver la inútil lucha, y aun cuando estaba muy cansado, no quiso dejar perecer a su enemiga de un modo tan triste. Se levantó, pues, espantó a la araña y libró después a la mosca de su cautiverio.
- Ahora espero que me dejes en paz - le dijo abriendo los dedos y dejándola libre.
La mosca echó a volar y Alí la perdió en seguida de vista. Entonces volvió a tenderse a a la sombra de la palmera, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. 
Una voz que pronunciaba su nombre le despertó, al abrir los ojos vio ante él un personaje de deslumbradora belleza y proporciones gigantescas. De sus hombros salían dos alas tenues y transparentes. Alí comprendió que hallaba en presencia de un genio.
- Visir - dijo la aparición -, me has prestado un verdadero servicio. Yo era la mosca que zumbaba hace poco alrededor tu cabeza. Había tomado aquella forma con el fin de dejar un rato mi ordinaria grandeza y volar libremente en los rayos del sol. Un perverso encantador, enemigo mío, trató de aprovechar la ocasión y se convirtió en la araña aquella en cuya tela quedé preso y de la cual no hubiese escapado a no ser por auxilio. Porque has de saber que, aun cuando se nos permite tomar la forma que se nos antoja, corremos al mismo tiempo el riesgo de caer en iguales lazos que los seres cuyo aspecto adoptamos, y si caemos, sólo puede librarnos de ellos el auxilio de los hombres. Así, me he salvado gracias a tu generosa intervención, y en pago de ello pídeme un favor, pues cualquiera que éste sea prometo concedértelo.
El visir permaneció silencioso un momento y al fin repuso:
- Hace una hora estaba yo pensando que no nos trae ninguna ventaja el vivir muchos años, porque diversos disgustos nos estropean muchos días de nuestra existencia, y por lo tanto, sería mucho mejor vivir menos tiempo, siempre que nuestra existencia se compusiera exclusivamente de días claros felices. Pues, si está en tu poder hacerlo, suprime de mi vida futura todos los días de aflicción y déjame vivir sólo aquellos que haya de verme tranquilo y alegre. Si me complaces pagarás con largueza el favor que te he hecho.
Al oír tales palabras el genio sonrió un modo enigmático y dijo a Ali:
- ¿Has meditado bien tu deseo?
- Sí - respondió Alí
- Pues sea como quieres.
Instantáneamente el visir sintió que su fantástico interlocutor le cogía por mitad del cuerpo y le elevaba hasta una altura tal, que perdió el sentido; y cuando volvió en sí se encontró en la cama de su casa de Bagdad, con el cuerpo tan estirado y tan frío, que no podía hacer el más ligero movimiento. Tenía cerrados los ojos, mas a pesar de ello veía lo que pasaba en torno suyo y oía todo lo que hablaban en el aposento, que estaba lleno de gente. Se hallaban allí su esposa, sus hijos y sus criados, llorando todos y lamentando la pérdida de tan buen esposo, tan buen padre, tan buen amo y tan fiel y noble amigo.
Y pensó Ali:
- ¿Es que estoy muerto?
- Sí - le contestó una voz.
El genio apareció a los pies de la cama, sin que fuera visible para nadie más que para Alí, cuyos pensamientos leía.
- ¡Pérfido espíritu! - pensó el visir - ¿Es éste el modo de cumplir tu promesa?
- No me acuses a mí - replicó el genio - acusa solamente a tu propia torpeza. ¿Por qué me pediste lo que era imposible? Dos hadas tienen el cargo de hilar los destinos de los hombres. Al principio de todas las cosas, se puso ante una de dichas hadas un montón de lana blanca para que hilara con ella los días dichosos, y ante la otra un montón de lana negra para que con ella tejiera los días que habían de ser infaustos. Pero una noche, mientras las hadas dormían, llegó el diablo y se divirtió un rato revolviendo los dos montones de lana, Enredándola de tal modo, que cuando las hadas se despertaron les fue imposible separar la lana negra de la lana blanca. Desde entonces tienen que hilar los días con los colores mezclados, y por eso se componen de alegrías y tristezas. Recuerda los que has vivido, y di si hay alguno en que no hayas tenido alguna satisfacción, por pequeña que haya sido. Al pedirme que cortara de tu vida futura todos aquellos días en que hubieras de tener algún disgusto, me pediste, en realidad, que suprimiese todos, y ha llegado para ti el día de la liberación, que es el de la muerte. Siento mucho haber tenido que darte esta lección, pero tú lo has querido así.
- Desgraciadamente no puede servirme ya de nada, puesto que me he muerto - dijo Alí.
El genio se sonrió entonces y le dijo:
- Soy benévolo. Si quieres, será como si no me hubieses dicho nada; volveré a llevarte al lugar de donde te traje y no cambiará nada en tu existencia. ¿Aceptas?
- No puedo desear cosa mejor - respondió el visir.
El genio tendió los brazos a Alí, ante cuya vista desapareció todo, y por segunda vez se quedó privado de sentido. Cuando lo recobró estaba al pie de la tapia, a la sombra de la palmera donde se había quedado dormido antes. Se levantó, preguntándose a sí mismo si le había ocurrido realmente aquello o si había sido sencillamente un sueño, y se encaminó a su casa, pensativo.
Y llegando a ella, se enteró Alí de que su hijo Nuredín se había puesto malo, a consecuencia de los excesos de la noche anterior, y que había jurado no volver a beber más que agua... Supo también que el joven con quien se encontraba su hija tan frecuentemente al ir y volver del baño era hijo de uno de los personajes más ricos e importantes de Bagdad y que había pedido formalmente la mano de Armina. Además, recibió el visir una carta del califa Amgiad, su soberano, declarándole que, después de reflexionar, consideraba prudente y enérgica su conducta, y asegurándole que gozaba más que nunca de la estimación regia. Por fin, la esposa del visir había hecho una visita a la esposa del gobernador de palacio, y había visto con sus propios ojos que el nuevo vestido de aquella dama era un verdadero mamarracho, por lo cual estaba ya de muy buen humor. Y hasta el cocinero había resuelto reparar la negligencia de la mañana, y sirvió a Alí una comida exquisita.
Así terminó, del modo más dichoso, un día que había comenzado tan adversamente, y el visir, al ir a acostarse, se confesó a sí mismo, sonriendo, que el genio, real o imaginario, le había dado una lección sabia, que nunca más olvidaría.






miércoles, 29 de marzo de 2023

La Tía Miseria

(Saturnino Calleja)

Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al final

Había en una aldea, situada a orillas de un río, una mujer conocida con el apodo de Miseria, que se pasaba la vida pidiendo limosna de puerta en puerta, y que parecía más vieja que Matusalén. Esta pordiosera tenía por toda familia un perro llamado Catuche, y por toda fortuna un palo y una cesta, donde guardaba las provisiones con que la socorrían.
Detrás de la choza en que se cobijaba, crecía un peral. tan hermoso, como no se había visto ningún otro en la tierra. Miseria disfrutaba saboreando los frutos de su peral; pero los muchachos de la comarca solían arrebatarle con frecuencia las mejores peras, mermando así el único placer que disfrutaba.
Todos los días la tía Miseria salía a pedir limosna con el perro. Pero en el otoño, Catuche permanecía en la choza guardando el peral; separación que causaba a los dos molestias y pena, Porque la pobre y el perro eran muy buenos amigos.
Un invierno, que cayó tanta nieve que hasta los lobos fueron a refugiarse en las poblaciones, la Miseria v su perro no salieron de su choza.
Una noche de las más crudas llamaron a la puerta, y una voz quejumbrosa dijo:
- Abran ustedes la puerta, por amor de Dios, a un pobre que se está muriendo de hambre y de frío.
- Levante usted el picaporte - dijo la Miseria.
Así lo hizo el forastero, y al entrar pudo verse que llevaba por todo traje unos cuantos harapos, que era viejo y caduco, y que llevaba por todo equipaje un palo, en el que se apoyaba.
- Siéntese usted, buen hombre - dijo la vieja -. No ha tenido usted suerte al venir por aquí; pero todavía puedo ofrecerle un poco de fuego para que se caliente.
Y encendió el único haz de leña que le quedaba, y regaló al viejo un pedazo pan y una pera que habían dejado los chiquillos en el árbol.
Mientras el buen viejo comía, el perro le acariciaba. Cuando terminó la colación, la tía Miseria obligó a su huésped a que se tapase con la única manta que tenía, mientras ella se tendía en el suelo y apoyaba la cabeza, para dormir, sobre el respaldo de la única silla que allí había.
Al día siguiente se despertó muy temprano.
- No tengo nada que darle a mi huésped, y va a tener que ayunar. Saldré por ahí a pedir, y si me dan algo vendré en seguida.
Al abrir la puerta vio que hacía una hermosa mañana. Los ardorosos rayos del sol derretían la nieve, y la temperatura era muy agradable. Al volverse con objeto de recoger su palo de un rincón, vio de pie al forastero y dispuesto a marcharse.
- Se va usted ya? - le preguntó.
-Ya he cumplido mi misión - respondió el desconocido -, y necesito ir a dar cuenta exacta de lo que he hecho. Yo soy un enviado de Dios, y por su voluntad estoy en el mundo para informarme de cómo practican por aquí la caridad, que es la primera de las virtudes cristianas. He llamado a las puertas de muchos ricos, y en todas ellas se han negado a socorrerme. Tú has sido la única que se ha apiadado de mi desgracia, siendo más desdichada aún que yo. Dios te premiará, no lo dudes. Dime lo que puedo hacer por ti; cualesquiera que sean tus deseos, se realizarán.
La Miseria se santiguó y cayó de rodillas.
- ¡Oh, buen señor! Habéis de saber que cuando hago la caridad no me mueve interés alguno. Además, no necesito nada.
- Eres demasiado pobre para mostrarte tan generosa. Pide sin temor lo que quieras. ¿Quieres un campo que produzca abundante trigo, un bosque que te provea de leña? ¿Quieres dinero, honores...? Habla, mujer.
La tía Miseria movió la cabeza dijo con humildad:
- Puesto que lo exigís, obedeceré. Tengo en mi jardín un peral. Los muchachos de la comarca vienen a comerse, cuando es tiempo, sus frutos, y a fin de evitarlo, me veo obligada a dejar de guardián a mi perro. Ya que es tan grande vuestro poder, haced que el que se suba a mi peral no pueda bajar sin mi permiso.
- Amén - dijo el huésped sonriéndose.
Y después de darle su bendición, desapareció.
En lo sucesivo todo fueron venturas para la tía Miseria.
Al llegar el otoño, el primer día que salió de su albergue la pobre andina, los chicuelos, incitados por la golosina y no pensando en el castigo que por su vicio iban a recibir, treparon al peral y se llenaron los bolsillos de peras. pero al querer bajar les fue imposible.
A su vuelta, Miseria los encontró colgados del árbol, y así los dejó algún tiempo para que escarmentaran . No hay que añadir que en lo sucesivo no solo volvieron a quitar al árbol sus frutos, sino que ningún habitante de la comarca se acercaba al misterioso peral.
Un día, hacia fines del otoño, que estaba que estaba tomando la Miseria el sol, oyó una voz quejumbrosa que decía:
-¡Eh, tú!, ¡Miseria, Miseria!
La buena mujer se puso a temblar de pies a cabeza, y Catuche comenzó a dar aullidos lastimeros.
Se volvió y vio a un hombre largo, muy largo y delgado, muy delgado, amarillo y viejo, más que un patriarca.
Por la guadaña que llevaba, la Miseria reconoció a la Muerte.
- ¡Hombre de Dios! - le dijo con voz alterada - ¿Qué busca usted aquí?
- Prepárate a seguirme, pues es a ti a quien busco,
- ¿Ya?
- íMe gusta la frescura! ¿Te pesa mi venida, cuando debías alegrarte, ya que eres tan pobre, tan vieja y tan enfermiza
- Ni soy pobre ni sov vieja. Tengo pan y leña, que es cuanto necesito, y hasta la Candelaria no cumpliré los noventa y cinco. En cuanto a lo de enfermiza,, ¡ya quisiera usted estar tan bueno y tan sano como yo!
- Mejor lo pasarás en la otra vida.
- Se sabe lo que se pierde en esta, no se sabe con certeza si se ha ganado el cielo. Además mi ausencia entristecería a mi perro.
- Vendrá con nosotros. Vamos, que tengo prisa.
Miseria suspiró.
- Concédame usted algunos minutos para arreglarme un poco.
Consintió la Muerte; pero mientras se acicalaba la buena vieja, fijó su mirada en el peral y se le ocurrió una idea que le hizo sonreír. Saliendo hasta la puerta de la choza:
- Buen hombre, hágame usted un favor - le dijo -. Trepe usted al peral y cójame las tres peras que quedan para que me las vaya comiendo por el camino.
- Con mucho guste - dijo la Muerte.
Y trepó al árbol. Pero su asombro fue grande cuando, después de haber cogido las tres peras, vio que le era de todo punto imposible bajar del peral.
- ¡Miseria! - gritó - ayúdame. Este maldito árbol embrujado no me deja bajar
Acudió a la puerta. y vio los grandes esfuerzos que que hacía Muerte con sus brazos y sus piernas para librarse de las ramas que la enlazaban y la oprimían, como si un poder oculto las moviese.
Miseria comenzó a reír y dijo
- No me corre gran prisa dejar esta vida hasta que Dios lo decrete. Quédate ahí, que tienes para tiempo. De este hecho, el ser humano va a deberme el mayor de los beneficios.
Y cerró la puerta, dejando a la Muerte colgada del peral.,
Pasó el tiempo y como la Muerte no desempeñaba sus funciones, causó mucho asombro ver que nadie se moría en las poblaciones de la comarca.
El asombro fue grande al mes siguiente, sobre todo cuando se supo que otro tanto pasaba, no solo en la provincia, sino en todo el mundo. Nadie había oído hablar de cosa semejante, y cuando vino de nuevo el otro año, se supo que nadie había muerto en ningún país del mundo.
Los enfermos se habían curado sin que los médicos supiesen cómo ni por qué, a pesar de lo cual se vanagloriaban de haberles salvado la vida. Pasó otro año, y al final de él, los hombres se felicitaban por haber llegado a ser inmortales. Con este motivo hubo grandes festejos en todas partes, y no teniendo miedo de morir, ni de indigestión, ni de gota, ni de apoplejía, comieron y bebieron hasta dejárselo de sobra.
Durante los veinte, treinta y noventa primeros años, todo fue bien; pero al cabo de este tiempo, no era raro ver ancianos llenos de achaques, perdida la memoria, ciegos, sordos, sin paladar, sin tacto, sin olfato, insensibles a todo goce, que comenzaban a pensar que la inmortalidad del cuerpo, según la actual vida, no era un beneficio, como algunos han creído erróneamente.
Hubo necesidad de reunir a todos los ancianos en inmensos hospicios, en los que cada nueva generación no tenía más remedio que ocuparse en cuidar a las precedentes, que no podían librarse de la vida.
Con reyes achacosos, los gobiernos se debilitaron las leyes cayeron en desuso, y los inmortales, seguros de no ir al infierno, se entregaron a todo género de crímenes. Saqueaban, robaban, incendiaban; pero ¡ay! lo único que no podían hacer era asesinar.
Como los animales tampoco morían se pobló, de tal modo la tierra, que no bastaban sus productos a nutrir a sus pobladores, de aquí resultó un hambre terrible, y los humanos andaban errantes, desnudos por los campos, porque ya las habitaciones no eran bastantes para todos, y no poder morirse constituía la mayor de las crueldades.
Acostumbrados la Miseria y Catuche a sufrir, habiéndose quedado sordos y ciegos, no podían formarse la menor idea de lo que pasaba en el mundo.
Los hombres buscaban la muerte con más empeño que antes habían tenido para huir de ella. Recurrieron a los venenos y a las armas más mortíferas; pero unos y otras no hacían más que estropearlos sin destruirlos. Se hicieron unos pueblos a otros guerras formidables para destruirse mutuamente, pero los combatientes no lograban matar a un solo hombre.
Se convocó un Congreso, al que acudieron todos los médicos del mundo. Allí buscaron un remedio contra la vida; se ofreció un gran premio de 100.000 francos al que encontrase la receta de la muerte, pero todo fue en vano.
Por aquel tiempo había un médico muy sabio llamado Sinescrúpulos.
Era un hombre excelente, que en los buenos tiempos había enviado mucha gente al cementerio. Y estaba desesperado con aquel insufrible estado de cosas.
Una noche, al volver a su casa después de haber comido con el alcalde de la población en que vivía, se perdió en el camino, y casualmente llegó a pasar cerca de la choza de la Miseria, sorprendiéndose al oír una voz que decía:
- ¿Quién librará a la tierra de la inmortalidad, cien veces peor que la peste?
El doctor alzó los ojos y su alegría fue grande al reconocer a la Muerte.
- ¿Usted por aquí, mi antiguo amigo - Le dijo -. ¿Se divierte usted en ese árbol'?
- Estar aquí me desespera - le respondió la Muerte.
El doctor le tendió la mano, y la Muerte hizo un esfuerzo tan grande, que suspendió al doctor, y el árbol le enlazó con sus ramas, dejándolo aprisionado. Cuantos esfuerzos hizo fueron inútiles: tuvo que resignarse a vivir en compañía de la Muerte.
¡Grande fue el asombro de sus convecinos, y en todos los periódicos se anunció su desaparición!, ¡Tiempo perdido!
Sus parientes recorrieron la comarca y registraron todos los rincones, hasta llegar cerca de la choza de la Miseria. Al verlos el doctor, agitó sus brazos pidiendo auxilio.
- Por aquí, por aquí! - gritaba -. Aquí tengo a la Muerte. Está en mi poder, pero nos es imposible bajar de este árbol.
Los primeros tendieron la mano a la Muerte, al doctor; pero del mismo modo que éste, fueron suspendidos.
Acudían hombres, se colgaban de los que estaban suspendidos; crecía el árbol y quedaban suspendidos a su vez.
Pendían ya de las ramas millares de seres humanos, y algunos de los últimos que llegaron dispusieron echar abajo el peral; pero era invulnerable a los hachazos. Tanto ruido hacía aquella gente, que la Miseria, a pesar de su sordera, se enteró de lo que pasaba.
- Únicamente yo - dijo - puedo librar a esa gente de su cautiverio, y consentiré en ello con tal de que no venga a buscarnos ni a mí ni a mi perro basta que yo la llame.
- Aceptado - dijo la Muerte -. Yo procuraré obtener el correspondiente permiso de quien todo lo puede.
- ¡Entonces, bajad, lo permito! - gritó la Miseria
Y la Muerte, el doctor y los innumerables prisioneros que estaban a su lado, cayeron del árbol, como si fueran peras maduras.
Puso manos la Muerte a la obra, y después de despachar a los que tenían más prisa, viendo que tenía más trabajo del que ella sola podía desempeñar, formó un ejército de médicos, nombrando general en jefe al doctor Sinescrúpulos.
Algunos meses bastaron a la Muerte y a sus auxiliares para librar a la tierra del exceso de seres vivientes, y todas las cosas volvieron al estado que antes tenían. La humanidad recuperó el derecho de morir, excepción de la Miseria, que todavía no ha llamado a la Muerte. Razón por la cual la Miseria anda y andará siempre por el mundo.

miércoles, 22 de marzo de 2023

Saturnino Calleja



H
e publicado aquí; además de mis cuentos y trascuentos originales, cuentos de transmisión oral que guardaba en la memoria, cuentos clásicos, relatos propios o de otros, fábulas de los más famosos fabulistas...
Pero creo que faltaría algo importante en el Mundo de los Cuentos, si no hiciera una mención especial a un personaje que hizo mucho por los cuentos y por ayudar a divulgar la literatura en este país fomentando la afición a la lectura. Se trata de Saturnino Calleja, del que a continuación pondré una breve semblanza extractada de Wikipedia.
Y, si lo consigo, publicaría algunos de sus cuentos en los próximos jueves.





Saturnino Calleja Fernández (Burgos, 11 de febrero de 1853-Madrid, 7 de julio de 1915) fue un editor, pedagogo, escritor y traductor español, fundador de la Editorial Calleja, autor de libros de educación primaria y de lecturas infantiles.
Su padre fundó en 1876 un negocio de librería y encuadernación en la calle de la Paz, en Madrid, que fue comprado en 1879 por Saturnino. Él lo convirtió en la Editorial Calleja, que llegó a ser la más popular en España, Hispanoamérica y Filipinas y que publicó, en 1899, un total de 3 400 000 volúmenes.
Realizó tres importantes novedades en el mundo editorial de la época:
Publicó grandes tiradas de los libros y cuentos (con muy pequeño margen de beneficio, con lo que abarató mucho los precios) e ilustró profusamente todos ellos con dibujos de los mejores artistas, con lo que logró unos cuentos atractivos y al alcance de los bolsillos de menor poder adquisitivo, acostumbrando a leer, con ello, a varias generaciones de niños.
Las dimensiones de cada cuento fueron también una novedad, pues se trataba de cuentecitos diminutos que los niños podían coleccionar como si fuesen cromos y conservar o transportar en casi cualquier parte, incluso en sus bolsillos. Cada cuento sólo medía unos cinco centímetros de ancho por unos siete de alto.​
Por otra parte, los libros de pedagogía eran entonces escasos, malos y caros. Calleja editó otros, basados en las más modernas tendencias pedagógicas europeas, y los llenó de bonitas ilustraciones (su gran lema era "Todo por la ilustración del niño") y los repartió, a veces a costa de su bolsillo, por las entonces paupérrimas escuelas de los pueblos de España (los maestros españoles estaban entonces menospreciados, véase por ejemplo el dicho popular «pasar más hambre que un maestro de escuela»).
La Editorial Calleja publicó del orden de los 3000 títulos, y no solo cuentos, sino también libros de texto y de pedagogía (muchos de éstos escritos por el propio Calleja), así como de literatura clásica (varias ediciones del Quijote, la primera edición completa de Platero y yo, etc.).
Es muy conocido por su colección de cuentos económicos, baratísimos, al alcance de todos los bolsillos infantiles que tuvieran 5 y 10 céntimos. De esto deriva la expresión "¡Tienes más cuento que Calleja!". Los elementos folclóricos eran tratados con ciertos tonos instructivos y ejemplificadores, además de resaltar en ellos las notas de un curioso casticismo hispánico que los hacía prácticamente inconfundibles. De invención suya es el final de innumerables cuentos de habla hispana: "...y fueron felices y comieron perdices, y a mí no me dieron porque no quisieron."