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miércoles, 30 de octubre de 2019

La caja de las respuestas (3)


Hoy continúa el relato desde el punto en que lo dejamos la semana pasada, en una extraña ciudad deshabitada surgida como por arte de magia.







LA CAJA DE LAS RESPUESTAS
(parte 3)

Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al final

Por la parte interior del muro se veía circular el camino de ronda uniendo las torretas que había visto junto a la puerta y las otras más alejadas. A la derecha de la plaza destacaba un suntuoso edificio que daba la impresión de ser la morada de alguien importante en aquella ciudad, de modo que dirigió sus pasos hacia él esperando encontrar alma viviente o, cuando menos, algo que llevarse a la boca.
Franqueó la regia puerta, que estaba abierta de par en par, y se encontró en un salón que le recordó al de aquel castillo polvoriento, pero aquí todo estaba limpísimo y no había ni rastro de telarañas ni olor a moho, pero tampoco había muebles, tapices ni alfombras. Tampoco había nadie, un salón inmenso y desierto, como desierta parecía aquella ciudad.
Exploró alguno de los pasillos, abrió alguna de las puertas, todo estaba en perfecto estado: los dormitorios, convenientemente equipados, amueblados y las camas preparadas, sólo que en los armarios no había ni una sola prenda de ropa y los cajones de las mesillas y cómodas estaban vacíos. Los baños estaban impolutos, y era evidente que nadie había usado los sanitarios ni las bañeras. Sí que había toallas, convenientemente colgadas en los toalleros así como jabón y agua en los grifos.
Pero lo que a él le urgía era encontrar las cocinas, las despensas o las bodegas, o lo que fuere en donde hubiera algo comestible, y buscó afanosamente por todas las estancias de aquella enorme mansión. Encontró la cocina, la despensa, la bodega... pero en ellas, ni rastro de comida o bebida alguna, hasta las tinajas y toneles de la bodega sonaban a hueco y por los grifos no salía ni gota.
Desesperaba de encontrar algo de comer y ya se veía muerto por inanición, pero no se daba por vencido. Regresó al salón de entrada y reparó en un estrecho pasillo, igual que el que había seguido con aquel anciano y, al fondo, halló una puerta ovalada como aquella de la estancia secreta del castillo. Pensó que al otro lado encontraría nuevamente aquella mesa provista de manjares y se le hizo la boca agua mientras empujaba la puerta. Pero no halló ni mesa, ni silla, ni muebles, ni estancia tampoco. Había desembocado en un jardín interior, una especie de patio lleno de rosales en flor y estuvo a punto de darse un banquete de pétalos a falta de otra cosa, hasta que descubrió, en el centro del jardín, un árbol cargado de rojos frutos. Se acercó. Era un manzano, y no tardó nada en vérsele sentado al pie del árbol, con la espalda apoyada en el tronco y una buena cantidad de corazones de manzana a su alrededor.
La noche le sorprendió en su afanoso deglutir, el jardín comenzó a oscurecerse y pensó.
- Aquí no hay nadie más que yo. Soy el Señor de la ciudad de piedra y puedo hacer lo que se me antoje. Pero ahora sólo se me antoja darme un buen baño y dormir en uno de esos mullidos lechos que he visto
De modo que regresó por aquel pasillo, ahora en una penumbra creciente. Allí no había antorchas encendidas ni otra cosa que aminorara aquella oscuridad cada vez más negra. Penetró en el primer dormitorio y descubrió un gran candelabro sobre una cómoda, provisto de media docena de velas, junto a él reposaba un estuche brillante de metal, y en él halló un poco de yesca y unos trozos de pedernal. El propio estuche tenía un saliente, como un eslabón de cadena, y comprendió para qué servía.
Tras varios intentos, consiguió prender la yesca, las chispas que el eslabón de acero arrancaba a la piedra lograron finalmente una pequeña nube de humo en ella, procuró avivar el fuego con un suave soplo y luego encender una de las velas del candelabro, aunque se acabó quemando un dedo. Con aquella vela pudo prender el resto y se hizo la luz en aquella alcoba oscura y solitaria. A su luz exploró los armarios y la puerta que daba al baño, penetró en él y encontró otro candelabro que también encendió. Llenó la bañera y se dejó flotar por un tiempo que ni él fue capaz de calcular. Sólo las yemas de sus dedos, arrugadas, le hicieron comprender que llevaba mucho tiempo en remojo. Se secó, apagó aquel segundo candelabro y regresó al dormitorio. Comprobó el colchón con la mano mediante unos suaves empujones y era mullido. Apagó todas las velas, menos una, y se echó a dormir.
¿Era acaso un sueño? Se veía transportado al exterior de los muros, sobre un caballo y dirigiendo filas y filas de jinetes y carretas cargadas de mujeres y niños, abandonando la ciudad y dirigiéndose más al norte. A sus espaldas, tras los más rezagados de la caravana, pudo ver como aquella ciudad se desmoronaba y se convertía en un confuso montón de piedras, como aquél que viera al llegar. También vio agostarse vertiginosamente toda la vegetación así como los árboles frutales que se extendían a lo lejos quedando despojados de hojas y resecos. La escena se oscureció y un extraño temor se adueñó de él, pero la pesadilla acabó dando paso a un sueño tranquilo y reparador.
Al despertar se encontró en aquella habitación y volvió a sentir hambre, de modo que, a falta de otra cosa, regresó al jardín y se desayunó con unas cuantas manzanas.
La exploración de los alrededores no dio resultado alguno. Casas y más casas todas desiertas, unas amuebladas y otras totalmente vacías. Ni rastro de vida ni de comestibles. Es cierto que las manzanas podían servirle durante un tiempo, pero ya iban quedando menos y no podía permanecer allí indefinidamente. De modo que hizo un buen acopio de ellas en una bolsa que improvisó con una sábana, se guardó la cajita en un bolsillo así como el estuche con el pedernal y se puso en marcha, saliendo de la ciudad. Al atravesar aquella gran puerta se le ocurrió retirar la gran llave de la cerradura y ésta comenzó a cerrarse pesadamente. Cuando se hallaba a poca distancia, tal como viera en su sueño, la ciudad se desmoronó, levantando una nube de polvo que le hizo toser y le cegaba, de modo que se alejó de allí lo más rápido que pudo.
Ahora no sabía qué hacer y pensó que la cajita le podría aconsejar su próximo movimiento. De modo que pensó:
- ¿Y ahora qué hago?
Abrió la caja y encontró la respuesta:
SIGUE AL NORTE
Y así lo hizo.
El camino era duro, seguía aquel extenso páramo y la llave ya le comenzaba a pesar demasiado. Decidió esconderla en algún lugar para no tener que cargar con ella y buscó un sitio apropiado para hacerlo, un sitio que pudiera servirle de referencia para volver a encontrarla. Tras unas horas de camino descubrió una piedra alta, como una especie de monolito y se encaminó hacia ella. El calor apretaba y aprovechó para refugiarse a su sombra, la única que había hallado en su camino. Reposó durante las horas más fuertes del día y escarbó para enterrar la llave al pie de la piedra.
Siguió caminando y caminando, aprovechando la más mínima sombra para refugiarse a lo largo del día y marchando al ocaso, la noche y el amanecer. El calor agobiante, el hambre y la sed le acosaban y fue calmando lo que pudo con las jugosas manzanas, aunque debía administrarlas porque ya no le quedaban muchas y por allí no se encontraba nada comestible, sólo arena, piedras y matojos secos. Las montañas se hallaban aún bastante lejos, aunque poco a poco ya podía distinguir algo de la capa vegetal que las cubría.
Pasaba calor de día y frío por la noche.
- ¡Si pudiera guardar algo de frío de la noche para gastarlo de día, o al revés! - pensó – Pero habrá que resistir, las montañas ya están más cerca.
Y, ciertamente, el terreno iba cambiando, así como la vegetación. Los arbustos se veían más verdes, con hojas y con algunas bayas que él no conocía y no se atrevió a probar.
Dispersas crecían algunas encinas y, a partir de allí, ya pudo reposar a su sombra durante las horas de más calor y comer algunas bellotas, aunque aquellas no eran muy buenas, eran ásperas y le dejaban la boca rasposa, de modo que comía lo más que podía y se reservaba las manzanas para comerse una después y librarse de aquella desagradable sensación, amén de que le aportaban el agua de la que carecía.
Acabó hallando un madroño cargado de frutos, aunque muy pocos estaban plenamente maduros. Sabía que los inmaduros no eran comestibles y que los maduros sí, aunque no se podían comer en gran cantidad ya que eran indigestos, de modo que su escasez no era un problema ya que no debía comer muchos. Se le habían acabado ya las manzanas y estos frutos le sirvieron para calmar algo la sed y para quitarse de la boca lo áspero de las bellotas, pero ya no podía aguantar más sin agua.
Muy cerca se alzaba ya una cadena de cimas pobladas de arbolado. Dos de ellas estaban separadas por una depresión; y pensó que, por aquel desfiladero, si en las montañas había algún manantial, debía discurrir algún cauce de agua. También, aunque fugazmente, había visto moverse a algún animal, cosa que indicaba la presencia de agua. De modo que se orientó hacia allí y no tardó en darse de manos a boca con un arroyo agitado que descendía de la montaña para ir a filtrarse y desaparecer en el suelo arenoso del páramo. Y, de manos a boca, vino a dar en el agua hasta saciar su sed. Bebió tanto y con tanta ansia, que le sentó mal y tuvo que reposar en una sombra hasta que el agua que se agitaba sonoramente en sus entrañas remitió en sus vaivenes.
Confiaba en que en aquel riachuelo hubiera alguna clase de peces o algo comestible, pero no pudo ver nada en el agua, nada de nada que nadara. Se tuvo que conformar con una ración de bellotas para cenar, seguidas de unos madroños y un trago de agua, que resultó aún peor, porque con el agua se despertó lo áspero de las bellotas que los madroños habían amortiguado. Y, con aquella frugal colación, se tendió a dormir junto al arroyo, con el arrullo del agua como canción de cuna, quedándose profundamente dormido.
No llevaba mucho tiempo dormido cuando le despertó un sonido muy diferente al del agua. Era el croar de ranas que sonaba aguas arriba. No pudo resistirse a aquel, para él, canto de sirenas que le atraían. Afortunadamente era una noche de luna llena y la claridad era tal que producía nítidas sombras. Siguió el curso del arroyo hacia su origen y cada vez era más fuerte el sonido del batracio croar, hasta que llegó a un pequeño altiplano, con una charca de regulares dimensiones en la que una legión de ranas desgranaba su sinfonía nocturna. Su presencia fue advertida y se fue amortiguando el sonido y fue reemplazado por el chapoteo de las ranas al zambullirse en el agua huyendo de aquel intruso, lo que no le impidió atrapar a dos de ellas, porque eran muchas.
Había tenido la precaución de llevarse la caja del eslabón con la yesca y el pedernal, de modo que consiguió encender una fogata con las abundantes ramas secas que halló por allí y asó las ranas que le supieron a gloria tras días de manzanas y bellotas.
Y esta vez sí que durmió a pierna suelta y ya no le despertaron las ranas que reanudaron su canto tan pronto quedó todo quieto y en silencio.
Amaneció ya más repuesto y, tras cazar unas cuantas ranas más y guardarlas en la bolsa de sábana, ya vacía de manzanas, prosiguió escalando las laderas de aquellas montañas siempre hacia el norte pero intentando no alejarse demasiado del arroyo para disponer de agua.
Finalmente llegó al origen del arroyo. Se trataba de un manantial que brotaba entre dos rocas a media altura y que formaba una pequeña cascada rumorosa despeñándose desde la altura de unos cinco metros. Aprovechó para colocarse al pie de aquella ducha natural y darse un buen remojón.








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