Hoy continúa el relato desde el punto en que lo dejamos la semana pasada, en una extraña ciudad deshabitada surgida como por arte de magia.
LA CAJA DE LAS RESPUESTAS
(parte 3)
Puede escucharse mientras
se sigue el texto en el
vídeo que figura al final
Franqueó la regia puerta, que estaba
abierta de par en par, y se encontró en un salón que le recordó al
de aquel castillo polvoriento, pero aquí todo estaba limpísimo y no
había ni rastro de telarañas ni olor a moho, pero tampoco había
muebles, tapices ni alfombras. Tampoco había nadie, un salón
inmenso y desierto, como desierta parecía aquella ciudad.
Exploró alguno de los pasillos, abrió
alguna de las puertas, todo estaba en perfecto estado: los
dormitorios, convenientemente equipados, amueblados y las camas
preparadas, sólo que en los armarios no había ni una sola prenda de
ropa y los cajones de las mesillas y cómodas estaban vacíos. Los
baños estaban impolutos, y era evidente que nadie había usado los
sanitarios ni las bañeras. Sí que había toallas, convenientemente
colgadas en los toalleros así como jabón y agua en los grifos.
Pero lo que a él le urgía era
encontrar las cocinas, las despensas o las bodegas, o lo que fuere en
donde hubiera algo comestible, y buscó afanosamente por todas las
estancias de aquella enorme mansión. Encontró la cocina, la
despensa, la bodega... pero en ellas, ni rastro de comida o bebida
alguna, hasta las tinajas y toneles de la bodega sonaban a hueco y
por los grifos no salía ni gota.
Desesperaba de encontrar algo de comer
y ya se veía muerto por inanición, pero no se daba por vencido. Regresó al
salón de entrada y reparó en un estrecho pasillo, igual que el que
había seguido con aquel anciano y, al fondo, halló una puerta
ovalada como aquella de la estancia secreta del castillo. Pensó que
al otro lado encontraría nuevamente aquella mesa provista de
manjares y se le hizo la boca agua mientras empujaba la puerta. Pero
no halló ni mesa, ni silla, ni muebles, ni estancia tampoco. Había
desembocado en un jardín interior, una especie de patio lleno de
rosales en flor y estuvo a punto de darse un banquete de pétalos a
falta de otra cosa, hasta que descubrió, en el centro del jardín,
un árbol cargado de rojos frutos. Se acercó. Era un manzano, y no
tardó nada en vérsele sentado al pie del árbol, con la espalda
apoyada en el tronco y una buena cantidad de corazones de manzana a
su alrededor.
La noche le sorprendió en su afanoso
deglutir, el jardín comenzó a oscurecerse y pensó.
- Aquí no hay nadie más que yo.
Soy el Señor de la ciudad de piedra y puedo hacer lo que se me
antoje. Pero ahora sólo se me antoja darme un buen baño y dormir en
uno de esos mullidos lechos que he visto
De modo que regresó por aquel
pasillo, ahora en una penumbra creciente. Allí no había antorchas
encendidas ni otra cosa que aminorara aquella oscuridad cada vez más negra.
Penetró en el primer dormitorio y descubrió un gran candelabro
sobre una cómoda, provisto de media docena de velas, junto a él
reposaba un estuche brillante de metal, y en él halló un poco de
yesca y unos trozos de pedernal. El propio estuche tenía un
saliente, como un eslabón de cadena, y comprendió para qué servía.
Tras varios intentos, consiguió
prender la yesca, las chispas que el eslabón de acero arrancaba a la
piedra lograron finalmente una pequeña nube de humo en ella,
procuró avivar el fuego con un suave soplo y luego encender una de
las velas del candelabro, aunque se acabó quemando un dedo. Con
aquella vela pudo prender el resto y se hizo la luz en aquella alcoba
oscura y solitaria. A su luz exploró los armarios y la puerta que
daba al baño, penetró en él y encontró otro candelabro que
también encendió. Llenó la bañera y se dejó flotar por un tiempo
que ni él fue capaz de calcular. Sólo las yemas de sus dedos,
arrugadas, le hicieron comprender que llevaba mucho tiempo en
remojo. Se secó, apagó aquel segundo candelabro y regresó al
dormitorio. Comprobó el colchón con la mano mediante unos suaves
empujones y era mullido. Apagó todas las velas, menos una, y se echó
a dormir.
¿Era acaso un sueño? Se veía
transportado al exterior de los muros, sobre un caballo y
dirigiendo filas y filas de jinetes y carretas cargadas de mujeres y
niños, abandonando la ciudad y dirigiéndose más al norte. A sus
espaldas, tras los más rezagados de la caravana, pudo ver como
aquella ciudad se desmoronaba y se convertía en un confuso montón
de piedras, como aquél que viera al llegar. También vio agostarse
vertiginosamente toda la vegetación así como los árboles frutales
que se extendían a lo lejos quedando despojados de hojas y resecos.
La escena se oscureció y un extraño temor se adueñó de él, pero
la pesadilla acabó dando paso a un sueño tranquilo y reparador.
Al despertar se encontró en aquella
habitación y volvió a sentir hambre, de modo que, a falta de otra
cosa, regresó al jardín y se desayunó con unas cuantas manzanas.
La exploración de los alrededores no
dio resultado alguno. Casas y más casas todas desiertas, unas
amuebladas y otras totalmente vacías. Ni rastro de vida ni de
comestibles. Es cierto que las manzanas podían servirle durante un
tiempo, pero ya iban quedando menos y no podía permanecer allí
indefinidamente. De modo que hizo un buen acopio de ellas en una
bolsa que improvisó con una sábana, se guardó la cajita en un
bolsillo así como el estuche con el pedernal y se puso en marcha,
saliendo de la ciudad. Al atravesar aquella gran puerta se le ocurrió
retirar la gran llave de la cerradura y ésta comenzó a cerrarse
pesadamente. Cuando se hallaba a poca distancia, tal como viera en su
sueño, la ciudad se desmoronó, levantando una nube de polvo que le
hizo toser y le cegaba, de modo que se alejó de allí lo más rápido
que pudo.
Ahora no sabía qué hacer y pensó
que la cajita le podría aconsejar su próximo movimiento. De modo
que pensó:
- ¿Y ahora qué hago?
Abrió la caja y encontró la
respuesta:
SIGUE AL NORTE
Y así lo hizo.
El camino era duro, seguía aquel
extenso páramo y la llave ya le comenzaba a pesar demasiado. Decidió
esconderla en algún lugar para no tener que cargar con ella y buscó
un sitio apropiado para hacerlo, un sitio que pudiera servirle de
referencia para volver a encontrarla. Tras unas horas de camino
descubrió una piedra alta, como una especie de monolito y se
encaminó hacia ella. El calor apretaba y aprovechó para refugiarse
a su sombra, la única que había hallado en su camino. Reposó
durante las horas más fuertes del día y escarbó para enterrar la
llave al pie de la piedra.
Siguió caminando y caminando,
aprovechando la más mínima sombra para refugiarse a lo largo del
día y marchando al ocaso, la noche y el amanecer. El calor
agobiante, el hambre y la sed le acosaban y fue calmando lo que pudo
con las jugosas manzanas, aunque debía administrarlas porque ya no
le quedaban muchas y por allí no se encontraba nada comestible, sólo
arena, piedras y matojos secos. Las montañas se hallaban aún
bastante lejos, aunque poco a poco ya podía distinguir algo de la
capa vegetal que las cubría.
Pasaba calor de día y frío por la
noche.
- ¡Si pudiera guardar algo de frío
de la noche para gastarlo de día, o al revés! - pensó – Pero
habrá que resistir, las montañas ya están más cerca.
Y, ciertamente, el terreno iba
cambiando, así como la vegetación. Los arbustos se veían más
verdes, con hojas y con algunas bayas que él no conocía y no se
atrevió a probar.
Dispersas crecían algunas encinas y,
a partir de allí, ya pudo reposar a su sombra durante las horas de
más calor y comer algunas bellotas, aunque aquellas no eran muy
buenas, eran ásperas y le dejaban la boca rasposa, de modo que
comía lo más que podía y se reservaba las manzanas para comerse
una después y librarse de aquella desagradable sensación, amén de
que le aportaban el agua de la que carecía.
Acabó hallando un madroño cargado de
frutos, aunque muy pocos estaban plenamente maduros. Sabía que los
inmaduros no eran comestibles y que los maduros sí, aunque no se
podían comer en gran cantidad ya que eran indigestos, de modo que su
escasez no era un problema ya que no debía comer muchos. Se le
habían acabado ya las manzanas y estos frutos le sirvieron para
calmar algo la sed y para quitarse de la boca lo áspero de las
bellotas, pero ya no podía aguantar más sin agua.
Muy cerca se alzaba ya una cadena de
cimas pobladas de arbolado. Dos de ellas estaban separadas por una
depresión; y pensó que, por aquel desfiladero, si en las montañas
había algún manantial, debía discurrir algún cauce de agua.
También, aunque fugazmente, había visto moverse a algún
animal, cosa que indicaba la presencia de agua. De modo que se
orientó hacia allí y no tardó en darse de manos a boca con un
arroyo agitado que descendía de la montaña para ir a filtrarse y
desaparecer en el suelo arenoso del páramo. Y, de manos a boca, vino
a dar en el agua hasta saciar su sed. Bebió tanto y con tanta ansia,
que le sentó mal y tuvo que reposar en una sombra hasta que el agua
que se agitaba sonoramente en sus entrañas remitió en sus vaivenes.
Confiaba en que en aquel riachuelo
hubiera alguna clase de peces o algo comestible, pero no pudo ver
nada en el agua, nada de nada que nadara. Se tuvo que conformar con
una ración de bellotas para cenar, seguidas de unos madroños y un
trago de agua, que resultó aún peor, porque con el agua se despertó
lo áspero de las bellotas que los madroños habían amortiguado. Y,
con aquella frugal colación, se tendió a dormir junto al arroyo,
con el arrullo del agua como canción de cuna, quedándose
profundamente dormido.
No llevaba mucho tiempo dormido cuando
le despertó un sonido muy diferente al del agua. Era el croar de
ranas que sonaba aguas arriba. No pudo resistirse a aquel, para él,
canto de sirenas que le atraían. Afortunadamente era una noche de
luna llena y la claridad era tal que producía nítidas sombras.
Siguió el curso del arroyo hacia su origen y cada vez era más
fuerte el sonido del batracio croar, hasta que llegó a un pequeño
altiplano, con una charca de regulares dimensiones en la que una
legión de ranas desgranaba su sinfonía nocturna. Su presencia fue
advertida y se fue amortiguando el sonido y fue reemplazado por el
chapoteo de las ranas al zambullirse en el agua huyendo de aquel
intruso, lo que no le impidió atrapar a dos de ellas, porque eran
muchas.
Había tenido la precaución de
llevarse la caja del eslabón con la yesca y el pedernal, de modo que
consiguió encender una fogata con las abundantes ramas secas que
halló por allí y asó las ranas que le supieron a gloria tras días
de manzanas y bellotas.
Y esta vez sí que durmió a pierna
suelta y ya no le despertaron las ranas que reanudaron su canto
tan pronto quedó todo quieto y en silencio.
Amaneció ya más repuesto y, tras
cazar unas cuantas ranas más y guardarlas en la bolsa de sábana, ya
vacía de manzanas, prosiguió escalando las laderas de aquellas
montañas siempre hacia el norte pero intentando no alejarse
demasiado del arroyo para disponer de agua.
Finalmente llegó al origen del
arroyo. Se trataba de un manantial que brotaba entre dos rocas a
media altura y que formaba una pequeña cascada rumorosa despeñándose
desde la altura de unos cinco metros. Aprovechó para colocarse al
pie de aquella ducha natural y darse un buen remojón.
El próximo jueves LA CAJA DE LAS RESPUESTAS (4 y fin)
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