Comienza hoy un cuento algo largo y lo he fraccionado en cuatro partes que se irán
publicando en cuatro jueves consecutivos.
LA CAJA DE LAS RESPUESTAS
(parte 1)
Puede escucharse mientras
se sigue el texto en el
vídeo que figura al final
No tenía más posesión que una caja,
un pequeño estuche de madera roja tallado con figuras indescifrables y
algunos agujeros de carcoma. Era su menguada herencia. ¡Si al menos
le hubiera quedado un gato y unas botas viejas...! pero sólo le
había quedado aquella misteriosa caja y, además, vacía. Estuvo a
punto de aventarla lejos, tal era su enfado y su frustración.
A sus hermanos mayores les había
correspondido de herencia: La granja, el olivar con su almazara, los
hortales de regadío que tan buenas cosechas habían dado siempre;
pero a él, que además era tenido por el favorito de su padre, sólo
le había dejado aquella vieja y extraña cajita. Se lo pensó mejor
y, considerando que era lo único que le quedaba de su padre, en lugar
de deshacerse de ella, la depositó al fondo de su petate con sus
menguadas pertenencias: Algo de ropa, una alpargatas viejas, una bota
se vino, una fiambrera con algo de pan, una cantimplora de agua y un trozo de queso.
Emprendió el camino sin rumbo fijo.
La cuestión era alejarse de aquellas tierras que habían sido su
hogar y en las que ya no le quedaba nada que pudiera llamar suyo, ni
tan siquiera los buenos recuerdos ni el cariño de sus hermanos, pensaba.
Siempre se había llevado bien con
ellos; pero, tras la muerte de su padre y el reparto de la herencia,
sus relaciones se habían enfriado totalmente. Ellos pensaban que,
siendo el más pequeño de todos, siendo el ojito derecho de su padre
y su hijo predilecto, haberle dejado sin nada, salvo aquella caja sin
valor, debía obedecer a alguna razón, que su hermano debía haberle
contrariado mucho o haber hecho algo tan reprobable como para que su
padre, siempre generoso, le hubiera tratado de aquella manera, de
modo que se distanciaron de él y procuraron evitarlo.
Es por eso que emprendió el camino,
un camino a Nosesabedonde, que es ese lugar tan frecuentado por los
sin rumbo y sin expectativas concretas.
En su mente se agolpaban los
recuerdos, pero acabó silenciándolos porque, a fuer de buenos,
alegres y gratos, resultaban dolorosos en su situación actual.
Y caminó. Caminó sin norte ni rumbo,
sin un horizonte al que perseguir inútilmente, como sucede con todos
los horizontes pues es inútil perseguirlos ya que son inalcanzables. Tampoco sus cortas metas
calmaban su dolor y, aún menos, su sed y su hambre. Había agotado
sus escasas provisiones y no hallaba nada que llevarse a la boca. Ni
un huerto, ni un frutal, ni tan siquiera unas bayas silvestres había
en aquella estepa estéril, ondulada por secas colinas salpicadas por secos
matojos.
Ya desfallecía cuando, a lo lejos,
empingorotado sobre un cerro de abruptas laderas rocosas, descubrió
una edificación. Parecía un castillo ruinoso y, cuanto más se
acercaba, más ruinoso se veía. Sus almenas desmochadas, la
barbacana derruida, por las troneras asomaban reptantes y gruesas
ramas de zarzas, aunque desprovistas de fruto.
Aquella ruina silente y solitaria no
le iba a proporcionar refugio ni alimento. Un dolor intenso le
retorcía las tripas, el hambre.
Rebuscó por el petate intentando
encontrar alguna migaja de pan con que engañar a su alborotado
estómago, pero no encontró nada salvo aquella extraña caja en lo
más profundo. Se la quedó mirando, como intentando desentrañar
aquellos misteriosos e inextricables grabados, pero sin ningún
resultado, salvo hacerle olvidar por un momento la revolución que le
removía el vientre.
Jugueteando con la caja entre las
manos, se dijo:
- ¿Cómo podría entrar?
Inconscientemente, casi mecánicamente, abrió la caja,
aquella que tantas veces había estudiado e inspeccionado sin
resultado alguno pero, esta vez, su sorpresa resultó mayúscula y se
olvidó del todo del hambre y la sed. En el fondo de la caja reposaba
un papelito arrollado.
Aquella caja siempre había estado
vacía, las veces que la había abierto no había hallado en su
interior más que unas pelusas, y ahora había algo allí que antes
no estaba.
Con más miedo que vergüenza, tomó
con el índice y el pulgar, como si quemara, el papel aquél y,
viendo que nada pasaba, lo desenrolló.
LLAMA A LA PUERTA
Fue lo único que aparecía escrito en
él.
¿Qué querría decir? ¿Cómo había
aparecido allí? ¿Quién lo había escrito?
Volvió a arrollarlo y lo depositó en
la caja, cerrando la tapa.
El hambre volvió a despertar con
mayor virulencia que nunca y pensó, aunque no muy convencido:
- Si este castillo estuvo habitado
tiempo atrás, puede que quede algo en las bodegas o las despensas.
Rodeó el muro, buscando algún
portillo o lugar practicable que le permitiera acceder al interior, y
acabó descubriendo una vieja puerta de madera carcomida, cubierta de
polvo y telarañas, pero aún fuerte como pudo comprobar al intentar, en vano, abrirla.
Entonces recordó aquello de:
LLAMA A LA PUERTA
Y así lo hizo.
Tras un tiempo, que le pareció una
eternidad, el silencio se vio roto por un leve, lento y rítmico
deslizar de algo por el suelo, un sonido de pasos pausados. Un chirrido agudo de hierro contra
hierro sonó entonces, y Aziel no las tenía todas consigo. No sabía
si quedarse a esperar qué pasaba o salir corriendo despavorido. Pero
decidió quedarse.
Una estrecha rendija se abría entre
la puerta y el marco, mientras los viejos goznes protestaban
estentóreamente. Una cara plagada de arrugas y una luenga y
amarillenta barba asomaron por aquella rendija.
- ¿Qué buscas? - preguntó
una voz cascada y chillona.
- Ayuda - respondió –
comida y agua.
-¿Y quién te ha dicho que llames?
- Esta caja – dijo Aziel,
enseñándola a aquel extraño.
La puerta se abrió de par en par y
pudo ver a un anciano encorvado que le apremiaba a entrar.
- ¡Pasad! ¡Pasad! Señor, estáis
en vuestra casa.
El interior no parecía tan ruinoso
como el exterior, pero estaba todo cubierto de polvo y telarañas.
Allí no se había limpiado en años. Eso visto a la escasa luz que
se filtraba por las sucias vidrieras y unos estrechos tragaluces,
más mugrientos aún.
El anciano cerró la puerta tras ellos
y la oscuridad se hizo casi absoluta al dejar de entrar el sol que se
había colado por ella. Le costó tiempo acomodar la vista y darse
cuenta de que se encontraba en un suntuoso salón con tapices,
alfombras y regiamente amueblado. Al fondo se distinguía, entre
cortinas de telas de araña, un alto estrado en el que se alzaba un trono ricamente tallado y policromado, flanqueado por dos sitiales más bajos.
- Señor, venid y podréis
saciar vuestra hambre y vuestra sed. Seguidme – le urgió el anciano
emprendiendo el camino de un largo y oscuro pasillo.
Aziel le siguió a tientas, apartando
las telarañas que colgaban desde el techo, las paredes y los
soportes de las antorchas que, en tiempos, debieron resplandecer y
disipar aquella negrura.
Una pequeña puerta ovalada cerraba el
paso al final de aquel pasillo, y el anciano la abrió con una gran
llave de hierro que debía pesar al menos un quilo. Un haz de luz
brotó de aquella abertura y penetraron en una amplia y limpia
estancia, profusamente iluminada y totalmente diferente a lo que,
hasta entonces, había visto allí. Los mueble eran sencillos, pero se les
adivinaba cómodos, la limpieza era exquisita, el olor a húmedo y
mazmorra del gran salón y el pasadizo, dio paso a un perfume de
incienso y flores... pero el hambre apretaba.
El anciano le hizo sentar a una mesa
bien provista de vajilla y manjares humeantes que estaban diciendo
¡Cómeme! y también una jarra de vino que no tardó mucho en tener que reponer. Entonces Aziel perdió todos los
buenos modales y la compostura que le habían inculcado desde pequeño
y se puso a comer, aunque más bien a devorar, aquella caldereta de
cordero, aquel queso curado, el jamón, la ensalada,... así como los postres más
deliciosos.
Entre la comida, el vino y el
cansancio, se quedó profundamente dormido.
Transcurrido un tiempo que no se puede
precisar, despertó sobre un mullido colchón, en una pequeña alcoba
pero dotada de todo lo necesario. No sabía, en un principio, qué hacía
allí ni cómo había llegado, pero pronto recordó. Era imposible
que el anciano le hubiera llevado allí, tenía que haber más gente o
alguien más fuerte capaz de cargar con él. Tampoco le creía capaz
de mantener todo tan limpio ni de cocinar todo aquello que había
comido. Y tampoco podía comprender cómo es que la comida ya estuviera dispuesta, como si supieran que iba a llegar.
Las preguntas se agolpaban
atropelladamente en su cerebro y, hasta acabó pellizcándose por si
aquello era un sueño o las alucinaciones propias de la desnutrición
y la fatiga de aquel penoso viaje. Pero no. Estaba bien despierto y
notaba su estómago saciado, casi a reventar, y ni la menor sensación
de hambre o de sed, a lo sumo un ligero dolor de cabeza y una molesta
reacción en los ojos ante la luz del día que penetraba por un
amplio ventanal. La verdad es que no recordaba cuantas copas había
bebido de aquel vino, pero seguro que fueron demasiadas.
Su vista recorrió aquel lugar. Sobre
una pequeña mesita lacada, situada junto a la ventana, reposaba
aquella misteriosa caja, su única herencia y posesión. A su lado
unas cuartillas de papel, tintero y pluma. Junto a ella una cómoda
butaca que invitaba a sentarse y abandonarse en un "dolce far niente". Vestía un camisón de seda azul
claro y en parte alguna pudo ver rastro de aquellas ajadas y
polvorientas ropas con las que había llegado allí.
Miró por el ventanal y pudo
contemplar aquel enorme páramo que había atravesado y algún lienzo de las
murallas del castillo. Dedujo, por la altura, que debía encontrarse
en una torre, pero no vio movimiento alguno, parecía que allí no
estaban más que él y aquel misterioso anciano.
Una puerta daba a un cuarto con una
enorme bañera de mármol completamente llena de un agua tibia y
perfumada, que estaba invitando a zambullirse en ella y chapotear
como un pato. El suelo también era de mármol, con una ligera
inclinación hacia un rincón y, en él, un sumidero con una rejilla.
Colgando de una de las varias perchas que había en una pared, se
veía una enorme y suave toalla de algodón.
No se lo pensó mucho, colgó el
camisón en una de las perchas libres y se sumergió en la bañera suspirando de
alivio al notar la ingravidez. El agua rebosaba y corría en
juguetones riachuelos en dirección a aquella rejilla, y él se dejó
flotar, sintiendo que el dolor de cabeza remitía poco a poco. Se
abandonó totalmente a aquella lasitud y perdió la noción del
tiempo; pero, finalmente, salió del agua, se secó a conciencia y,
descalzo como iba, regresó al dormitorio. Sobre la cama, que estaba
perfectamente arreglada como si no hubiera dormido allí, reposaban
varias prendas de ropa: unas calzas, un jubón, unas botas, unas
zapatillas,....
Se preguntaba quién y cómo había
hecho la cama y dejado la ropa sin que él lo advirtiera; pero, sin
pensarlo más, se vistió y se asomó a otra puerta. Daba a un
pasillo y, al fondo, a una escalera que descendía hacia un lugar
profundo y oscuro que no podía percibir.
Antes de decidirse a salir de allí
y seguir explorando para saber en dónde estaba y qué significaba
todo aquello, regresó al dormitorio y se guardó la cajita en un
bolsillo, no sin antes mirar lo que había dentro. Estaba vacía, ni
tan siquiera estaba aquel papelito que había aparecido misteriosamente y que había
vuelto a guardar dentro.
El próximo jueves LA CAJA DE LAS RESPUESTAS (2)
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