Hoy continúa el relato desde el punto en que lo dejamos la semana pasada, en una extraña estancia de un viejo castillo deshabitado o no.
LA CAJA DE LAS RESPUESTAS
(parte 2)
Puede escucharse mientras
se sigue el texto en el
vídeo que figura al final
Comenzó el descenso por aquella
escalera y cada vez la oscuridad era mayor hasta que, a tientas, notó
que estaba en el último peldaño y no había otra cosa a su alcance que una
manilla redonda, la giró y una puerta comenzó a abrirse. Entraba la
luz del día, atravesó la puerta y se halló al exterior del
castillo, frente a aquel páramo, y la puerta se cerró a sus
espaldas. Llamó y llamó infructuosamente, pero no hubo respuesta.
Aquella puerta no era la misma por la que había entrado, de modo que
dio la vuelta al castillo buscándola y buscando aquel refugio seguro
y aquella mesa bien provista, pero no la halló. Y la puerta por la
cual había salido, también había desaparecido.
Estuvo tentado de escalar el muro,
pero era muy alto y acabó desistiendo, del mismo modo en que había
desistido de seguir buscando una entrada. Todo aquello era muy extraño.
Desesperado por no disponer de su
petate con sus escasas pertenencias, no sabía qué hacer. Suerte que
estaba bien comido y bien bebido y podría resistir al menos unos
días, y suerte de aquellas ropas; porque, de no ser por ellas, ahora
estaría con aquel camisón y descalzo por aquel páramo.
- ¿Qué hago ahora? - se dijo.
En un momento de apuro similar, sólo
la caja había sido su tabla de salvación con aquel mensaje, aunque
no estaba muy seguro de hallarse ahora en mejores condiciones que
entonces. Se felicitó por haber tenido la precaución de guardársela
antes de descender por aquella escalera, se echó mano al bolsillo,
la sacó y la abrió. Donde antes no había nada, ahora había un
papelito enrollado, con una sola palabra:
NORTE
¿Se refería acaso a la torre norte
del castillo? Lo rodeó hasta el pie de aquella torre, pero allí no
había puerta ni abertura alguna, y el muro aún era más difícil de
escalar y más alto que los demás muros exteriores. De modo que no
le quedaba otra opción que poner rumbo hacia el norte, en cuya
dirección se recortaban unas montañas en el horizonte.
El terreno era seco, pedregoso, con
escasos matorrales agostados y desperdigados, el sol calentaba
inmisericorde y no había refugio alguno, ni una mísera sombra que
le protegiera de los rayos que encandilaban ni del calor abrasador.
Los guijarros estaban tan calientes que se habría podido cocinar en
ellos y lo raro era que los matorrales no salieran ardiendo.
A lo lejos se veían unas ondas
fluctuantes y la apariencia de unas edificaciones o unas siluetas de
formas regulares; pero pensó que debía tratarse de un espejismo, de
un efecto óptico fruto del recalentamiento del aire. Penosamente
seguía su ruta hacia el norte, ya que no tenía otra opción. Por él
hubiera caminado de noche y descansado de día, pero no había lugar
alguno en donde guarecerse en las horas de mayor insolación.
Y las horas se hacían largas, y el
hambre y la sed comenzaron a producirle punzadas y resecarle la boca,
pero acabó llegando la noche y pudo más el cansancio que la
necesidad de seguir caminando hasta las distantes montañas; y se
dejó caer, acomodándose lo mejor que pudo, tras apartar unas
cuantas piedras.
La Vía Láctea se destacaba en el
firmamento tachonado de estrellas. Aquella franja lechosa aportaba la
luz suficiente para ver a su alrededor pese a que era una noche sin
luna, pero acabó quedándose profundamente dormido y soñó. Soñó con aquel castillo, el anciano,
la casa de su padre, los juegos infantiles con sus hermanos, el
páramo seco, los baños en el arroyo de su infancia. Todo revuelto y
entre una bruma gris.
Se despertó sobresaltado cuando aún
no había amanecido y no tenía ninguna referencia temporal. No sabía
si había dormido sólo una hora o más, por cuanto no podía
adivinar que hora podría ser, pero no era capaz de dormir y,
guiado por la Estrella Polar y la claridad del límpido cielo
estrellado, reemprendió su camino hacia el norte.
Finalmente comenzó a clarear por el
este y, al alba, pudo distinguir más cercanas aquellas montañas y
las formaciones que le habían parecido un espejismo. A
aquellas horas, y con el fresco matinal, era imposible que se tratara
de un espejismo.
Las montañas estaban aún muy lejos,
pero aquellas siluetas que parecían edificios no distaban demasiado
y eso le infundió ánimos y apretó el paso. Calculaba que a medio
día ya habría llegado y posiblemente encontraría allí algo de
agua y algo comestible.
Las últimas horas se le hicieron muy
duras, pero la cercanía le espoleaba y no desfalleció.
No era ninguna construcción, no se
apreciaba por parte alguna la mano del hombre. Eran unas estructuras
rocosas de formas caprichosas. Grandes bloques de granito de formas
regulares, cúbicas, gigantescos paralelepípedos se amontonaban en
un rimero informe y caótico. Probó de trepar por unos bloques que
aparentaban una escalinata gigantesca en un intento de descubrir qué
había más allá, pero hubo de desistir al encontrarse con una pared
lisa e insalvable. Descendió nuevamente y comenzó a caminar
intentando rodear aquella montaña de rocas, pero antes echó mano a
la cajita por si aparecía una nueva pista, pero estaba vacía, ni
siquiera estaba aquel papelito que le había indicado NORTE.
De modo que siguió bordeando aquella
formación en busca de algo de vida entre aquella desnuda roca. El sol apretaba con fuerza y las piedras irradiaban
calor también. Estaban tan calientes que Aziel procuró mantener la
distancia tras una desagradable sorpresa al apoyarse en una y recibir
una quemazón en la mano.
El sol ya iba cayendo y el hambre y la
sed le asediaban, no se veía el fin de aquel periplo que había
emprendido y no había rastros de vida ni de agua. Ya desesperaba y
se veía perdido en aquella árida inmensidad. Las rocas le ocultaban
las montañas y pensó que tendría que esperar a la noche para poder
orientarse por las estrellas y reanudar el camino hacia el norte,
si es que lograba sobrevivir. Una suave brisa se levantó, pero era
cálida como el aliento de un horno.
- ¡Ya sólo me faltaba ésto! Aquí
acabarán mis días si no encuentro una salida.
Y pensó, nuevamente, en la cajita, y
esperó un nuevo prodigio con un nuevo mensaje, pero la cajita seguía
vacía... Recordó las otras dos veces en que se
había encontrado en un apuro y la caja le había dado una respuesta.
En ambas ocasiones se había preguntado qué hacer, de modo que la
cerró y se dijo, (aunque, en realidad, le preguntaba a la caja)
- ¿Cómo salgo de ésta?
Abrió la caja, y ya no se sorprendió
al encontrar en el fondo un papelito arrollado. Lo extendió y pudo
leer:
LEVANTA LA PIEDRA
-¿Pero cuál? Aquí hay miles y de
tamaños que yo sería incapaz de levantar.
Miró por todas partes y lo que veía
le desanimó. Eran unos bloques demasiado grandes para poderlos
levantar y, si había alguno más pequeño se hallaba aprisionado
entre otros mayores imposibles de mover. Comenzó a caminar,
continuando su ruta que bordeaba la montaña de piedra, vigilando que
no se le escapara alguna lo suficientemente pequeña como para moverla.
Anduvo veinte pasos y vino a dar de bruces en el suelo arenoso. Tras
escupir el polvo que le llenaba la boca y pasarse las manos por la
cara, se le escapó un exabrupto.
- ¿Pero qué diablos es ésto?
Había tropezado con algo
semienterrado en la arena y le había hecho caer cuan largo era.
Escarbó afanosamente en el suelo descubriendo una piedra cúbica
perfecta, de un palmo de lado, y la tomó en sus manos levantándola
con esfuerzo porque pesaba bastante.
En ese preciso momento, un sordo rumor se
extendió por aquel extraño hacinamiento rocoso y todo comenzó a
agitarse. Aziel dio un salto hacia atrás, sorprendido, dejó caer la
piedra a sus pies, afortunadamente no sobre sus pies, y se retiró
prudentemente de aquel caos, un ruidoso caos, meticulosamente
organizado.
Los bloques más grandes comenzaron a moverse alineándose sobre el suelo formando un muro, sobre el que se apilaban
nuevas hileras de bloques menores; y así, aquel rimero informe
comenzó a tomar forma de modo ordenado y, al parecer, inteligente,
con una intencionalidad que a Aziel se le escapaba.
Poco a poco el rumor comenzó a
disminuir, o bien se oía más remoto, y el polvo que durante años
se había ido acumulando sobre las piedras y se había alzado como
una misteriosa niebla que velaba algo aquel extraño proceso de
metamorfosis, se fue precipitando y sedimentando, dejando una fina
capa impalpable a todo alrededor.
Tras sacudirse la espesa capa
de polvo, Aziel pudo apreciar la fantástica obra que se había
materializado ante sus atónitos ojos. Un gran muro, de aspecto
ciclópeo, se alzaba ante él y se extendía a derecha e izquierda.
No podía contemplar la obra en su totalidad puesto que el propio
muro le ocultaba lo que había más allá, y sólo pudo distinguir
una inmensa puerta rematada por una barbacana y, a ambos lados,
sendas torretas almenadas con troneras y mirillas. También, a
derecha e izquierda, en la distancia, pudo apreciar otras torretas
similares.
Se acercó a la puerta y se atrevió a
llamar, golpeándola, pensando que alguien acudiría igual que el
anciano del castillo, pero la puerta permaneció inamovible y ni tan
siquiera resonaron sus golpes. Era una puerta de gruesos maderos, a
la que sus puños debieron hacerle el mismo efecto que si la
hubieran golpeado con un plumero. Intentó, inútilmente, empujarla pero no
cedió ni un milímetro. Lo mismo le hubiera dado empujar el muro de
piedra. Revisó la misma en todo su contorno, por si había algún
resquicio, sin ningún resultado; aunque descubrió el ojo de una
cerradura de buen tamaño, pero no pudo asomarse a mirar porque
estaba un palmo más alta que su vista y, ni poniéndose de
puntillas, llegaba.
Ya estaba a punto de rodear el muro,
por si encontraba otro acceso, cuando recordó aquella piedra que
había levantado. Si la acercaba y se subía a ella, llegaría. Y
regresó al lugar en donde había estado contemplando aquel
espectáculo. No había pérdida; sobre aquel fino polvo aún se
podían apreciar sus huellas marcadas, como se marcan las pisadas sobre la nieve virgen,
y llegó a donde había soltado la piedra, pero no estaba. La capa de
polvo debía haberla cubierto y ocultado a la vista, de modo que se
puso a escarbar hasta encontrar algo sólido, pero aquello que halló no era una
piedra, por allí no había piedra alguna de aquellas dimensiones o
el polvo no la hubiera cubierto, aquello era una pesada pieza de
hierro en forma de llave. Con ella en la mano regresó a la puerta y
al ojo de la cerradura. No podía mirar, pero sí tratar de
introducir aquella llave. Le costó mucho; pero, finalmente lo
consiguió, y no hizo falta girarla, sólo con ponerla en la
cerradura la puerta comenzó a moverse con un rechinar de engranajes
que le dio dentera, hasta que se abrió por completo.
Frente a él se veía un amplio patio
rodeado de casas de piedra y, en el centro, un surtidor que vertía
hilos de agua por caprichosas figuras labradas en mármol. Corrió al
pilón y metió la cabeza, bebió algo y acabó metiéndose todo él
en el agua abriendo la boca bajo uno de aquellos chorros hasta que
sació su sed, sin reparar en que alguien podía verle, si es que
había alguien allí.
Limpio de polvo y de sed, salió del
agua chorreando, y aquel frescor le reanimó, pero quedaba el hambre,
aunque el agua había calmado un tanto su vacío estómago.
Aquello parecía una ciudad
amurallada. Se veían alineaciones de casas a lo lejos, como formando
una cuadrícula, pero no se veía alma viviente. Parecía como recién
construida y, efectivamente, así era, él lo había visto hacía
escaso tiempo.
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