Puede escucharse mientras
se sigue el texto en el
vídeo que figura al pie
Llevaba
tiempo en secano. No se me ocurría nada para plasmar en el papel o
publicar en el blog. Vivía de rentas, publicando largos relatos que
ya tenía escritos tiempo ha, pero de cuentos nada.
Me
encontraba en esa duermevela que precede al amanecer, abriendo de vez
en cuando un ojo para ver en el techo la hora fosforescente que
proyectaba el despertador, y volvía a intentar conciliar el sueño.
Volvía a abrirlo y, a lo sumo, habían transcurrido cuatro minutos.
Estaba
ya decidido a apagar el CPAP, quitarme la mascarilla e incorporarme,
cuando una presencia me hizo abrir los ojos de par en par y sacudirme
la modorra. Se trataba de El Enano Soplacuentos, acomodado en lo que
quedaba libre de mi almohada.
-
Hola – dijo lacónicamente.
-
Hola igualmente – le respondí, tras darle al botón y
quitarme la mascarilla - ¡Cuanto tiempo sin verte! Me tienes
demasiado tiempo seco de ideas y ya comenzaba a dudar de tu
existencia.
-
Pues hablando de eso creo que es muy oportuno el cuento que te
voy a soplar. Se trata de una historia sobre
creer o no creer, la historia de El Fantasma y Doña Pepita.
Algo
se dibujó en mi imaginación como por arte de birlibirloque, me
levanté y, sin esperar a que aquella idea impresa en mi mente se
perdiera por los vericuetos de la rutina diaria, fui a la cocina,
encendí la cafetera, tomé papel y boli y, frente a una taza de
humeante café, me puse a escribir lo siguiente.
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EL
FANTASMA Y DOÑA PEPITA
Doña Pepita era una solterona, madura y adinerada que vivía en una gran
mansión, grande y algo tétrica, heredada de sus antepasados tras
muchas generaciones.
Doña
Pepita padecía de miedo crónico y extremaba las precauciones porque
decía que todo era peligroso. Tuvo que contratar a una cocinera
porque temía al fuego, también a los cuchillos que la podían
cortar o pinchar, y temía a los tenedores porque pinchaban. De modo
que habían de servirle todo previamente troceado para que pudiera
comer con la mano o con la cuchara, a la que consideraba inofensiva.
Temía
también a las escalera porque podía caer. Y es por ello por lo que
nunca subía a los pisos de arriba, aún menos al desván, y vivía
únicamente en la planta baja de aquel inmenso caserón.
Tampoco
viajaba en coche al considerarlo peligroso y se desplazaba a pie o, a
lo sumo, en tren; pero en los vagones del centro, al considerarlos
más seguros en caso de choque o descarrilamiento.
Y
así era Doña Pepita. Una mujer timorata y poco sociable, recluida
en la planta baja de aquella mansión, lo que no impedía que
ocasionalmente recibiera visitas de familiares o amistades.
En
una de aquellas ocasiones alguien le preguntó:
-
Esta casa es muy antigua y es posible que tenga fantasmas ¿No temes
nada de ellos?
-
¿Fantasmas? Yo no creo en ellos y, por tanto, no temo que puedan
hacerme nada.
Pero;
al igual que las meigas, los fantasmas, aunque no creas en ellos,
haberlos haylos, y en el desván de aquel antiguo caserón residía,
desde tiempo inmemorial, el de un antepasado que no supo hallar el
camino de luz que indicaba la salida en el día de su muerte y se
quedó allí para toda la eternidad.
El
pobre estaba muy aburrido porque nadie, salvo él, se aparecía por
allí a contemplar sus apariciones y no tenía a quien asustar. En
vano recorría el desván y los oscuros y solitarios pisos altos,
agitando airosamente su sábana y arrastrando sus cadenas, hasta
desvan_ecerse de nuevo en el desván, como cada noche durante siglos.
Nadie se enteraba de sus andanzas nocturnas y menos Doña Pepita.
Una
noche, cuando más deprimido estaba por no hallar a quién
atemorizar, decidió descender a la planta baja. No le gustaba nada
aquella planta, porque en ella siempre había muchas luces encendidas
y prefería la semipenumbra, aparte de que su propia fosforescencia
podía no ser lo bastante visible. Pero se esperó a que fueran
apagando luces y se decidió a explorar aquel terreno desconocido, un
tanto asustado. Descendió flotando sobre aquella polvorienta
escalera, una escalera no hollada en años y que siguió sin ser
hollada porque el fantasma se deslizaba ingrávido a un palmo de los
polvorientos peldaños.
Y
allí, en el Gran Salón, arrellanada en un muelle butacón, leyendo
un libro a la luz de una pequeña lámpara de flexo se hallaba Doña
Pepita.
El
fantasma se sintió feliz; por fin, después de cientos de monótonos
y largos años, ¡al fin tenía a quien asustar!
Y
se aprestó a hacer una puesta en escena terrorífica, una aparición
escalofriante. Preparó sus cadenas, alisó su sábana y flotó a dos
palmos de la gran alfombra persa. Doña Pepita no había reparado en
su presencia, abstraída en su lectura.
Acto
seguido comenzó a agitar espasmódicamente las cadenas, emitiendo
un sonoro
-
Uuuuuuuuuuuuuu,
se
deslizó flotando suavemente hacia el lugar en donde se hallaba su
víctima.
Doña
Pepita alzó la vista de su lectura y quedó impasible. Miraba aquel
espectáculo sin dar crédito a lo que estaba viendo, pero volvió a
su lectura diciendo:
-
¡Bah! No creo en los fantasmas.
El
pobre fantasma no sé si rompió a llorar, porque tampoco sé si los
fantasmas lloran, pero quedó allí plantado como un pasmarote, de
sábana y cadenas caídas y sin saber cómo reaccionar.
Finalmente
se retiró a su desván y se desvan_eció en él, y es posible que
nunca más vuelva a aventurarse por la planta baja.
En
cuanto a Doña Pepita; hay que decir que, tras aquella escena, tuvo
ocasión de pensar en lo sucedido, y se dijo:
-
¿Eso era un fantasma? Pues no me ha asustado nada. ¡Claro! Como no
creo en ellos no me asustan. Sólo me asusta aquello en lo que creo
que existe.
Y
desde aquella noche… Doña
Pepita dejó de creer en el
fuego, en los cuchillos, los tenedores, las escaleras, los coches y
mil cosas más. Y dejó de tener miedo.
EL JUEVES PRÓXIMO: ????? (ni yo lo sé)