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miércoles, 14 de febrero de 2018

El Caballero Audaz






EL CABALLERO AUDAZ








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¿Quién dijo que los dragones comían doncellas y princesas?
Sé de un lugar en que sucedía todo lo contrario. No es que las princesas o las tiernas doncellas devoraran a los dragones, pero sí algo parecido.
Había una vez un condado, no demasiado lejano, en que el dragón; cocinado de todas las maneras imaginables, era el plato nacional y una carne exquisita y muy nutritiva. Eran cazados y consumidos habitualmente y, especialmente en las celebraciones tradicionales en las que se consumían en grandes cantidades, tanto es así que el señor Conde tuvo que dictar una veda para evitar el exterminio de la especie.
Así que sólo se podían cazar los miércoles impares y nunca hembras ni crías que no hubieran llegado a la edad del fuego, aunque los guardas del Señor Conde se encargaban de que no faltaran en las cocinas de su amo algún que otro de los más tiernos, al ser su plato favorito y el más delicioso.
Gracias a aquellas medidas proteccionistas, la población de dragones se mantenía en unas cifras de sostenibilidad y en el país no faltaba un plato de dragón, aunque el precio subió considerablemente.
Así transcurría la vida en aquel lugar , apaciblemente y con una fiesta quincenal, en los días de caza.
Pero la paz y la felicidad no duran indefinidamente. Siempre habrá algo que vendrá a turbar el lugar más tranquilo y la ecología más equilibrada.
Un día apareció por allí un enorme dragón, procedente de algún reino remoto; un dragón que, aparentemente, era de una especie diferente por su tamaño y por su coraza. Con su llegada, los demás dragones abandonaron el lugar para siempre.
Los más valientes cazadores, caballeros y soldados que intentaron cazarlo, acabaron cayendo, el condado quedó indefenso y, lo que es peor, sin suministro de dragones para comer y se tuvieron que conformar con las berzas y otras clases de vegetales, amén de aves y otras bestias de corral o de ganado. Aquel dragón no era como aquellas crías indefensas y vulnerables a las que ellos estaban acostumbrados y que tan fácil les resultaba cazar. Es más, aquel dragón parecía ser el rey de los de su especie porque, además de su imponente presencia, sabía hablar.
- Quiero que cada día me traigáis una tierna doncella a mi cueva. Si no cumplís mis deseos arrasaré vuestra ciudad y vuestros pueblos y no dejaré piedra sobre piedra.
De modo que hubo un consejo de los nobles y poderosos del condado y decidieron organizar un sorteo para ir enviando al dragón cada día aquella que le tocara en malasuerte. Hubo revueltas entre los súbditos porque los organizadores habían excluido a sus propias hijas del sorteo pero, al fin, tuvieron que claudicar y someterse a las exigencias del pueblo; con lo que, hasta las hijas del Conde, entraron todas en el bombo.
Así transcurrió un tiempo de paz y llantos, llantos de los padres que veían marchar a sus hijas mayores. Pero llegó un momento en que las doncellas casaderas se agotaron y comenzaron a entrar en el sorteo las adolescentes.
Aquello al dragón ya no le gustó tanto y bramó:
- ¿Qué pasa? ¿Es que me queréis matar de hambre?
El Conde, que ya había perdido a su hija mayor, tuvo que dar la cara y entrevistarse con la fiera.
- Ya no quedan más doncellas, las que quedan son como vuestras crías antes de la edad del fuego y además, a este paso, no tardaremos mucho en enviarte la última.
El dragón que, además de tragón, no era tonto; comprendió que, de seguir así, se quedaría sin despensa y además reparó también en que había engordado demasiado y le era muy difícil volar. De modo que le dijo al Conde:
- Bien: Vamos a establecer una veda para evitar la extinción de vuestra especie. Me voy a conformar con que, a partir de hoy, me enviéis sólo una doncella cada miércoles impar. Pero exijo que las tengáis bien alimentadas. No quiero que me lleguen, como alguna últimamente, con anorexia. Las quiero rellenas y bien rellenas. Si no cumples el trato acabaré comiendo donceles, adultos y hasta condes por muy correosos que resulten. ¿Entendido?.
Gracias a aquellas medidas proteccionistas, la población comenzó a recuperarse y las adolescentes a crecer y engordar sensiblemente. El dragón estaba satisfecho en su cueva porque, aunque quincenalmente, las doncellas que le llegaban estaban muy bien de peso.
Así transcurría la vida en aquel país, apaciblemente, con un llanto quincenal entre los súbditos y un banquete en la cueva.
Pero la paz, los llantos y los banquetes no duran indefinidamente. Siempre habrá algo que vendrá a turbar aquel equilibrio tan beneficioso para todos, salvo para los desagraciados en el sorteo.
Cierto día apareció por allí un caballero, cabalgando un brioso corcel, y digo corcel porque se le veía brioso ya que, de no serlo, le hubiera llamado simplemente caballo, cabalgadura, equino o rucio. No se sabía si aquel caballero era audaz o no, todo dependía de si acababa demostrando alguna clase de audacia, y acabó mostrándola.
Se entrevistó con el Conde y, cuando éste le puso al corriente de lo que sucedía, le dijo:
- Excelencia: No debéis preocuparos. Ya me encargo yo de ese dragón. Ya me las he visto con otros a lo largo de mis aventuras.
- Gracias; pero te advierto que no voy a poder corresponder como es costumbre. No me queda ninguna hija para ofreceros su mano, aunque puedo ofreceros medio condado.
- No importa. Tengo voto de celibato y busco la santidad, también hice voto de pobreza y no necesito posesiones de ninguna clase. Me conformo con que anualmente celebréis una fiesta en mi memoria.
Montó en su brioso corcel y el Caballero Audaz, porque ya se le podía adjetivar así, partió rumbo a la cueva del dragón.
Caballero y dragón se enzarzaron en feroz combate, pero el dragón que: acababa de comer, había pasado mucho tiempo reposando en su cueva sin hacer ejercicio y no había perdido ni un gramo, no fue capaz de remontar el vuelo, mientras el brioso corcel le acosaba corveteando hábilmente y danzando hacia un lado y otro.
Aquello contrariaba mucho al dragón y estaba que echaba chispas. De tanto girar la cabeza, siguiendo al fugaz equino, se mareaba y las artríticas vértebras cervicales le dolían. Tan solo contaba con su fuego, pero sus llamaradas eran frenadas por el escudo del caballero. Mientras tanto éste buscaba la ocasión de ensartar a su rival con su venablo en una de las zonas carnosas que la armadura de escamas dejaba al descubierto al girar el cuello a uno y otro lado.
El tiempo apremiaba porque, aunque el escudo detenía las llamas, se iba calentando paulatinamente y ya el asidero comenzaba a quemarle en la mano.
La ocasión se presentó tras la última llamarada; el caballero sabía que dispondría de un instante antes de que lanzara la siguiente, que habría sido fatal y, al ver que alzaba el ala derecha al tomar aire, aprovechó un hueco en la axila y clavó su lanza en la blanda carne desprovista de protección. La presión del aire, que hubiera alimentado una nueva llamarada, escapó por la herida y el dragón cayó exánime al suelo. El combate había acabado. Dejó caer el escudo candente al suelo, la hierba crepitó bajo él y comenzó a humear. Se sopló la mano chamuscada y emprendió el regreso.
De vuelta a palacio anunció al señor Conde el fin de la amenaza. No tardó en correr la voz por todos los contornos y la fiesta fue sonada y general hasta el último rincón del país, aunque esta vez sin un mísero plato de dragón.
El Caballero Audaz desapareció aquel día tal como había aparecido. Era un 23 de Abril, precisamente un miércoles impar, y nunca más se le volvió a ver por allí.
Nadie tocó ni comió del dragón; bien por miedo, bien por considerar que sería algo correoso y poco comestible o porque sería como comerse a sus propias hijas. De modo que acabó descomponiéndose y devorado por alimañas y buitres, dejando allí sólo los huesos para recuerdo de las siguientes generaciones.
Cuenta la leyenda que en aquel lugar brotó un rosal; pero yo sé, de buena tinta, que lo que brotó fue un frondoso cañaveral al que iban los pastores a cortar algunas cañas para fabricar sus flautas y los hortelanos para encañar las matas de alubias.
El Conde cumplió su promesa y, cada 23 de Abril, se celebró una fiesta en honor de aquel Caballero Audaz en la que, además de obsequiar con flores a las doncellas en recuerdo de su liberación, se publicaban y repartían folletos en los que se relataba la muerte del dragón y otras aventuras reales e imaginarias, dando origen a la tradición de regalar aquel día, relatos de todo tipo a los caballeros y flores a las damas.





EL JUEVES PRÓXIMO ????

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