Aunque Big crea otra cosa y lo vaya
contando por ahí, lo que sucedió en
Port Royal en aquella ocasión es
histórico, sucedió realmente y no
fue él el causante.
contando por ahí, lo que sucedió en
Port Royal en aquella ocasión es
histórico, sucedió realmente y no
fue él el causante.
5.- EN LAS MAZMORRAS
A la noche siguiente, Barbanada y Big sacaron el segundo sable y todo transcurrió tal y como el día anterior, salvo que ya ni se tuvieron que sentar en aquellas mugrosas sillas. Ni tan siquiera se fijaron si seguían libres o llenas de trastos como el primer día. Acudieron directamente a la balanza e hicieron las pesadas. Tampoco hubo la menor protesta por parte del viejo sobre el precio fijado, ni pretendió colarles monedas de menor valor y parecía que estuviera nervioso, inquieto, impaciente y deseando que se marcharan lo antes posible. Esa actitud debería haberle extrañado a Barbanada, pero no reparó en ello. El anciano cerró tras ellos la cancela con un seco golpe y luego llamó a los perros con un silbido.
Cargados con los sacos de oro se pusieron en camino hacia la posada, pero no habían pasado más de cinco minutos cuando les salió al paso un pelotón de soldados del Gobernador.
El Capitán comprendió que no podían resistir a aquel numeroso grupo de hombres armados con espadas y pistolas, así que le hizo una seña a Big para que se contuviera y dijo:
- Buenas noches tengan ¿qué desean, caballeros? ¿En qué podemos servirles?
- Así que tenía razón el viejo buitre, ¡nada menos que el Capitán Barbanada en persona! – dijo el que parecía estar al mando de la tropa – dejad las armas ahora mismo y no opongáis resistencia. Dejad también eso que cargáis y entregaos en nombre del Rey
- Dios salve al Rey – dijo Barbanada con una sonrisa
- ¡Hmmm! - gruñó Big, con cara de pocos amigos.
Pero hicieron lo que se les mandaba sin oponer resistencia y, escoltados más que conducidos por aquella tropa, llegaron hasta la fortaleza del Gobernador inglés de la Isla de Jamaica.
- Su Excelencia el Gobernador desea interrogaros, pero luego lo pienso hacer yo personalmente – dijo el jefe de la tropa, con enorme satisfacción por haber atrapado aquella importante presa a la que andaba buscando toda la flota.
En el suntuoso salón de audiencias se encontraba el Excelentísimo Gobernador de Jamaica, acompañado por una elegante corte y aposentado en una gran butaca, que más parecía un trono.
El Capitán, sin que sus captores tuvieran tiempo ni reflejos para reaccionar debido a la sorpresa, se adelantó y se encaró con el Gobernador; aquel personaje orondo y satisfecho de su poder sobre vidas y haciendas, que le miraba con espanto, y le espetó a bocajarro, con una amplia sonrisa y una gran reverencia, exageradamente teatral:
- Buenas noches Excelencia y la concurrencia. ¿Me habéis hecho venir? ¿En qué puedo serviros?
El Gobernador se relajó, visiblemente tranquilizado, y es que se había envarado temiendo que el Capitán le atacara saltando sobre él y poco le faltó para ensuciar su ropa interior. Le respondió con tono altanero y mirándole displicente de arriba a abajo:
- Tú, como dicen, siempre tan educado y ceremonioso, aunque yo diría petulante, pero eso no te va a servir de nada. En primer lugar me vas a decir ahora mismo en dónde se oculta tu barco y su tripulación y en segundo lugar te auguro que vas a colgar de un bonito lazo.
- ¿Que dónde está mi barco? En el fondo del mar, matarile rile rile – rió el Capitán y Big le coreó con una potente carcajada que despertó ecos en aquel enorme salón – Parece que Su Excelencia no se entera de las noticias, debería visitar un poco más las tabernas de su ciudad. El Bergante fue hundido por el Comodoro Patacorta, perdón por el Comodoro Harris, y nosotros hemos llegado a nado y así hemos podido salvar la vida.
- No será por mucho tiempo, si no hablas. ¿De dónde has sacado esos extraordinarios sables de oro? ¿Hay más?. Estoy enterado de todo y tengo un sable y también esas bolsas de monedas en mi poder, aunque tendré que devolvérselas a El Rata y gratificarlo por el chivatazo.
- Su Excelencia puede creernos o no, pero estos sables los hemos ganado a los dados.
- ¡Llevadlos ahora mismo a las mazmorras y hacedles hablar! - gritó el Gobernador fuera de si.
Era un hombre muy inestable emocionalmente y solía perder el control con harta facilidad cuando alguien osaba llevarle la contrariaba o le plantaba cara.
Los condujeron a empellones a los oscuros sótanos de la fortaleza. Estaban excavados en la dura roca y cubiertos de suciedad. Al Capitán le volvió a atacar la alergia y estornudó sonoramente, despertando ecos en aquellas oscuras y profundas galerías. Hacía años que allí no se había limpiado el polvo, quitado las telarañas, ni barrido el suelo.
Los encerraron en una de las celdas. Aquello era una ratonera tan reducida que Big no se podía poner totalmente en pie, tenía que ir encorvado, tampoco podía extender los brazos. Para colmo corrían ratones, no ratoncillos ni ratas, sino ratones; es decir ratas enormes, con derecho al aumentativo.
Big se quitó el pañuelo de la cabeza y limpió lo que pudo para poder sentarse en el suelo, porque no había otra cosa en donde poder hacerlo, casi echaba en falta la sucia silla de casa del prestamista. Pensó que debería comprarse más pañuelos de cabeza cuando llegara a La Tortuga, si es que conseguían llegar algún día, las cosas pintaban muy feas y para colmo ya había gastado dos de sus mejores pañuelos en aquellos últimos dos días. Sin su pañuelo de cabeza, Big se sentía indefenso y como desnudo.
El Capitán, siempre animoso habitualmente, en esta ocasión no lo era tanto. Sabía lo que les esperaba y nadie podría salvarlos de la horca o de algo peor, ni siquiera su tripulación; estaban muy lejos y no se enterarían a tiempo y, aunque así fuera, tampoco tendrían nada que hacer frente a toda la guarnición inglesa de Port Royal.
En aquella oscuridad impenetrable y aquel silencio ensordecedor acabaron quedándose dormidos en tan incómodas posturas que, al despertar, les dolían todas las articulaciones y Big ni tan siquiera tenía el espacio necesario para desperezarse a gusto.
Llevaban ya muchas horas sin comer y el hambre comenzó a hacer mella en Big. No tenía noción del tiempo, pero su reloj biológico funcionaba perfectamente y Big era tan grande que necesitaba comer más que nadie y con más frecuencia. Estaba muy enfadado, tanto que comenzó a golpear violentamente la puerta con los puños y las botas.
- ¡Abrid! ¡abrid! ¿Aquí no se come? ¡Tengo hambre!
- Calma – le dijo Barbanada – espera un poco y ya verás como traen algo de comer, aunque sólo sea pan y agua. Lo que no te puedo garantizar es la cantidad ni la calidad, pero algo traerán. A los condenados a la horca nunca los matan de hambre, se perderían el espectáculo.
Pasaron otras horas más; aunque ya hacía mucho tiempo que habían perdido la noción del tiempo en aquella oscuridad, sólo quebrada por la tenue claridad que se colaba a través de un cristal mugriento de un pequeño tragaluz en lo más alto del techo.
Sonaron cerrojos, se abrió un ventanuco en la puerta y, a través de él, una mano pasó dos mugrosas escudillas de madera con una especie de agua turbia y algo indefinible flotando. Big lo cató y ….
- ¿Pero qué porquería es ésta? - gritó, aporreando la puerta
Cada vez se indignaba más y más. Cada vez golpeaba con más fuerza. Un ruido continuo, sordo y profundo comenzó a sonar a su alrededor y en las entrañas de la tierra. A los golpes de Big, parecía retumbar todo, vibraban las paredes, el techo y el suelo. Las sacudidas eran cada vez más fuertes y Big, poco dado a asustarse, interrumpió sus golpes temiendo haber provocado un derrumbe y temiendo acabar sepultados bajo los escombros.
Pero la vibración, el ruido y las sacudidas se prolongaron durante un tiempo que les pareció interminable. La luz del día comenzó a filtrarse tenuemente por una grieta que se estaba abriendo en la pared de roca viva y se agrandaba por momentos. Pronto
aquella grieta se hizo tan grande que hasta Big podía franquearla, y
así lo hicieron ambos.
En derredor, la desolación era absoluta. Del Palacio del Gobernador sólo quedaban los cimientos que eran los sótanos. Todo el edificio se había deslizado hasta el acantilado y había caído al mar con sus ocupantes. Sólo quedaban indemnes, por decir algo, las mazmorras talladas en la dura roca.
En derredor, la desolación era absoluta. Del Palacio del Gobernador sólo quedaban los cimientos que eran los sótanos. Todo el edificio se había deslizado hasta el acantilado y había caído al mar con sus ocupantes. Sólo quedaban indemnes, por decir algo, las mazmorras talladas en la dura roca.
Salieron huyendo y corrieron hacia la calle principal, aunque en aquel caos era dudoso que alguien se preocupara de perseguirlos en lugar de intentar salvar su propio pellejo.
Al atravesar las calles se tropezaban con gentes heridas y desorientadas que no sabían a dónde acudir. La mayoría de los edificios se habían hundido o estaban en llamas. También la posada estaba por los suelos, sólo quedaba en pie la cuadra porque era un simple y ligero cobertizo. Allí estaban indemnes tanto la carreta como los caballos, aunque muy asustados.
Recordando lo que había dicho el Gobernador sobre que él tenía las bolsas de monedas en su poder y temiendo lo peor, revisaron la carreta y su doble fondo, pero las bolsas seguían allí intactas.
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El Rata, como le había llamado el Gobernador, les había denunciado; pero como no se fiaba un pelo de Su Excelencia, no le informó del paradero de la posada en donde se alojaban, y tampoco de que ya les había entregado otros sacos de oro, porque los pensaba recuperar por su cuenta.
Tan pronto tuvo noticias de que estaban detenidos y a buen recaudo en las mazmorras, envió a su ayudante a registrar la habitación de la posada, pero éste no encontró nada. Regresó a la casa e informó a su jefe.
- ¡Eres un inútil! ¿Estás seguro de que has registrado bien? - gritó colérico.
- Si señor, cada rincón del dormitorio.
- Mira que lo pueden haber escondido en cualquier otro lugar de la posada ¿Has revisado todo? ¿O sólo la habitación?
- Yoooo….
- ¡Nada de yooooo!, ahora mismo te marchas y lo haces.
- Ya mismo, señor
- ¿Y has revisado también la cuadra?
- No Señor.
- ¡Mira que eres borrico!, vuelve allí y no dejes de remover piedra sobre piedra, bajo el estiércol, en el pienso, y si hace falta destrozas la carreta que dijiste tenían guardada. ¡Pero no vuelvas sin el oro o lo pagarás caro!
Tras revolver nuevamente la habitación, buscar por toda la posada y la cuadra, decidió revisar a fondo la carreta aunque le parecía una simple carreta normal y corriente y dentro no se veía nada, salvo una lona y unas cuerdas. Pero en ese preciso instante comenzó a temblar la tierra y comenzaron a venirse abajo las paredes de adobe de la posada y otros locales.
Salió huyendo hacia la casa de El Rata. Aquella casa le parecía más fuerte y pretendía refugiarse allí. Pero mientras avanzaba, esquivando cascotes que caían a su alrededor, el seísmo se había ido incrementando de tal modo que casi perdía el equilibrio mientras corría y, al llegar a la casa, allí no quedaba más que un montón de escombros humeantes. De modo que puso toda la tierra posible por medio y abandonó Port Royal.
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Big enganchó los caballos y salieron huyendo de las ruinas de aquello que, hasta entonces, era una floreciente y activa colonia.
Por todos los caminos y también campo a través había gentes huyendo despavoridas, algunos cargando sus menguadas pertenencias y otros acarreaban como podían a personas heridas. El Capitán hizo subir a la carreta a algunos de aquellos lisiados y los llevó hasta una aldea próxima que no parecía haber sufrido daños. Allí podrían atenderlos debidamente.
Y siguieron su camino. El hambre volvió a recordarles que llevaban mucho tiempo sin comer, especialmente Big. Suerte, dentro de la desgracia, que los rebaños, piaras y todas las aves de corral habían huido espantadas y se habían desperdigado por todos los caminos, valles y montes. Big descubrió un cordero perdido, balando desconsolado, y lo consoló enseguida; no al cordero sino a su estómago y al de el Capitán.
Igual que a la ida, volvieron a encontrarse con los que habían intentado: asaltarlos, robarles, saquearlos, asesinarlos, secuestrarlos…. Pero, como la vez anterior, Big se encargó de ponerlos en fuga.
El día en que llegaron a Sandy Bay ya era con las últimas luces y algo gordo se estaba cocinando en El Bergante, pero no era en la cocina de Doug Adams.
Se escuchaba a la Banda, también gritos y golpes. Y, pensando que alguien estaba asaltando su barco, saltaron a la cubierta y se encontraron un espectáculo insólito: el baile había acabado, como siempre, en una tumultuosa pelea, amenazada que no amenizada, por la Banda, que intentaba interpretar toques militares para animar a la tripulación al combate; pero, con lo bebido, lo único que sonaba era una rara melopea que dañaba dolorosamente los oídos.
No fue preciso que el Capitán impusiera orden poniendo firmes a aquella partida de camorristas beodos. Big se hizo cargo y, en pocos minutos, aquello quedó tranquilo como una balsa de aceite.
Aquella noche no estaban para cuentos: ni ellos, ni los tripulantes, ni los invitados, ni tan siquiera la Banda. Todos ellos dormitaban sobre cubierta contorsionados en posturas inverosímiles.
Abrieron el doble fondo de la carreta y depositaron las bolsas de monedas en el camarote del Capitán. Aunque antes de ello, Big había entrado a buscar un pañuelo y salió con él anudado y una expresión de alivio y de confort. Comieron unos restos de la juerga que habían quedado olvidados en la cocina, y se echaron a dormir. Y esa noche sí que durmieron a gusto, mañana sería otro día.
LA PRÓXIMA SEMANA:
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