6.- LA GAVIOTA
La
hazaña de Big
corrió como la pólvora por
Sandy Bay.
Él
solito, con
sus puños,
había logrado
derribar
la fortaleza del Gobernador de
Jamaica y,
prácticamente, casi toda Port Royal.
Desde
su partida de Sandy Bay no había dejado un solo día de relatar a un público incondicional sus
aventuras con los asaltantes en el camino a Port Royal, en la
mazmorra y cómo había provocado tal catástrofe sólo golpeando la
puerta con sus propios puños. Todos escuchaban embelesados, y cada
noche se lo hacían repetir por si se contradecía, pero él no
cambiaba ni una coma.
En
Sandy Bay se habían aprovisionado de la mayoría de los pertrechos
necesarios, pero había cosas que allí no se encontraban; y otras no eran medianamente comestibles ni “bebestibles”, como el ron, y es por eso por lo que iban rumbo a Santo
Domingo,
ya
que
en sus inmediaciones no podrían tropezarse
con naves de guerra inglesas,
y podrían encontrar lo que les faltaba; especialmente el ron, que lo
hacían muy bueno.
También
pretendían informarse del paradero de la Flota Inglesa y del
Comodoro Patacorta,
al que estaban esperando hacer una visita y ver quién acababa
hundiendo
a quién.
El
Capitán estaba muy molesto con los Ingleses, su Flota y sus
corsarios. No es que fuera a ponerse de lado de los españoles,
porque si había que piratearlos a ellos, también lo haría; pero,
puestos a elegir…
Se
detuvieron en Santo Domingo sólo lo suficiente para cargar lo que
les faltaba, y ron, y vodka y tomates; y, de paso, se enteraron de
que la Flota Española, a la que llamaban la Flota de Barlovento, se
encontraba en La Habana, en la toma de posesión del Virrey de Nueva
España. También les llegaron noticias de que las naves de
Patacorta habían tenido que acudir urgentemente a Port Royal en
misión de salvamento. Todos hablaban de que se había producido un
terrible terremoto, pero Big pensaba:
-
¿Terremoto? ¡Qué sabrán ellos!
De
modo que podrían navegar tranquilos, a salvo de los galeones y las
naos. Podían salir tranquilamente a la caza de corsarios ingleses, y
a la búsqueda de botín en carabelas y carracas.
Barbanada
ordenó poner
rumbo a Belice, porque estaba seguro de
que
en aquellas aguas encontraría una buena presa, algo
así como el pescador de caña apostado en un remanso esperando
pacientemente
a
que
acabe
picando
la trucha de su vida.
Mientras
entraban en acción; se
dedicaron, como
habitualmente,
a poner en estado de revista la vestimenta, el barco y el armamento.
Los cañones no brillaban, resplandecían y, para evitar lo que pasó
con el Titán, también estaban todos cargados. El capitán no quería
llevarse otra sorpresa desagradable
y peligrosa como
en aquella ocasión. Los garfios de abordaje estaban afilados
y relucientes, de ello se había encargado Georg Berg, el mejor
afilador y experto en armas de pincho y corte de todo el Caribe.
También
los
cabos y redes estaban
desenredados y en perfecto estado gracias a Albert Boades, llamado
Berty, que
era el
cordelero de a bordo y un
gran
experto en cabos,
lazos,
redes
y
nudos.
El
viento era suave y no pasaba de los cuatro nudos. Podrían haber
soltado todo el trapo, pero el Capitán no tenía prisa y sí
precaución. Por una vez había limitado la bebida en previsión de
entrar pronto en combate. No quería que se desdoblaran a causa del
alcohol o vieran doble el blanco, porque eso limitaba la puntería
aunque permitiera servir a toda la artillería de a bordo. Prefería
diez cañones bien atendidos que los veinte pero poco certeros.
Especialmente
puso de secano, cosa que le molestó muchísimo y protestó, al
artillero Franck Márquez, al que todos llamaban “Bigeye” porque
donde ponía el ojo ponía el proyectil. Aunque, para compensarle, el
Capitán le tuvo que prometer que sería el primero en abrir y
estrenar el último tonel de ron de reserva especial que habían
cargado en Santo Domingo.
Eran
las doce del mediodía del tercer día
de travesía, cuando Will
“el Cabezota” gritó desde la cofa:
-
¡Carabela a la vista por proa!
-
Muy bien, habrá botín con poco combate –
dijo Zurdo Johnson que estaba al pie del palo mayor abrillantando su
machete.
Pero,
conforme se acercaban, comprobaron que aquella carabela enarbolaba bandera
negra.
El
Capitán pensó:
-
¿Qué loco piratea con una lenta carabela?. Bueno, no parece muy
bien artillada, pero es
preferible
jugar sobre seguro. Podríamos volarla con un disparo en la
Santabárbara, pero ¿qué ganaríamos con eso?; lo haría sin
pensarlo mucho
si
se tratara de un galeón o cualquier otro barco de guerra. Lo mejor
creo
que será
dejarlos inmóviles, sin posibilidad de maniobra, y luego preguntarle
al capitán a qué juega con ese
barquichuelo. Desde
luego no es un barco de la Hermandad, los conozco a todos y éste
debe ir por libre.
De
modo que puso a todo el mundo a los cañones de estribor, pero los
dos primeros más cerca de proa se los encomendó a Bigeye, con el
encargo de que les dejara sin timonel ni timón.
Estaban
ya a tiro, la distancia era apropiada y se viró de borda para
encarar su presa con los cañones de estribor. Bigeye estaba
pendiente del rumbo y de cuándo estaría en línea. La cosa se
dirimiría en segundos, acertar o errar el tiro dependía de: la
velocidad relativa de las dos naves, la distancia, el ángulo, la
habilidad del artillero, la fórmula de la pólvora y hasta la longitud de la mecha. El Capitán
no iba a dar la orden de fuego, Bigeye dispararía cuando lo
considerara oportuno. Si fallaba, el Capitán daría la orden y los
ocho cañones restantes barrerían la cubierta de la carabela, pero
quería capturarla sin dañarla demasiado.
Se
oyeron dos cañonazos consecutivos
y
vieron volar fragmentos del castillo de popa. Tanto la
toldilla
como la rueda del timón habían sufrido serios daños. No tardaron
en ver arriarse la bandera negra y ponerse al pairo, pero
no podían fiarse de que no fuera una añagaza y dispararan en cuanto
tuvieran ocasión, no obstante lanzaron los garfios de abordaje y las
redes, mientras la Banda tocaba “a abordaje” repetidamente, lo
que solía acongojar
al adversario.
Pasaron
a la carabela sin encontrar oposición, blandiendo sus relucientes
armas y rugiendo con estudiada y teatral ferocidad.
El
capitán de la carabela había resultado herido con el primer
cañonazo y no estaba en condiciones de gobernar el barco, así que
el segundo de a bordo había tomado el mando y, consciente de su
inferioridad artillera y numérica, se rindió a sus captores sin
oponer resistencia.
Luego
supo Barbanada que aquel navío, llamado “La Gaviota”, se
dedicaba al corso acosando a los españoles y que lo comandaba un
antiguo lugarteniente de Flint, llamado John Smith, aunque le
llamaban Smity. No es que Smity fuera un corsario muy conocido y
famoso, pero había logrado capturar y hundir unas cuantas naves
españolas.
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Se
hacía llamar John Smith, porque nunca supo cual era su nombre ni
siquiera si lo tuvo alguna vez. La verdad es que podía haber sido
más original y hacerse llamar John Silver o Wyatt Smith.
Pescado
entre la chiquillería que mendigaba en el puerto de Nueva Orleans,
fue internado en una especie de “establecimiento benéfico” en el
que le hacían trabajar de sol a sol por un plato de algo incomible y
un duro jergón. De modo que se acabó fugando de aquella especie de
prisión y se coló en la bodega de un barco con rumbo a La Habana.
Durante
la travesía se las ingenió, como solía hacer en las calles de
Nueva Orleans, para que no le faltara agua y comida y que tampoco les
faltara a sus compañeras las ratas, con las que estableció
estrechos y extraños lazos de amistad y complicidad.
En
cuanto atracaron, consiguió escapar a tierra sin ser visto y se
acabó encontrando en una tierra desconocida, con una lengua que no entendía y
sin la compañía de sus amigas de bodega.
Estuvo
un año mendigando y rateando lo que podía por la capital antillana,
pero aquello no tenía ningún futuro y él ya se estaba haciendo
mayor, es decir, adolescente. De modo que se coló en el primer
barco que encontró en el puerto, tal y como había hecho en Nueva
Orleans.
Pero
resultó que se había colado, como polizón, nada más y nada menos
que en el Walrus, el temido bajel del no menos temido Capitán Flint.
Se
escondió lo mejor que pudo, pero acabaron encontrándolo cuando ya
estaban en altamar.
Al
Capitán Flint le caían bien los muchachos jovencitos. No hacía
mucho que se había encaprichado con un joven llamado August y lo
tenía como grumete, ayuda de cámara o mascota. Pues lo mismo hizo
con Smity, como le llamaba afectuosamente.
Smity
pasó de grumete a marinero raso, luego a timonel y finalmente a
lugarteniente, junto con August Harris.
Tras
la muerte del Capitán, él fue uno de los que vaciaron el camarote
de Flint y, con el fruto de la rapiña, se agenció aquella carabela,
a la que llamó La Gaviota, una tripulación, y comenzó su carrera
de pirata libre, sin sujeción a ley ni Hermandad, luego pensaba dedicarse al corso pero Barbanada no le había dado ocasión de cumplir su sueño.
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Barbanada
decidió quedarse con la La Gaviota. Pensó que le iría muy bien en
lugares de poco calado o para internarse en ríos o litorales en los
que El Bergante no hubiera podido navegar seguro.
El
segundo de a bordo, llamado
Robert
Peel, era un buen tipo y antiguo conocido. Barbanada lo conocía de antes, cuando con Big buscaba trabajo en La Tortuga y después habían coincidido en una travesía navegando en Le Tulip, un barco holandés del que Peel era el segundo de a bordo y que les había rescatado en una ocasión, y depositó en él la confianza de capitanear La Gaviota.
El
capitán Smity estaba
malherido y Zurdo Johnson, el “médico”
de
El
Bergante, se encargó de curarle de sus heridas lo
mejor que supo,
luego sería desembarcado a la primera oportunidad en Belice,
que era el puerto más próximo. También serían desembarcados unos
cuantos
marineros de La Gaviota, tras una criba que Peel realizó entre su
tripulación a instancias de Barbanada. Peel
se
quedó sólo con los de más confianza, aunque suficientes para
seguir
gobernando
la nave, pero
precisarían de algún refuerzo.
Tras
desembarcar al capitán Smity y aquellos
marineros en Belice, se había decidido
que La Gaviota marcharía
en
dirección a
La Tortuga y allí recalaría
a la espera de
órdenes para intervenir en alguna nueva
acción,
pero algo vino a trastocar
aquellos planes.
Al
revisar el camarote del capitán Smity, se halló un pequeño cofre
de marfil. No sabían dónde podía estar la llave, quizá Smity la
llevaba colgada al cuello cuando la bala impactó y casi lo mata, y
es posible que cayera al mar. Tras una búsqueda minuciosa por la
cubierta no apareció. De modo que se vieron en la necesidad de
forzar la cerradura.
Dentro
había un mapa amarillento, con el plano de una isla. Tenía unas
señales que hacían sospechar la existencia de un tesoro enterrado.
Estaba firmado con un extraño signo, una O mayúscula cruzada por
una raya diagonal y, por lo que creían todos, aquel signo podría
ser la rúbrica de un famoso pirata francés llamado El Olonés, y
aquel plano debía ser sin duda el plano de su tesoro escondido, del
que no se tenían noticias.
La
isla no parecía conocida, pero había una indicación de latitud,
aunque no de longitud, por lo tanto debería ser alguna de las
atravesadas por aquel paralelo. Al consultar las cartas marinas y
descartando todas las islas demasiado alejadas de aquellos mares;
salía un total, a un lado y a otro de aquel paralelo, de unas siete islas cartografiadas, lo que no quería decir
que no hubiera otras más pequeñas que no recogían los mapas. Lo
demás en aquella latitud eran tierras continentales o pequeños islotes.
Iba
a ser una búsqueda muy
laboriosa,
el dibujo de la isla era muy burdo y su silueta no coincidía en
las cartas con
las conocidas en Sotavento del Sur. El Capitán pensó que no iría
muy desencaminado
si buscaba en aquel archipiélago porque,
además de encajar en aquella latitud, estaba muy
próximo a Maracaibo y,
precisamente, aquella
población había
sido saqueada
por El Olonés en
el año 1.666. Siguiendo
órdenes del gobierno francés, que en
aquel tiempo estaba
en guerra con España y Holanda, François
l'Olonnais
se
había llevado de allí
un abundante botín que
nunca apareció.
Al
partir hacia Sotavento del Sur, Barbanada pensó que, como iban a
navegar en dirección a Portobello, Cartagena y Maracaibo, y pasarían
cerca de la Costa de los Mosquitos, podían probar La Gaviota en la
navegación fluvial y en zonas de poco calado. Así cuando llegaron a
la desembocadura del Río San Juan, el Capitán se dispuso a usar
la carabela para internarse por su amplio delta y navegar por el río
hacia las tierras del interior.
Dejó
a El Bergante fondeado a pocas millas de la costa con un grupo
seleccionado de su propia tripulación, junto con parte de la de La
Gaviota, al mando de Big y a ver quién se atrevía a desobedecer una
orden suya. Y con Peel como segundo, y una tripulación también
mixta, pusieron rumbo al río y al interior de aquellas tierras que
entonces llamaban Guatemala.
Aparte
de probar el barco en la navegación fluvial; pretendía el Capitán,
con aquella mezcla de tripulaciones, imbuir en los de La Gaviota el
espíritu, los valores y la educación propias de la tripulación el
Bergante, así como su amor por la limpieza y por su sanguinariedad.
Durante
unos días recorrieron la costa, se internaron por ríos
desconocidos, rodearon islas, manglares y navegaron por el delta del
San Juan. Llegaron a pequeñas poblaciones perdidas del interior, que
nunca habían visitado los Hermanos de la Confederación. Poblaciones
que no les hubiera costado nada saquear, pero no era ese su objetivo.
Cuando
regresaron al encuentro de El Bergante, el Capitán estaba muy
satisfecho de la nave y sus hombres. Pese a que le sabía mal
prescindir de buenos tripulantes como: Porfavor Johnson, Caimán
Caribeño, Alfred Smith “Cuatrorumbos”, y otros, pasaron a formar
parte de la tripulación de La Gaviota, y otros tripulantes de La
Gaviota pasaron a serlo de El Bergante, porque creía el Capitán que
sería bueno mantener aquella unión.
Desde
allí, La Gaviota con el capitán Robert Peel al mando, marcharía a
La Tortuga a la espera de órdenes, a limpiar a fondo el barco hasta
dejarlo brillante como era natural en El Bergante y su tripulación,
así como a acabar de reparar los daños en la toldilla y el timón,
que Andrew Brea con otros marineros habían reparado sólo
provisionalmente.
Si
el Capitán Peel en la ruta se topaba con alguna presa fácil, no
debería dudar en abordarla, pero sin correr riesgos inútiles; eso
sí, debían mantener las costumbres del Capitán Barbanada en cuanto
al concepto de cosas valiosas y en cuanto al respeto por la vida
humana.
LA PRÓXIMA SEMANA
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