Ahora sabremos algo más de piratas
famosos: Flint, John Silver, Patacorta,
y también conoceremos algo de aquella
bulliciosa ciudad de Jamaica que fue el
centro del gobierno Inglés
en el Mar Caribe.
centro del gobierno Inglés
en el Mar Caribe.
4.- A PORT ROYAL
Tras su rescate, en un islote perdido de Sotavento Sur, la tripulación de El Titán informó del hundimiento y la identidad del responsable del mismo, puesto que El Bergante era inconfundible y su tripulación aún más.
A partir de ese momento, la Flota de Su Graciosa Majestad estaba movilizada y con sólo un objetivo: capturarlo o hundirlo. Pero éste ya había recalado en el norte de la isla de Jamaica, en donde hallaban refugio todos los piratas del Caribe, cuando no lo hacían en La Tortuga, La Española, Barbados, Barlovento, Belice o la Costa de los Mosquitos… todos aquellos eran refugios habituales para piratas, bucaneros, filibusteros y hasta corsarios, aunque éstos últimos no eran muy bien recibidos por los demás, puesto que consideraban que los corsarios trabajaban para aquellas autoridades que les perseguían.
El Capitán Barbanada, su barco y su tripulación estaban afiliados a la Confederación de los Hermanos de la Costa, aunque las normas de la misma se las saltaban un poco a la torera, como si les hubiera instruido El Antillanito, pero nunca se las saltaban lo suficiente como para ser expulsados. Pagaban religiosamente sus cuotas y jamás habían abordado o hundido un barco que perteneciera a la Hermandad.
De todos modos, todo se estaba poniendo cada vez más complicado; porque los gobiernos coloniales, especialmente España e Inglaterra, se estaban extendiendo y ocupando islas y más islas por medio de sus respectivas flotas, o mediante aquellos mercenarios traidores llamados corsarios.
Desde que el rey Carlos II había nombrado caballero y puesto, nada menos que a Henry Morgan, como Gobernador en Port Royal, al sur de Jamaica, ya no era seguro atracar y menos desembarcar allí.
Por eso decíamos que el Bergante recaló en el norte de la isla, en Sandy Bay; porque, aunque Morgan entonces ya había muerto en Jamaica, el nuevo Gobernador que le había sucedido no era menos duro con los capitanes que se escapaban a la disciplina de la Corona de Inglaterra; y no hablemos de los que, como el Capitán Barbanada, acababa de enviar al fondo del mar a uno de sus bajeles más nuevos y caros.
Nunca en sus abordajes se apropiaban de las cosas que habitualmente buscaban los piratas: oro, plata, joyas, monedas…, pero estas últimas eran cosas que acababan siendo imprescindibles para proveerse de: pólvora, armas, provisiones, ron, vodka… repartir algo de botín entre los tripulantes, y para operaciones de mantenimiento de El Bergante, así como para repuestos de velas y cabos.
Por eso, el Capitán pretendía acercarse en secreto a Port Royal a fin de conseguir efectivo. Para ello se desharía de dos de los sables del Tesoro de Barbalarga. Hubiera bastado con vender sólo uno; pero entonces, el conjunto de la panoplia no hubiera quedado equilibrado con cinco sables, estéticamente tenía mejor presencia y simetría con cuatro.
El barco, con su tripulación, debía permanecer un tiempo en Sandy Bay mientras el Capitán llevaba a cabo su misión y hasta que se calmaran algo las aguas. Aprovecharían para ponerlo a punto, revisar cada vela, cada cabo y cada cuaderna y, para que la espera no se les hiciera muy larga, se tomarían unos cuantos toneles de vodka en forma de Bloody Mary.
Para el viaje hacia la capital jamaicana, Barbanada sólo aceptó la compañía de Big, aunque todos hubieran deseado acompañarlo a Port Royal, porque aquella población era el lugar con más tabernas y lupanares por metro cuadrado de todo el mundo. Pero el Capitán prefería pasar lo más desapercibido posible y no llamar demasiado la atención, aunque la compañía de Big y los ropajes de ambos no es que fuera lo más indicado para ello.
Consiguió una carreta con dos caballos, cargaron los dos sables, algunas provisiones, y se pusieron en camino.
Iban a tardar varios días en llegar a su destino a aquel paso, así que debían armarse de paciencia y matarían el tiempo cuidando sus ropas y sacando brillo a sus armas.
Los sables del tesoro de Barbalarga estaban ocultos en un doble fondo de la carreta, y nadie hubiera podido imaginarse que en aquel pobre y rústico vehículo, aunque limpio como los chorros del oro, se ocultara tal riqueza. De todos modos, cualquier observador medianamente despierto, podían sospechar algo de aquellos caballeros desconocidos, tan limpios y tan bien vestidos.
Habían cargado también unas botellas de ron, para hacer el viaje más llevadero, pero aquel ron de Sandy Bay era un ron pirata, es decir casero, de muy poca calidad, mucho grado y extraños aromas. El Capitán pensaba comprar en Port Royal unos toneles del mejor que tuvieran.
Pues, como íbamos diciendo, se pusieron en marcha. La banda los despidió con una tonada un tanto melancólica.
- Adiós muchachos, compañeros... – dijo el Capitán, casi cantando.
Y se perdieron en la distancia.
El viaje transcurrió sin incidentes que resaltar, salvo unos cuantos intentos de asalto, robo, saqueo, asesinato, secuestro… que se zanjaron inmediatamente, tan pronto los facinerosos veían a Big puesto en pie sobre el pescante. Los malhechores salían huyendo y ya no los volvían a ver.
Estos incidentes dieron un toque de amenidad que hizo más llevadero aquel aburrido viaje.
Y finalmente llegaron al bullicioso Port Royal.
Era aquél un ruidoso hervidero de gente inquieta, deambulando al azar, entrando y saliendo de las innumerables tabernas que ocupaban todos los portales de todas las calles, y entrando y saliendo a otros locales muy frecuentados, a los que el Capitán no quiso acercarse. También era un muestrario de la mayor miseria humana: mendigos, tullidos, harapientos, sucios, borrachos… tan diferente de su tripulación, salvo lo último; aunque ellos nunca estaban borrachos, como mucho estaban alegres o ebrios, los alegres compañeros de la mar.
Lo primero que hicieron fue buscar una posada y dieron con una que no tenía mal aspecto y el posadero tenía pinta de persona honrada y limpia. Desengancharon los caballos, les pusieron pienso y agua y dejaron la carreta en un rincón de la cuadra, asegurándose de que su carga quedaba bien oculta bajo las tablas de su doble fondo y marcharon a averiguar en dónde podían comprar o vender algo de oro a un precio razonable.
Para dar comienzo a sus pesquisas entraron en una taberna, la más concurrida que vieron en aquella calle interminable, con la intención de ponerse al corriente de las últimas noticias, enterarse de dónde había compraventa de oro y, de paso, tomarse unos buenos tragos de ron, un ron algo más decente que el que llevaban para el viaje.
El ambiente, ruidoso y lleno de humo, apestaba a humanidad, bebidas y desbebidas. Pidieron dos vasos de ron.
- Pero del bueno – dijo el Capitán – y no de ese matarratas que les das a los borrachos que no se enteran de nada ni les importa demasiado lo que tragan, nosotros aún no lo estamos y todavía somos capaces de apreciar lo que es bueno o lo que no lo es.
Junto a ellos, dos marineros que podrían ser filibusteros o cualquier otra cosa, comentaban en voz muy alta para poder hacerse oír entre ellos en aquel ambiente tan ruidoso:
- Acabo de enterarme de que han hundido al Bergante.
- No me lo creo. El Capitán Barbanada, será lo raro que sea, pero no pienso que se deje cazar así como así. Es mucho barco El Bergante y he oído que ha hundido una fragata.
- Pues por eso le han cazado, estaba toda la flota tras él y me han dicho que allá por Barlovento, cerca de La Martinica, le acorraló el Comodoro con cuatro galeones y no pudo escapar al cañoneo cruzado. Así que ¡adiós para siempre al Bergante y adiós a su chalada tripulación! ¡Adiós a Barbanada! … ¿Y ahora de qué diablos nos vamos a reír?
El Capitán tuvo que agarrar por el brazo y contener a Big, que estuvo a punto de montar una trifulca y machacar con sus puños a aquellos dos desgraciados. Ellos continuaron con su charla.
- ¿A qué Comodo te refieres? ¿A Patacorta?
- Sí, a nuestro antiguo amigo y compañero de botín, el Capitán Harris, pelotillero ascendido por méritos de corso.
- Bien le va; desde que perdió un pie en uno de sus primeros abordajes y casi estuvo a punto de dejar el oficio o que le despachara su tripulación, le ha ido muy bien en su carrera. Y ahora ha vendido sus servicios y sus conocimientos a la Corona, y de paso también ha vendido a sus antiguos compañeros de la mar y a la Confederación, ¡maldito traidor! ¡que los tiburones se den un buen atracón con él y que se atraganten con su pata falsa!.
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August Harris había comenzado su vida como grumete en una carraca que se dedicaba al transporte entre las islas y el continente, a veces de esclavos y a veces de mercancías variadas. Pero un día fueron abordados por el pirata Flint y él fue reclutado forzosamente para su tripulación en el Walrus. Tuvo mucha suerte por ser jovencito y no correr la suerte de sus compañeros de la carraca, que había sido el de servir de alimento a los tiburones. Fue enrolado como grumete y ayudante del cocinero e hizo una carrera meteórica.
En poco tiempo ya era uno de los lugartenientes del pirata Flint, casi su mano derecha junto con otro al que llamaban Smity. Pero cuando el Capitán Flint murió de una sobredosis de ron en “The Pirates House”, una fonda localizada en la ciudad de Savannah, todos sus hombres se dispersaron y unos se enrolaron en otros barcos, piratas o no. Otros se establecieron por su cuenta y siguieron con el negocio del saqueo a pequeña escala. Otros arramblaron con todo lo que de valor encontraron en el Walrus, como Willian Billy Bones el timonel, que se llevó el mapa de su tesoro y al que John Silver el Largo persiguió incansablemente, según contó luego Robert Louis Stevenson que le había dicho su amigo el caballero John Trelawney.
Harris recuperó para sí uno de los últimos barcos saqueados, y que Flint no había querido hundir. Al Capitán Flint le gustaba aquel barco y se lo reservaba para otras misiones que tenía en mente. Lo había escondido en una pequeña isla, en una bahía oculta y Harris se lo apropió.
Así comenzó, con algunos de sus compañeros de la tripulación del Walrus y otros que enroló en La Tortuga, su carrera de saqueos y asesinatos. Pero aquella carrera se vio alterada por un grave, para él, accidente.
En el enfrentamiento y abordaje a un patache corsario que les salió al paso, recibió un hachazo en el pie izquierdo. La batalla acabó siéndole favorable. Todos los tripulantes del patache fueron arrojados a los tiburones y el barco incendiado, pero hubo que amputarle el pie y se sumió en una profunda melancolía. Recluido en su camarote estuvo días planteándose si dejar la piratería, pero:
- ¿Qué voy a hacer sin un pie? ¿A qué me voy a dedicar?
La tripulación estaba inquieta y a punto de amotinarse. La inacción no es buena consejera
Ya estaban preparados para irrumpir en el camarote, reemplazarlo como capitán y deshacerse de él, cuando se abrió la puerta y salió un Harris trasfigurado. Un gesto colérico deformaba su rostro en una mueca horrible. Empuñaba en una mano la pistola y en la otra el sable, apoyó el muñón en el suelo y aquella máscara de rabia se deformó aún más con un gesto de intenso dolor, aparte de que estaba inclinado hacia la izquierda y casi a punto de caer.
- ¿Qué hacemos aquí parados? ¡moveos! Vamos a por una presa ¡ya! - gritó
Y así nació el llamado Patacorta, de tan triste recuerdo en todo el Caribe y que más tarde conocerían, para su desgracia, dos jóvenes marineros en busca de trabajo: José Brown y Bull Big.
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En aquella ruidosa y apestosa taberna de Port Royal, el Capitán le entregó unas monedas al camarero y le preguntó discretamente en dónde podría comprar o vender algo de oro. Tras añadir unas cuantas monedas más, el camarero le indicó una casucha aislada al final de la calle principal, aunque la calle principal era la única calle prácticamente, y allí marcharon.
La casa se veía, aparentemente, destartalada; pero la puerta exterior era de hierro forjado, un trabajo muy elaborado y resistente y con una buena cerradura. Los muros exteriores de piedra eran fuertes y estaban rematados con afilados pinchos. Por el patio que llevaba a la casa, cubierto de malas hierbas y defecaciones, hacían guardia fieros perros de presa.
Big tiró de una argolla de bronce al extremo de una cadena que había junto a la puerta, y allá a lo lejos sonó, aguda y fuertemente, una campana. Una puerta crujió y se proyectó una franja de luz mortecina sobre las hierbas, las cacas y los perros, que se quedaron inmóviles.
Salió un personaje de edad avanzada, encorvado, con un batín, chancletas y un gorro frigio. No era un gorro de dormir, era como aquellos que usaban los marineros catalanes de la Armada Española.
A una orden suya, los perros se retiraron dóciles al fondo de la casa, pero siguieron expectantes. Se acercó con una pesada llave de bronce en la mano y, antes de abrir la puerta, preguntó:
- ¿Sois? ¿queréis?
- Muy lacónico – pensó el Capitán, y le respondió del mismo modo – Confederación, oro.
Al oír la última palabra, se le encendieron unos ojillos codiciosos, los ojillos de una rata, y dijo mientras abría la cancela:
- Pasad, pasad
Le siguieron, procurando no pisar nada sospechoso y procurando no respirar por la nariz. Acabaron penetrando en un sórdido salón, alumbrado a duras penas con unas cuantas velas chisporroteantes y abarrotado por toda clase de objetos viejos y polvorientos.
- Sentaos – dijo.
Y él tomó asiento en una vieja butaca, tras una mesa llena de libros y cachivaches incontables e intocables, por lo sucios. Al Capitán le amagó una reacción alérgica a la mugre y no se sentó, tampoco había nada en lo que poder hacerlo. Big volcó dos sillas haciendo caer al suelo todo lo que tenían encima y les pasó cuidadosamente su pañuelo de cabeza, pañuelo que tiró al último rincón de la sala con asco. Sacó otro limpio de un bolsillo y se lo anudó, mientras se sentaba casi en cuclillas. No es que la silla fuera baja, que lo era; es que, además, él era como era.
Barbanada acabó doblando lentamente las rodillas y terminó por sentarse, envarado, sin atreverse a rozar el respaldo ni cualquier otra cosa. Nunca había visto suciedad igual desde que había visitado las mazmorras de la Confederación, en La Tortuga, a interesarse por uno de sus tripulantes que se había pasado un pelín de Bloody Mary's y de sanguinariedad.
Su interlocutor se había quedado mirándolos fijamente, inquisitivamente, como si quisiera averiguar de qué los conocía o quienes eran.
Barbanada le preguntó:
- ¿Nos han informado mal o aquí se compra y se vende oro?
- Sí – respondió aquel extraño personaje
- ¿Sí, qué?, disculpe señor; pero no sé si ha querido usted decir que nos han informado mal o que es cierto lo que nos han informado. ¿Me lo puede aclarar?, y usted perdone.
- Para ser un pirata de la Confederación eres muy bien educado; pues sí, os han informado bien pero, ¿qué queréis?
- Vender oro y comprar monedas, pero de oro; no importa si son españolas, británicas u holandesas, porque todas circulan igual y a mismo peso valen lo mismo. ¿A cuánto la libra?
- ¿Compra o venta?
- Ambas
- Compro a quince y vendo a veinte
- No está mal el margen, no es abusivo, pero yo espero algo más.
- Pues lo dudo, búsquese otro que le haga mejor trato, aquí o en otro lugar, si es que lo encuentra.
- Lástima, porque no pretendía desmontar y tasar aparte los diamantes, me conformo con el peso total, en bruto, pero a peso de oro.
- ¿Diamantes? ¿ha dicho diamantes? ¿cuántos? - dijo con un brillo especial en la mirada.
- Tantos como para comprar y vender a veinte.
- Habría que verlo, ¿dónde os puedo encontrar?
- No es preciso, ya volveremos nosotros con la mercancía y espero llegar a un acuerdo; y si no, nada de nada.
Se despidieron y los acompañó a la puerta, tras ordenar a sus perros que se estuvieran quietos.
No se habían alejado más de veinte metros, cuando ya tenían una sombra siguiéndolos. Antes de cerrar la cancela había llamado a un sirviente, antiguo bucanero retirado, y le encomendó que no los perdiera de vista y que le informara dónde se alojaban.
Se retiraron a la posada, comprobaron que la carreta seguía en la cuadra e intacta y se fueron a dormir a su habitación. Una sombra se perdió entre las sombras hacia el final de la calle.
El mal dormir y el cansancio de los últimos días los rindió, y durmieron a pierna suelta, en una verdadera cama, hasta el canto del gallo y la primera campana del puerto.
Pasaron aquel día merodeando por las tabernas y con la oreja atenta, pero no había más novedades: la Flota les seguía buscando incansablemente por todo el Caribe, y lo del hundimiento había sido un bulo, pero eso no hacía falta que se lo dijeran, ya lo sabían ellos.
Big quería aprovechar para comprarse otro pañuelo de cabeza como recambio, no tenía más repuestos y le parecía que sin pañuelo iba como desnudo, pero todos le resultaban pequeños y faltaba tela para hacer el nudo. Sólo le quedaba el que llevaba puesto y tendría que esperar hasta llegar a su camarote en El Bergante, en Sandy Bay, porque allí tenía unos cuantos más y de muchos colores variados. Siempre se los hacía, especialmente a su medida y a su gusto, una vieja costurera en la Isla de La Tortuga.
No querían andar por la calle con aquel valioso cargamento a la luz del día. De modo que esperaron a la puesta del sol y, tras sacar uno de los sables de la carreta y envolverlo cuidadosamente en una manta, Big se lo cargó al hombro como si fueran unos aperos de pesca y se encaminaron a la casa del viejo.
Otra vez pasaron las mismas peripecias del día anterior para acceder a la casa del viejo: argolla, campana, perros, crujido, luz y la aparición en el umbral como el día anterior.
Una vez sentados como mejor pudieron en aquellas viejas sillas que, milagrosamente, conservaban el asiento despejado de trastos, Big desenvolvió y puso sobre la mesa aquel enorme sable de oro y diamantes. Al comerciante se le abrieron los ojos desmesuradamente, como platos, y brillaban casi tanto como brillaba la empuñadura del sable.
No habían querido llevar los dos, tampoco hubiera sido fácil cargar con ambos. El otro sable decidieron mantenerlo en reserva porque no sabían cómo iba a acabar aquella transacción.
- ¿Hay trato o no hay trato? - dijo el Capitán
- Hombre… es que veinte…
- Big ¡recógelo!
- No, espera – dijo mirando codicioso la brillante empuñadura – ¡vale, vale, a veinte!
- Pues ahora es cuestión de pesarlo y, como hemos acordado, cambiar su peso en monedas de oro.
En un rincón de la sala, colgando del techo, había una gran balanza de platos. Big llevó el sable y lo colocó cuidadosamente, equilibrado en uno de los platos que descendió inmediatamente hasta el suelo. El tratante llevó unos sacos de monedas y comenzó a vaciarlos en el otro plato.
- ¡Alto ahí! - dijo el Capitán – no pretenderá colarme monedas de plata y cobre entre las de oro. Vaya retirando las de la última bolsa y busque otra nueva, o no hay trato.
Así se acabó equilibrando la balanza. Big cargó como mejor pudo con los sacos de monedas, porque aquello era más incómodo de llevar que el sable y pesaba lo mismo. El comerciante cargó a duras penas con el sable y consiguió llevar su reciente adquisición hasta un arcón situado en otro rincón de la sala. Lo depositó allí y ya se disponía a despedirlos, cuando dijo el Capitán:
- ¿Estaría dispuesto a mantener el trato en las mismas condiciones?
- Sí, sí, sí – respondió con afán mal disimulado
- Pues mañana podríamos hacer otra pesada, así que vaya teniendo preparados más saquitos.
Llegados a la posada colocaron cuidadosamente los saquitos en el doble fondo de la carreta, lo cerraron cuidadosamente y se retiraron a dormir bien satisfechos. Aquél había sido un día muy fructífero.
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Mientras tanto, en el Bergante, los días pasaban lentos entre limpiezas, reparaciones y Bloody Marys. Para matar un poco el aburrimiento, habían organizado un baile al que habían invitado a toda la población de Sandy Bay. Todos eran viejos piratas, casi retirados, que ya no podían navegar en busca de un botín debido a su avanzada edad y sus condiciones físicas. Se iban arreglando a base de secar carne o haciendo galletas para proveer a los barcos y, cuando podían, afanando lo que quedaba al alcance de la mano. Mujeres no había, salvo algunas muy ajadas, retiradas de los salones de Port Royal, de modo que echaron a suertes a quienes de entre ellos les tocaba bailar haciendo el papel de mujer y les vistieron adecuadamente para la fiesta.
Las botellas de aquel ron intragable corrían de mano en mano y la Banda soplaba más fuerte que los bebedores, jotas, fandangos y zarabandas… animando la noche de Sandy Bay. Todos bailaron y bebieron hasta echar el bofe y los últimos tragos de aquel horrible ron.
- ¿Cuándo volverá el Capitán con un ron decente? – decían algunos
Pero, tras los primeros tragos, ya dejaba de importar la calidad del mismo, como tampoco importaba que los miembros de la Banda también hubieran bebido lo suyo y aquello sonara como un saco de gatos rabiosos.
La cosa se complicó cuando El Antillanito pretendió dar unos capotazos al capitán de una nave de filibusteros y éste se sintió ofendido. La pelea que se organizó aún se recuerda en los anales de Sandy Bay. De haber estado Big, aquello hubiera durado cinco minutos, pero se las apañaron muy bien sin él. Bennie el Goonie marchó al camarote y se armó con las tenazas de la fragua y a cada contrincante que veía le agarraba por las narices, lo arrastraba hacia la borda y lo tiraba al agua. Aquello resultó épico, glorioso, grandioso, legendario y así se recordaría por siempre entre los viejos filibusteros.
Y LA SEMANA PRÓXIMA:
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