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miércoles, 29 de junio de 2016

PIRATAS DE BARBADOS. cap.5.- ·En las mazmorras

Aunque Big crea otra cosa y lo vaya
contando por ahí, lo que sucedió en 
Port Royal en aquella ocasión es 
histórico, sucedió  realmente y no
fue él el causante.





5.- EN LAS MAZMORRAS

A la noche siguiente, Barbanada y Big sacaron el segundo sable y todo transcurrió tal y como el día anterior, salvo que ya ni se tuvieron que sentar en aquellas mugrosas sillas. Ni tan siquiera se fijaron si seguían libres o llenas de trastos como el primer día. Acudieron directamente a la balanza e hicieron las pesadas. Tampoco hubo la menor protesta por parte del viejo sobre el precio fijado, ni pretendió colarles monedas de menor valor y parecía que estuviera nervioso, inquieto, impaciente y deseando que se marcharan lo antes posible. Esa actitud debería haberle extrañado a Barbanada, pero no reparó en ello. El anciano cerró tras ellos la cancela con un seco golpe y luego llamó a los perros con un silbido.
Cargados con los sacos de oro se pusieron en camino hacia la posada, pero no habían pasado más de cinco minutos cuando les salió al paso un pelotón de soldados del Gobernador.
El Capitán comprendió que no podían resistir a aquel numeroso grupo de hombres armados con espadas y pistolas, así que le hizo una seña a Big para que se contuviera y dijo:
- Buenas noches tengan ¿qué desean, caballeros? ¿En qué podemos servirles?
- Así que tenía razón el viejo buitre, ¡nada menos que el Capitán Barbanada en persona! – dijo el que parecía estar al mando de la tropa – dejad las armas ahora mismo y no opongáis resistencia. Dejad también eso que cargáis y entregaos en nombre del Rey
- Dios salve al Rey – dijo Barbanada con una sonrisa
- ¡Hmmm! - gruñó Big, con cara de pocos amigos.
Pero hicieron lo que se les mandaba sin oponer resistencia y, escoltados más que conducidos por aquella tropa, llegaron hasta la fortaleza del Gobernador inglés de la Isla de Jamaica.
- Su Excelencia el Gobernador desea interrogaros, pero luego lo pienso hacer yo personalmente – dijo el jefe de la tropa, con enorme satisfacción por haber atrapado aquella importante presa a la que andaba buscando toda la flota.
En el suntuoso salón de audiencias se encontraba el Excelentísimo Gobernador de Jamaica, acompañado por una elegante corte y aposentado en una gran butaca, que más parecía un trono.
El Capitán, sin que sus captores tuvieran tiempo ni reflejos para reaccionar debido a la sorpresa,  se adelantó y se encaró con el Gobernador; aquel personaje orondo y satisfecho de su poder sobre vidas y haciendas, que le miraba con espanto, y le espetó a bocajarro, con una amplia sonrisa y una gran reverencia, exageradamente teatral:
- Buenas noches Excelencia y la concurrencia. ¿Me habéis hecho venir? ¿En qué puedo serviros?
El Gobernador se relajó, visiblemente tranquilizado, y es que se había envarado temiendo que el Capitán le atacara saltando sobre él y poco le faltó para ensuciar su ropa interior. Le respondió con tono altanero y mirándole displicente de arriba a abajo:
- Tú, como dicen, siempre tan educado y ceremonioso, aunque yo diría petulante, pero eso no te va a servir de nada. En primer lugar me vas a decir ahora mismo en dónde se oculta tu barco y su tripulación y en segundo lugar te auguro que vas a colgar de un bonito lazo.
- ¿Que dónde está mi barco? En el fondo del mar, matarile rile rile – rió el Capitán y Big le coreó con una potente carcajada que despertó ecos en aquel enorme salón – Parece que Su Excelencia no se entera de las noticias, debería visitar un poco más las tabernas de su ciudad. El Bergante fue hundido por el Comodoro Patacorta, perdón por el Comodoro Harris, y nosotros hemos llegado a nado y así hemos podido salvar la vida.
- No será por mucho tiempo, si no hablas. ¿De dónde has sacado esos extraordinarios sables de oro? ¿Hay más?. Estoy enterado de todo y tengo un sable y también esas bolsas de monedas en mi poder, aunque tendré que devolvérselas a El Rata y gratificarlo por el chivatazo.
- Su Excelencia puede creernos o no, pero estos sables los hemos ganado a los dados.
- ¡Llevadlos ahora mismo a las mazmorras y hacedles hablar! - gritó el Gobernador fuera de si. 
Era un hombre muy inestable emocionalmente y solía perder el control con harta facilidad cuando alguien osaba llevarle la contrariaba o le plantaba cara.
Los condujeron a empellones a los oscuros sótanos de la fortaleza. Estaban excavados en la dura roca y cubiertos de suciedad. Al Capitán le volvió a atacar la alergia y estornudó sonoramente, despertando ecos en aquellas oscuras y profundas galerías.  Hacía años que allí no se había limpiado el polvo, quitado las telarañas, ni barrido el suelo.
Los encerraron en una de las celdas. Aquello era una ratonera tan reducida que Big no se podía poner totalmente en pie, tenía que ir encorvado, tampoco podía extender los brazos. Para colmo corrían ratones, no ratoncillos ni ratas, sino ratones; es decir ratas enormes, con derecho al aumentativo. 
Big se quitó el pañuelo de la cabeza y limpió lo que pudo para poder sentarse en el suelo, porque no había otra cosa en donde poder hacerlo, casi echaba en falta la sucia silla de casa del prestamista. Pensó que debería comprarse más pañuelos  de cabeza cuando llegara a La Tortuga, si es que conseguían llegar algún día, las cosas pintaban muy feas y para colmo ya había gastado dos de sus mejores pañuelos en aquellos últimos dos días. Sin su pañuelo de cabeza, Big se sentía indefenso y como desnudo.
El Capitán, siempre animoso habitualmente, en esta ocasión no lo era tanto. Sabía lo que les esperaba y nadie podría salvarlos de la horca o de algo peor, ni siquiera su tripulación; estaban muy lejos y no se enterarían a tiempo y, aunque así fuera, tampoco tendrían nada que hacer frente a toda la guarnición inglesa de Port Royal. 
En aquella oscuridad impenetrable y aquel silencio ensordecedor acabaron quedándose dormidos en tan incómodas posturas que, al despertar, les dolían todas las articulaciones y Big ni tan siquiera tenía el espacio necesario para desperezarse a gusto.
Llevaban ya muchas horas sin comer y el hambre comenzó a hacer mella en Big. No tenía noción del tiempo, pero su reloj biológico funcionaba perfectamente y Big era tan grande que necesitaba comer más que nadie y con más frecuencia. Estaba muy enfadado, tanto que comenzó a golpear violentamente la puerta con los puños y las botas.
- ¡Abrid! ¡abrid! ¿Aquí no se come? ¡Tengo hambre!
- Calma – le dijo Barbanada – espera un poco y ya verás como traen algo de comer, aunque sólo sea pan y agua. Lo que no te puedo garantizar es la cantidad ni la calidad, pero algo traerán. A los condenados a la horca nunca los matan de hambre, se perderían el espectáculo.
Pasaron otras horas más; aunque ya hacía mucho tiempo que habían perdido la noción del tiempo en aquella oscuridad, sólo quebrada por la tenue claridad que se colaba a través de un cristal mugriento de un pequeño tragaluz en lo más alto del techo.
Sonaron cerrojos, se abrió un ventanuco en la puerta y, a través de él, una mano pasó dos mugrosas escudillas de madera con una especie de agua turbia y algo indefinible flotando. Big lo cató y ….
- ¿Pero qué porquería es ésta? - gritó, aporreando la puerta
Cada vez se indignaba más y más. Cada vez golpeaba con más fuerza. Un ruido continuo, sordo y profundo comenzó a sonar a su alrededor y en las entrañas de la tierra. A los golpes de Big, parecía retumbar todo, vibraban las paredes, el techo y el suelo. Las sacudidas eran cada vez más fuertes y Big, poco dado a asustarse, interrumpió sus golpes temiendo haber provocado un derrumbe y temiendo acabar sepultados bajo los escombros.
Pero la vibración, el ruido y las sacudidas se prolongaron durante un tiempo que les pareció interminable. La luz del día comenzó a filtrarse tenuemente por una grieta que se estaba abriendo en la pared de roca viva y se agrandaba por momentos. Pronto aquella grieta se hizo tan grande que hasta Big podía franquearla, y así lo hicieron ambos.
En derredor, la desolación era absoluta. Del Palacio del Gobernador sólo quedaban los cimientos que eran los sótanos. Todo el edificio se había deslizado hasta el acantilado y había caído al mar con sus ocupantes. Sólo quedaban indemnes, por decir algo, las mazmorras talladas en la dura roca.
Salieron huyendo y corrieron hacia la calle principal, aunque en aquel caos era dudoso que alguien se preocupara de perseguirlos en lugar de intentar salvar su propio pellejo.
Al atravesar las calles se tropezaban con gentes heridas y desorientadas que no sabían a dónde acudir. La mayoría de los edificios se habían hundido o estaban en llamas. También la posada estaba por los suelos, sólo quedaba en pie la cuadra porque era un simple y ligero cobertizo. Allí estaban indemnes tanto la carreta como los caballos, aunque muy asustados. 
Recordando lo que había dicho el Gobernador sobre que él tenía las bolsas de monedas en su poder y temiendo lo peor, revisaron la carreta y su doble fondo, pero las bolsas seguían allí intactas.

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El Rata, como le había llamado el Gobernador, les había denunciado; pero como no se fiaba un pelo de Su Excelencia, no le informó del paradero de la posada en donde se alojaban, y tampoco de que ya les había entregado otros sacos de oro, porque los pensaba recuperar por su cuenta.
Tan pronto tuvo noticias de que estaban detenidos y a buen recaudo en las mazmorras, envió a su ayudante a registrar la habitación de la posada, pero éste no encontró nada. Regresó a la casa e informó a su jefe.
- ¡Eres un inútil! ¿Estás seguro de que has registrado bien? - gritó colérico.
- Si señor, cada rincón del dormitorio.
- Mira que lo pueden haber escondido en cualquier otro lugar de la posada ¿Has revisado todo? ¿O sólo la habitación?
- Yoooo….
- ¡Nada de yooooo!, ahora mismo te marchas y lo haces.
- Ya mismo, señor
- ¿Y has revisado también la cuadra?
- No Señor.
- ¡Mira que eres borrico!, vuelve allí y no dejes de remover piedra sobre piedra, bajo el estiércol, en el pienso, y si hace falta destrozas la carreta que dijiste tenían guardada. ¡Pero no vuelvas sin el oro o lo pagarás caro!
 Tras revolver nuevamente la habitación, buscar por toda la posada y la cuadra, decidió revisar a fondo la carreta aunque le parecía una simple carreta normal y corriente y dentro no se veía nada, salvo una lona y unas cuerdas. Pero en ese preciso instante comenzó a temblar la tierra y comenzaron a venirse abajo las paredes de adobe de la posada y otros locales.
Salió huyendo hacia la casa de El Rata. Aquella casa le parecía más fuerte y pretendía refugiarse allí. Pero mientras avanzaba, esquivando cascotes que caían a su alrededor, el seísmo se había ido incrementando de tal modo que casi perdía el equilibrio mientras corría y, al llegar a la casa, allí no quedaba más que un montón de escombros humeantes. De modo que puso toda la tierra posible por medio y abandonó Port Royal.

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Big enganchó los caballos y salieron huyendo de las ruinas de aquello que, hasta entonces, era una floreciente y activa colonia.
Por todos los caminos y también campo a través había gentes huyendo despavoridas, algunos cargando sus menguadas pertenencias y otros acarreaban como podían a personas heridas. El Capitán hizo subir a la carreta a algunos de aquellos lisiados y los llevó hasta una aldea próxima que no parecía haber sufrido daños. Allí podrían atenderlos debidamente.
Y siguieron su camino. El hambre volvió a recordarles que llevaban mucho tiempo sin comer, especialmente Big. Suerte, dentro de la desgracia, que los rebaños, piaras y todas las aves de corral habían huido espantadas y se habían desperdigado por todos los caminos, valles y montes. Big descubrió un cordero perdido, balando desconsolado, y lo consoló enseguida; no al cordero sino a su estómago y al de el Capitán.
Igual que a la ida, volvieron a encontrarse con los que habían intentado: asaltarlos, robarles, saquearlos, asesinarlos, secuestrarlos…. Pero, como la vez anterior, Big se encargó de ponerlos en fuga.
El día en que llegaron a Sandy Bay ya era con las últimas luces y algo gordo se estaba cocinando en El Bergante, pero no era en la cocina de Doug Adams.
Se escuchaba a la Banda, también gritos y golpes. Y, pensando que alguien estaba asaltando su barco, saltaron a la cubierta y se encontraron un espectáculo insólito: el baile había acabado, como siempre, en una tumultuosa pelea, amenazada que no amenizada, por la Banda, que intentaba interpretar toques militares para animar a la tripulación al combate; pero, con lo bebido, lo único que sonaba era una rara melopea que dañaba dolorosamente los oídos.
No fue preciso que el Capitán impusiera orden poniendo firmes a aquella partida de camorristas beodos. Big se hizo cargo y, en pocos minutos, aquello quedó tranquilo como una balsa de aceite.
Aquella noche no estaban para cuentos: ni ellos, ni los tripulantes, ni los invitados, ni tan siquiera la Banda. Todos ellos dormitaban sobre cubierta contorsionados en posturas inverosímiles.
Abrieron el doble fondo de la carreta y depositaron las bolsas de monedas en el camarote del Capitán. Aunque antes de ello, Big había entrado a buscar un pañuelo y salió con él anudado y una expresión de alivio y de confort. Comieron unos restos de la juerga que habían quedado olvidados en la cocina, y se echaron a dormir. Y esa noche sí que durmieron a gusto, mañana sería otro día.


LA PRÓXIMA SEMANA:

miércoles, 22 de junio de 2016

PIRATAS DE BARBADOS. cap.4.- A Port Royal

Ahora sabremos algo más de piratas 
famosos: Flint, John Silver, Patacorta,
también conoceremos algo de aquella
bulliciosa ciudad de Jamaica que fue el 
centro del gobierno Inglés 

en el Mar Caribe.



4.- A PORT ROYAL


Tras su rescate, en un islote perdido de Sotavento Sur, la tripulación de El Titán informó del hundimiento y la identidad del responsable del mismo, puesto que El Bergante era inconfundible y su tripulación aún más
A partir de ese momento, la Flota de Su Graciosa Majestad estaba movilizada y con sólo un objetivo: capturarlo o hundirlo. Pero éste ya había recalado en el norte de la isla de Jamaica, en donde hallaban refugio todos los piratas del Caribe, cuando no lo hacían en La Tortuga, La Española, Barbados, Barlovento, Belice o la Costa de los Mosquitos… todos aquellos eran refugios habituales para piratas, bucaneros, filibusteros y hasta corsarios, aunque éstos últimos no eran muy bien recibidos por los demás, puesto que consideraban que los corsarios trabajaban para aquellas autoridades que les perseguían. 
El Capitán Barbanada, su barco y su tripulación estaban afiliados a la Confederación de los Hermanos de la Costa, aunque las normas de la misma se las saltaban un poco a la torera, como si les hubiera instruido El Antillanito, pero nunca se las saltaban lo suficiente como para ser expulsados. Pagaban religiosamente sus cuotas y jamás habían abordado o hundido un barco que perteneciera a la Hermandad.
De todos modos, todo se estaba poniendo cada vez más complicado; porque los gobiernos coloniales, especialmente España e Inglaterra, se estaban extendiendo y ocupando islas y más islas por medio de sus respectivas flotas, o mediante aquellos mercenarios traidores llamados corsarios.
Desde que el rey Carlos II había nombrado caballero y puesto, nada menos que a Henry Morgan, como Gobernador en Port Royal, al sur de Jamaica, ya no era seguro atracar y menos desembarcar allí.
Por eso decíamos que el Bergante recaló en el norte de la isla, en Sandy Bay; porque, aunque Morgan entonces ya había muerto en Jamaica, el nuevo Gobernador que le había sucedido no era menos duro con los capitanes que se escapaban a la disciplina de la Corona de Inglaterra; y no hablemos de los que, como el Capitán Barbanada, acababa de enviar al fondo del mar a uno de sus bajeles más nuevos y caros.
Nunca en sus abordajes se apropiaban de las cosas que habitualmente buscaban los piratas: oro, plata, joyas, monedas…, pero estas últimas eran cosas que acababan siendo imprescindibles para proveerse de: pólvora, armas, provisiones, ron, vodka… repartir algo de botín entre los tripulantes, y para operaciones de mantenimiento de El Bergante, así como para repuestos de velas y cabos.
Por eso, el Capitán pretendía acercarse en secreto a Port Royal a fin de conseguir efectivo. Para ello se desharía de dos de los sables del Tesoro de Barbalarga. Hubiera bastado con vender sólo uno; pero entonces, el conjunto de la panoplia no hubiera quedado equilibrado con cinco sables, estéticamente tenía mejor presencia y simetría con cuatro.
El barco, con su tripulación, debía permanecer un tiempo en Sandy Bay mientras el Capitán llevaba a cabo su misión y hasta que se calmaran algo las aguas. Aprovecharían para ponerlo a punto, revisar cada vela, cada cabo y cada cuaderna y, para que la espera no se les hiciera muy larga, se tomarían unos cuantos toneles de vodka en forma de Bloody Mary.
Para el viaje hacia la capital jamaicana, Barbanada sólo aceptó la compañía de Big, aunque todos hubieran deseado acompañarlo a Port Royal, porque aquella población era el lugar con más tabernas y lupanares por metro cuadrado de todo el mundo. Pero el Capitán prefería pasar lo más desapercibido posible y no llamar demasiado la atención, aunque la compañía de Big y los ropajes de ambos no es que fuera lo más indicado para ello.
Consiguió una carreta con dos caballos, cargaron los dos sables, algunas provisiones, y se pusieron en camino.
Iban a tardar varios días en llegar a su destino a aquel paso, así que debían armarse de paciencia y matarían el tiempo cuidando sus ropas y sacando brillo a sus armas.
Los sables del tesoro de Barbalarga estaban ocultos en un doble fondo de la carreta, y nadie hubiera podido imaginarse que en aquel pobre y rústico vehículo, aunque limpio como los chorros del oro, se ocultara tal riqueza. De todos modos, cualquier observador medianamente despierto, podían sospechar algo de aquellos caballeros desconocidos, tan limpios y tan bien vestidos. 
Habían cargado también unas botellas de ron, para hacer el viaje más llevadero, pero aquel ron de Sandy Bay era un ron pirata, es decir casero, de muy poca calidad, mucho grado y extraños aromas. El Capitán pensaba comprar en Port Royal unos toneles del mejor que tuvieran.
Pues, como íbamos diciendo, se pusieron en marcha. La banda los despidió con una tonada un tanto melancólica.
- Adiós muchachos, compañeros... – dijo el Capitán, casi cantando.
Y se perdieron en la distancia.
El viaje transcurrió sin incidentes que resaltar, salvo unos cuantos intentos de asalto, robo, saqueo, asesinato, secuestro… que se zanjaron inmediatamente, tan pronto los facinerosos veían a Big puesto en pie sobre el pescante. Los malhechores salían huyendo y ya no los volvían a ver.
Estos incidentes dieron un toque de amenidad que hizo más llevadero aquel aburrido viaje.
Y finalmente llegaron al bullicioso Port Royal.
Era aquél un ruidoso hervidero de gente inquieta, deambulando al azar, entrando y saliendo de las innumerables tabernas que ocupaban todos los portales de todas las calles, y entrando y saliendo a otros locales muy frecuentados, a los que el Capitán no quiso acercarse. También era un muestrario de la mayor miseria humana: mendigos, tullidos, harapientos, sucios, borrachos… tan diferente de su tripulación, salvo lo último; aunque ellos nunca estaban borrachos, como mucho estaban alegres o ebrios, los alegres compañeros de la mar.
Lo primero que hicieron fue buscar una posada y dieron con una que no tenía mal aspecto y el posadero tenía pinta de persona honrada y limpia. Desengancharon los caballos, les pusieron pienso y agua y dejaron la carreta en un rincón de la cuadra, asegurándose de que su carga quedaba bien oculta bajo las tablas de su doble fondo y marcharon a averiguar en dónde podían comprar o vender algo de oro a un precio razonable.
Para dar comienzo a sus pesquisas entraron en una taberna, la más concurrida que vieron en aquella calle interminable, con la intención de ponerse al corriente de las últimas noticias, enterarse de dónde había compraventa de oro y, de paso, tomarse unos buenos tragos de ron, un ron algo más decente que el que llevaban para el viaje.
El ambiente, ruidoso y lleno de humo, apestaba a humanidad, bebidas y desbebidas.  Pidieron dos vasos de ron.
- Pero del bueno – dijo el Capitán – y no de ese matarratas que les das a los borrachos que no se enteran de nada ni les importa demasiado lo que tragan, nosotros aún no lo estamos y todavía somos capaces de apreciar lo que es bueno o lo que no lo es.
Junto a ellos, dos marineros que podrían ser filibusteros o cualquier otra cosa, comentaban en voz muy alta para poder hacerse oír entre ellos en aquel ambiente tan ruidoso:
- Acabo de enterarme de que han hundido al Bergante.
- No me lo creo. El Capitán Barbanada, será lo raro que sea, pero no pienso que se deje cazar así como así. Es mucho barco El Bergante y  he oído que ha hundido una fragata.
- Pues por eso le han cazado, estaba toda la flota tras él y me han dicho que allá por Barlovento, cerca de  La Martinica, le acorraló el Comodoro con cuatro galeones y no pudo escapar al cañoneo cruzado. Así que ¡adiós para siempre al Bergante y adiós a su chalada tripulación! ¡Adiós a Barbanada! … ¿Y ahora de qué diablos nos vamos a reír?
El Capitán tuvo que agarrar por el brazo y contener a Big, que estuvo a punto de montar una trifulca y machacar con sus puños a aquellos dos desgraciados. Ellos continuaron con su charla.
- ¿A qué Comodo te refieres? ¿A Patacorta?
- Sí, a nuestro antiguo amigo y compañero de botín, el Capitán Harris, pelotillero ascendido por méritos de corso.
- Bien le va; desde que perdió un pie en uno de sus primeros abordajes y casi estuvo a punto de dejar el oficio o que le despachara su tripulación, le ha ido muy bien en su carrera. Y ahora ha vendido sus servicios y sus conocimientos a la Corona, y de paso también ha vendido a sus antiguos compañeros de la mar y a la Confederación, ¡maldito traidor! ¡que los tiburones se den un buen atracón con él y que se atraganten con su pata falsa!.

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August Harris había comenzado su vida como grumete en una carraca que se dedicaba al transporte entre las islas y el continente, a veces de esclavos y a veces de mercancías variadas. Pero un día fueron abordados por el pirata Flint y él fue reclutado forzosamente para su tripulación en el Walrus. Tuvo mucha suerte por ser jovencito y no correr la suerte de sus compañeros de la carraca, que había sido el de servir de alimento a los tiburones. Fue enrolado como grumete y ayudante del cocinero e hizo una carrera meteórica.
En poco tiempo ya era uno de los lugartenientes del pirata Flint, casi su mano derecha junto con otro al que llamaban Smity. Pero cuando el Capitán Flint murió de una sobredosis de ron en “The Pirates House”, una fonda localizada en la ciudad de Savannah, todos sus hombres se dispersaron y unos se enrolaron en otros barcos, piratas o no. Otros se establecieron por su cuenta y siguieron con el negocio del saqueo a pequeña escala. Otros arramblaron con todo lo que de valor encontraron en el Walrus, como Willian Billy Bones el timonel, que se llevó el mapa de su tesoro y al que John Silver el Largo persiguió incansablemente, según contó luego Robert Louis Stevenson que le había dicho su amigo el caballero John Trelawney.
Harris recuperó para sí uno de los últimos barcos saqueados, y que Flint no había querido hundir. Al Capitán Flint le gustaba aquel barco y se lo reservaba para otras misiones que tenía en mente. Lo había escondido en una pequeña isla, en una bahía oculta y Harris se lo apropió.
Así comenzó, con algunos de sus compañeros de la tripulación del Walrus y otros que enroló en La Tortuga, su carrera de saqueos y asesinatos. Pero aquella carrera se vio alterada por un grave, para él, accidente.
En el enfrentamiento y abordaje a un patache corsario que les salió al paso, recibió un hachazo en el pie izquierdo. La batalla acabó siéndole favorable. Todos los tripulantes del patache fueron arrojados a los tiburones y el barco incendiado, pero hubo que amputarle el pie y se sumió en una profunda melancolía. Recluido en su camarote estuvo días planteándose si dejar la piratería, pero:
- ¿Qué voy a hacer sin un pie? ¿A qué me voy a dedicar?
La tripulación estaba inquieta y a punto de amotinarse. La inacción no es buena consejera
Ya estaban preparados para irrumpir en el camarote, reemplazarlo como capitán y deshacerse de él, cuando  se abrió la puerta y salió un Harris trasfigurado. Un gesto colérico deformaba su rostro en una mueca horrible. Empuñaba en una mano la pistola y en la otra el sable, apoyó el muñón en el suelo y aquella máscara de rabia se  deformó aún más con un gesto de intenso dolor, aparte de que estaba inclinado hacia la izquierda y casi a punto de caer.
- ¿Qué hacemos aquí parados?  ¡moveos! Vamos a por una presa ¡ya! - gritó 
Y así nació el llamado Patacorta, de tan triste recuerdo en todo el Caribe y que más tarde conocerían, para su desgracia, dos jóvenes marineros en busca de trabajo: José Brown y Bull Big.

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En aquella ruidosa y apestosa taberna de Port Royal, el Capitán le entregó unas monedas al camarero y le preguntó discretamente en dónde podría comprar o vender algo de oro. Tras añadir unas cuantas monedas más, el camarero le indicó una casucha aislada al final de la calle principal, aunque la calle principal era la única calle prácticamente, y allí marcharon.
La casa se veía, aparentemente, destartalada; pero la puerta exterior era de hierro forjado, un trabajo muy elaborado y resistente y con una buena cerradura. Los muros exteriores de piedra eran fuertes y estaban rematados con afilados pinchos.  Por el patio que llevaba a la casa, cubierto de malas hierbas y defecaciones, hacían guardia fieros perros de presa. 
Big tiró de una argolla de bronce al extremo de una cadena que había junto a la puerta, y allá a lo lejos sonó, aguda y fuertemente, una campana. Una puerta crujió y se proyectó una franja de luz mortecina sobre las hierbas, las cacas y los perros, que se quedaron inmóviles.
Salió un personaje de edad avanzada, encorvado, con un batín, chancletas y un gorro frigio. No era un gorro de dormir, era como aquellos que usaban los marineros catalanes de la Armada Española.
A una orden suya, los perros se retiraron dóciles al fondo de la casa, pero siguieron expectantes. Se acercó con una pesada llave de bronce en la mano y, antes de abrir la puerta, preguntó:
- ¿Sois? ¿queréis?
- Muy lacónico – pensó el Capitán, y le respondió del mismo modo – Confederación, oro.
Al oír la última palabra, se le encendieron unos ojillos codiciosos, los ojillos de una rata, y dijo mientras abría la cancela:
- Pasad, pasad
Le siguieron, procurando no pisar nada sospechoso y procurando no respirar por la nariz. Acabaron penetrando en un sórdido salón, alumbrado a duras penas con unas cuantas velas chisporroteantes y abarrotado por toda clase de objetos viejos y polvorientos.
- Sentaos – dijo.
Y él tomó asiento en una vieja butaca, tras una mesa llena de libros y cachivaches incontables e intocables, por lo sucios. Al Capitán le amagó una reacción alérgica a la mugre y no se sentó, tampoco había nada en lo que poder hacerlo. Big volcó dos sillas haciendo caer al suelo todo lo que tenían encima y les pasó cuidadosamente su pañuelo de cabeza, pañuelo que tiró al último rincón de la sala con asco. Sacó otro limpio de un bolsillo y se lo anudó, mientras se sentaba casi en cuclillas. No es que la silla fuera baja, que lo era; es que, además, él era como era.
Barbanada acabó doblando lentamente las rodillas y terminó por sentarse, envarado, sin atreverse a rozar el respaldo ni cualquier otra cosa. Nunca había visto suciedad igual desde que había visitado las mazmorras de la Confederación, en La Tortuga, a interesarse por uno de sus tripulantes que se había pasado un pelín de Bloody Mary's y de sanguinariedad.
Su interlocutor se había quedado mirándolos fijamente, inquisitivamente, como si quisiera averiguar de qué los conocía o quienes eran.
Barbanada le preguntó:
- ¿Nos han informado mal o aquí se compra y se vende oro?
- Sí – respondió aquel extraño personaje
- ¿Sí, qué?, disculpe señor; pero no sé si ha querido usted decir que nos han informado mal o que es cierto lo que nos han informado. ¿Me lo puede aclarar?, y usted perdone.
- Para ser un pirata de la Confederación eres muy bien educado; pues sí, os han informado bien pero, ¿qué queréis?
- Vender oro y comprar monedas, pero de oro; no importa si son españolas, británicas u holandesas, porque todas circulan igual y a mismo peso valen lo mismo. ¿A cuánto la libra?
- ¿Compra o venta?
- Ambas
- Compro a quince y vendo a veinte
- No está mal el margen, no es abusivo, pero yo espero algo más.
- Pues lo dudo, búsquese otro que le haga mejor trato, aquí o en otro lugar, si es que lo encuentra.
- Lástima, porque no pretendía desmontar y tasar aparte los diamantes, me conformo con el peso total, en bruto, pero a peso de oro.
- ¿Diamantes? ¿ha dicho diamantes? ¿cuántos? - dijo con un brillo especial en la mirada.
- Tantos como para comprar y vender a veinte.
- Habría que verlo, ¿dónde os puedo encontrar?
- No es preciso, ya volveremos nosotros con la mercancía y espero llegar a un acuerdo; y si no, nada de nada.
Se despidieron y los acompañó a la puerta, tras ordenar  a sus perros que se estuvieran quietos.
No se habían alejado más de veinte metros, cuando ya tenían una sombra siguiéndolos. Antes de cerrar la cancela había llamado a un sirviente, antiguo bucanero retirado, y le encomendó que no los perdiera de vista y que le informara dónde se alojaban.
Se retiraron a la posada, comprobaron que la carreta seguía en la cuadra e intacta y se fueron a dormir a su habitación. Una sombra se perdió entre las sombras hacia el final de la calle.
El mal dormir y el cansancio de los últimos días los rindió, y durmieron a pierna suelta, en una verdadera cama, hasta el canto del gallo y la primera campana del puerto.
Pasaron aquel día merodeando por las tabernas y con la oreja atenta, pero no había más novedades: la Flota les seguía buscando incansablemente por todo el Caribe, y lo del hundimiento había sido un bulo, pero eso no hacía falta que se lo dijeran, ya lo sabían ellos. 
Big quería aprovechar para comprarse otro pañuelo de cabeza como recambio, no tenía más repuestos y le parecía que sin pañuelo iba como desnudo, pero todos le resultaban pequeños y faltaba tela para hacer el nudo. Sólo le quedaba el que llevaba puesto y tendría que esperar hasta llegar a su camarote en El Bergante, en Sandy Bay, porque allí tenía unos cuantos más y de muchos colores variados. Siempre se los hacía, especialmente a su medida y a su gusto, una vieja costurera en la Isla de La Tortuga.
No querían andar por la calle con aquel valioso cargamento a la luz del día. De modo que esperaron a la puesta del sol y, tras sacar uno de los sables de la carreta y envolverlo cuidadosamente en una manta, Big se lo cargó al hombro como si fueran unos aperos de pesca y se encaminaron a la casa del viejo.
Otra vez pasaron las mismas peripecias del día anterior para acceder a la casa del viejo: argolla, campana, perros, crujido, luz y la aparición en el umbral como el día anterior.
Una vez sentados como mejor pudieron en aquellas viejas sillas que, milagrosamente, conservaban el asiento despejado de trastos, Big desenvolvió y puso sobre la mesa aquel enorme sable de oro y diamantes. Al comerciante se le abrieron los ojos desmesuradamente, como platos, y brillaban casi tanto como brillaba la empuñadura del sable.
No habían querido llevar los dos, tampoco hubiera sido fácil cargar con ambos. El otro sable decidieron mantenerlo en reserva porque no sabían cómo iba a acabar aquella transacción.
- ¿Hay trato o no hay trato? - dijo el Capitán
- Hombre… es que veinte…
- Big ¡recógelo!
- No, espera – dijo mirando codicioso la brillante empuñadura – ¡vale, vale, a veinte!
- Pues ahora es cuestión de pesarlo y, como hemos acordado, cambiar su peso en monedas de oro.
En un rincón de la sala, colgando del techo, había una gran balanza de platos. Big llevó el sable y lo colocó cuidadosamente, equilibrado en uno de los platos que descendió inmediatamente hasta el suelo. El tratante llevó unos sacos de monedas y comenzó a vaciarlos en el otro plato.
- ¡Alto ahí! - dijo el Capitán – no pretenderá colarme monedas de plata y cobre entre las de oro. Vaya retirando las de la última bolsa y busque otra nueva, o no hay trato.
Así se acabó equilibrando la balanza. Big cargó como mejor pudo con los sacos de monedas, porque aquello era más incómodo de llevar que el sable y pesaba lo mismo. El comerciante cargó a duras penas con el sable y consiguió llevar su reciente adquisición hasta un arcón situado en otro rincón de la sala. Lo depositó allí y ya se disponía a despedirlos, cuando dijo el Capitán:
- ¿Estaría dispuesto a mantener el trato en las mismas condiciones?
- Sí, sí, sí – respondió con afán mal disimulado
- Pues mañana podríamos hacer otra pesada, así que vaya teniendo preparados más saquitos.
Llegados a la posada colocaron cuidadosamente los saquitos en el doble fondo de la carreta, lo cerraron cuidadosamente y se retiraron a dormir bien satisfechos. Aquél había sido un día muy fructífero.

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Mientras tanto, en el Bergante, los días pasaban lentos entre limpiezas, reparaciones y Bloody Marys. Para matar un poco el aburrimiento, habían organizado un baile al que habían invitado a toda la población de Sandy Bay. Todos eran viejos piratas, casi retirados, que ya no podían navegar en busca de un botín debido a su avanzada edad y sus condiciones físicas. Se iban arreglando a base de secar carne o haciendo galletas para proveer a los barcos y, cuando podían, afanando lo que quedaba al alcance de la mano. Mujeres no había, salvo algunas muy ajadas, retiradas de los salones de Port Royal, de modo que echaron a suertes a quienes de entre ellos les tocaba bailar haciendo el papel de mujer y les vistieron adecuadamente para la fiesta.
Las botellas de aquel ron intragable corrían de mano en mano y la Banda soplaba más fuerte que los bebedores, jotas, fandangos y zarabandas… animando la noche de Sandy Bay. Todos bailaron y bebieron hasta echar el bofe y los últimos tragos de aquel horrible ron.
- ¿Cuándo volverá el Capitán con un ron decente? – decían algunos
Pero, tras los primeros tragos, ya dejaba de importar la calidad del mismo, como tampoco importaba que los miembros de la Banda también hubieran bebido lo suyo y aquello sonara como un saco de gatos rabiosos.
La cosa se complicó cuando El Antillanito pretendió dar unos capotazos al capitán de una nave de filibusteros y éste se sintió ofendido. La pelea que se organizó aún se recuerda en los anales de Sandy Bay. De haber estado Big, aquello hubiera durado cinco minutos, pero se las apañaron muy bien sin él. Bennie el Goonie marchó al camarote y se armó con las tenazas de la fragua y a cada contrincante que veía le agarraba por las narices, lo arrastraba hacia la borda y lo tiraba al agua. Aquello resultó épico, glorioso, grandioso, legendario y así se recordaría por siempre entre los viejos filibusteros.


Y LA SEMANA PRÓXIMA:

miércoles, 15 de junio de 2016

PIRATAS DE BARBADOS. cap.3 En la Isla de Barbapapá

¿Existen los tesoros piratas?. Eso es 
algo que hoy descubriremos. Yo más 
bien diría que existieron alguna vez, 
pero... la pregunta sería: 
¿Queda aún alguno?


3.- EN LA ISLA DE BARBAPAPÁ


Ya en La Tortuga pasaron unos días en dique seco para la reparación  de El Bergante. Mientras tanto compraron velas nuevas, pólvora y proyectiles e hicieron acopio de provisiones para el cuerpo y para el espíritu, o podríamos decir más bien: corporales y espirituosas.
Y, por fin, los piratas del Capitán Barbanada partieron de La Tortuga en busca de naves que abordar, de guerra que hundir y de recreo, de esas que vienen y van, para recrearse la vista al verlas navegar tan gráciles y ligeras, como si estuvieran bailando un ballet.
El Capitán pensó que la noticia del hundimiento del Titán ya habría llegado al Gobernador de Port Royal y los estarían buscando por aquellas latitudes; de modo que decidió, aunque eran unos mares poco conocidos y visitados, poner rumbo al norte para explorar las rutas que las naves españolas e inglesas frecuentaban en su travesía hacia el Viejo Continente y, de paso, alejarse de Jamaica y de los mares más frecuentados por la Flota Inglesa.
Ya sabemos lo que pasa en altamar cuando hay calma chicha; que los días son lentos, al igual que el barco, y que hay provisiones que se acaban, como por ejemplo el agua. No porque los tripulantes de El Bergante se la bebieran, puesto que preferían beberse otras cosas, sino para los pucheros de Doug Adams, para fregar la vajilla y el menaje, para el baño y por la obsesión de todos en lucir unas ropas mucho más limpias y más blancas que el vecino, de modo que todo se iba en remojados, lavados y aclarados.
Era preciso reponer las reservas de agua lo más pronto posible, y el vigía tenía orden estricta de no dejar escapar ninguna isla, por pequeña que fuera, que apareciera en lontananza.
Lontananza es ese lugar lejano e inalcanzable, en donde se suelen encontrar las cosas remotas, aunque por su lejanía no se pueden encontrar. Hecha esta innecesaria y pedante aclaración semántica, seguimos enhebrando el hilo del relato.
El vigía temía avizorar alguna isla y que ésta se le escapara; pero podía estar muy tranquilo, las islas no se mueven así como así. Y si lo hacen, si se mueven, es mejor no intentar acercarse a ellas porque, a buen seguro, se trataría de alguna ballena.
- ¡Tierra, tierra, tierra! - gritó el vigía
- ¡Agua, agua, aguarda un momento! ¿por dónde dices?
- Por estribor y a unas veinte millas
De modo que “Cuatrorrumbos”, el timonel, dio un giro a la rueda de cabillas y dirigió al Bergante hacia aquella latitud.
El Capitán consultó las cartas de marear y terminó con la cabeza hecha un lío de campeonato, todo le daba vueltas; pero acabó por averiguar, tras consultar las coordenadas con el sextante, que se trataba de una isla de curioso nombre, la Isla de Barbapapá.
Pensaréis que me lo he inventado y que ninguna isla puede llamarse de un modo tan extraño, pero el nombre no lo era tanto. La había descubierto hacía muchos años el famoso pirata Barbalarga, hijo de Barbacana. Barbacana había sido un famoso pirata de los antiguos, de los míticos inicios de la piratería en el Mar Caribe. Se llamaba Barbacana, aunque no porque tuviera la barba canosa, puesto que ni siquiera lucía barba. Le llamaban así porque era el bastión defensivo más avanzado, más decidido y valiente en cualquier batalla, y también en el ataque.
Barbalarga había descubierto aquella isla al principio de sus actividades piratescas y, como quiera que su padre ya era anciano y declinaba su aureola como “Terror de los Siete Mares”, como ya iba cayendo en el olvido, decidió ponerle el nombre de Isla de Barbacana en su honor. Pero como quiera que Barbalarga, a veces, también decía:
- Rumbo a la Isla de Papá
Al cabo del tiempo, los piratas de su tripulación y finalmente los de todo el Caribe comenzaron a llamarla, por abreviar, la Isla de Barba o la Isla de Papá; y luego, para sintetizar, Isla de Barbapapá, y así se quedó para los restos y para las cartas marinas. De todos modos era una isla sin interés alguno, escasa en recursos y muy limitada de dimensiones.

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Hacia años que Longbeard, es decir el Capitán Barbalarga, había tenido un golpe de suerte. Abordar un barco mercante era fácil, pero el botín no solía ser gran cosa. Iba dando para cubrir gastos y repartir algo de botín entre la tripulación, y algo para el Capitán, como es natural, pero no mucho.
Desde pequeño, Frederic Freakley, al que luego llamaron Barbalarga, había oído a su padre hablar de los ricos tesoros capturados en los buenos tiempos de la piratería:
- Aquellas sí que eran buenas presas. Nuestros cofres rebosaban de lingotes y monedas de oro, así como de piedras preciosas.
- ¿Y dónde fue a parar todo ese oro y pedrería, Papá?
Frederic siempre había sido el niño mimado de su padre, siempre le tuvo un respeto reverencial y ansiaba ser tan grande como Papá.
- Todos los que estaban a mi lado se marcharon con una fortuna.
- ¿Y tú no te quedaste nada?
- Eso ya lo sabrás a su debido tiempo.
Y ahora, en aquella ocasión, había llegado el debido tiempo.
Una nao se puso a su alcance. La escoltaba un patache bien artillado, y eso despertó su curiosidad y su ambición.
- Si lleva escolta es señal evidente de que transporta algo valioso. ¡Vamos a por ellos! ¡Todos a los cañones! ¡A toda vela! ¡ Orzad a estribor! ¡Preparaos para el abordaje!
La actividad en el Avenger, que así se llamaba el barco de Barbalarga, era frenética. Los artilleros estaban a punto con sus botafuegos encendidos y preparados para prender las mechas.
- Hay que acabar con el patache ¡Preparados!
Y en el momento en que se encontraban a tiro, ordenó:
- ¡Fuego!
Y se encendió el infierno en la cubierta del patache, pero no por los disparos del Avenger, sino por uno de sus propios cañones. Al dispararlos, uno de ellos no estaba bien asegurado, se destrincó con el retroceso viniendo a dar, como un ariete, contra un barril de pólvora que hizo explosión, barriendo toda la cubierta y acabando con todo lo que le rodeaba.
Las balas de ambos navíos habían errado el blanco y resultaron inocuas, pero no así los efectos de la explosión.
El capitán del patache, sin suficientes artilleros indemnes, no consiguió que se recargaran los cañones, pero Barbalarga aprovechó la oportunidad y acabó acribillando a su adversario y enviándolo al fondo.
El abordaje de la nao fue coser y cantar, y Barbalarga se encargó personalmente de revisar la carga.
Era una presa poco habitual. Se trataba de un transporte de lingotes de oro, desde las posesiones ultramarinas con destino a la metrópoli, Londres. Seguramente eran fruto del saqueo de naves españolas, pero a Barbalarga aquello no le importaba, ¡allá cada cual!.
Tras aquel éxito, y no antes; Barbacana, orgulloso de su retoño, le confesó el paradero de su tesoro. Un tesoro al que Barbalarga añadió el oro de su último botín y decidió esconder en una isla solitaria, desconocida y que él había descubierto hacía tiempo en una situación de emergencia.
Decidió que aquella isla sería el lugar más seguro para ocultar su tesoro y, para mayor seguridad, dejó abandonado en aquella isla casi inhabitable al único marinero del Avenger conocedor del lugar exacto del paradero de su tesoro con la intención de que se llevara a la tumba su secreto.
Barbalarga fue también muy inteligente al no tratar de ocultar la existencia de dicha isla, una isla carente de recursos y de cualquier interés. Al contrario, la dio a conocer al ponerle el nombre de su padre y hacer frecuentes travesías por sus inmediaciones. Para que algo pase inadvertido a todos no hay nada como dejarlo bien a la vista, debió pensar acertadamente.
Consiguió también que dicha isla apareciera en las cartas marinas, pero como una de las muchas islas deshabitadas, inhabitables y nada útiles.
De modo que, durante años, a nadie se le ocurrió  recalar allí, hasta que lo hizo el Capitán Barbanada con El Bergante, en busca de agua.

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Tuvieron que fondear lejos de la costa porque no había suficiente calado. Si El Bergante hubiera sido una carabela podrían haber llegado casi hasta la playa, pero con aquel bergantín no era posible. 
De modo que botaron la chalupa, cargaron las cubas vacías, algo de bebida y provisiones, y el Capitán partió, al frente  de un grupo de hombres armados, porque nunca se sabe qué podía pasar en una isla desierta y tampoco se sabía si realmente lo era. Isla era evidente que lo era, no había la menor duda, pero eso de desierta aún no lo sabía a ciencia cierta.
Por las notas de la carta marina, el Capitán supo que había un manantial al norte, al pie de un pequeño y antiguo volcán de escasa altura; y allí se encaminaron todos, acarreando las cubas y maldiciendo anticipadamente a Isaac Newton y a la ley de la gravedad que hacía poco acababa de enunciar, al pensar en lo que pesarían al regresar, una vez estuvieran   llenas.
Quitando unos escasos cocoteros dispersos, no parecía que allí hubiera alimento suficiente para que alguien pudiera subsistir y, quitando un lagarto que escapó como una  exhalación, tampoco proteína animal suficiente. De modo que el Capitán concluyó que allí no iban a encontrar habitantes y podían sentirse tranquilos y seguros. El Capitán tenía casi toda la razón; y digo casi porque no encontraron habitantes, aunque sí habitante.
Un escuálido, macilento, sucio y harapiento personaje les salió al paso y todos dieron un paso atrás a causa de la sorpresa, el aroma que exhalaba y temiendo mancharse sus impecables uniformes de pirata.
Tan demacrado, tan esquelético y cadavérico y tan negro de roña estaba, que hubiera servido como bandera a cualquier barco pirata, salvo El Bergante, porque su bandera era algo especial.
El Capitán le increpó y el otro se encrespó.
- ¿Quién eres tú y qué haces aquí? si puede saberse, y usted disculpe.
- ¿Y vosotros tan acicalados y relamidos? ¿qué hacéis en mi isla? ¿quién os ha dado permiso?
- Esta isla no es tuya, seas quien seas, es la de Barbapapá o, digo mejor, es la Isla de Barbacana, y nosotros vamos donde nos da la real (Dios Salve al Rey) gana. No vas a ser tú quien nos lo impida.
- ¿Barbacana? Ahora debe ser Barbablanca, si es que sigue con vida y se la ha dejado crecer. Barbacana lo era hace muchos años, aunque no tenía barba cuando su hijo me abandonó aquí al cuidado de su tesoro. No sabéis lo duro que es sobrevivir aquí, y lo peor, sin nadie con quien poder hablar. Ya casi estaba olvidando cómo se hace y casi no recordaba como sonaba una voz humana. ¡Llévame contigo! ¡déjame pertenecer a tu tripulación !
Venciendo los reparos y la repugnancia el Capitán se acercó y dijo:
- Me parece que tú no encajarías de ninguna manera en mi tripulación, te falta clase, modales, educación y, además, tienes más roña que el palo de un gallinero y apestas.
-¡Por favor! ¡por favor! - dijo Bennie el Goonie, que así es como se llamaba aquel extraño pirata, dando un paso hacia adelante. El Capitán dio un respingo y dos pasos atrás..
- Bueno, vete ahora a la playa, date un buen baño y ya hablaremos luego, veremos si entonces te permito subir a bordo. Pero si lo haces será en calidad de pasajero hasta que te pueda desembarcar en el primer puerto. Como tripulante, lo dudo, te falta mucho por aprender.
Siguieron todos internándose en busca del manantial. Bennie el Goonie marchó a la playa a bañarse, aunque para librarse de todo lo acumulado en años necesitaría estar largas horas en remojo y frotar a conciencia y enérgicamente. ¿Qué quedaría de él después de eliminar aquella gruesa capa, dura y rugosa como cuero de elefante?
Mientras tanto, los expedicionarios habían llegado ya al manantial, habían cargado el agua y se habían tomado unas botellas de ron para cargar energías que les permitieran cargar las cubas sin que supusieran una carga o, al menos, para estar lo bastante cargados para no notar el peso de la carga del cargamento con que tendrían que cargar.
Bennie se había frotado enérgicamente con arena de la playa y se estaba aclarando en el agua. Ahora su piel no era negruzca con tonalidades verdosas y marronáceas. Ahora tenía un color rojo como un tomate, de tanto que se había frotado con la arena, pero también se había desprendido de sus harapos; y aquel fideo rojizo, que parecía más el bigote de una gamba que otra cosa, tenía un aspecto deplorable y sin una mísera hoja de parra o de palmera con qué taparse las vergüenzas. El agua salada le escocía en aquella piel desollada y desprovista de su habitual armadura o corteza protectora y se rascaba afanosamente, cosa que agravaba aún más su problema.
En cuanto llegaron y lo vieron así, no pudieron reprimir una carcajada colectiva, pero a Big le dio pena, se quitó el pañuelo de la cabeza y Bennie casi se pudo hacer con él una túnica hasta los pies.
Entre todos cargaron las cubas, treparon a la chalupa y remaron, vigorosa pero rítmicamente, al ritmo de la Banda que, desde la cubierta de El Bergante, tocaba una tonada escocesa con Robert Gordon, expatriado del clan Gordon, a la gaita.
Al subir a bordo, el resto de la tripulación quería saber quién era aquel personaje tan peculiar, pero no lo demostraban abiertamente para que no se les tachara de mal educados.
-¿Qué novedades traéis?
- ¿Estáis todos?
- Pues yo no quiero señalar, pero los números no me cuadran
-¿Estaba habitada la isla?
- Big, hacía tiempo que no te veía el pelo
- ¡Entendido! Lo he entendido perfectamente, nada de indirectas ¡queréis saber quién es! - dijo el Capitán.
Y, tras ponerles al corriente de las circunstancias del encuentro, añadió.
- A ver si le encontráis algo de ropa, si es que hay alguna talla que le cuadre, no puede andar por ahí con un pañuelo de cabeza.
- La mía puede que sí – dijo Jim Botones, el grumete.
Y se lo llevó al camarote para buscarle unas ropas que le devolvieran a él algo de la dignidad y a Big su pañuelo.
Mientras regresaban, el resto había bajado el agua a la bodega y pronto se reunieron todos en cubierta.
Bennie iba perfectamente ataviado de pirata, pero no como él solía vestir cuando estaba en activo, sino como aquellos raros piratas de El Bergante, limpios y pulidos. Le sobraba un tanto de cintura, caderas y hombros, pero al menos no iba arrastrando las perneras, ni las mangas le ocultaban las manos. Por otra parte se había rociado abundantemente con colonia y olía bien, aunque seguía teniendo el color rojizo de la fricción con la arena y le seguía picando todo.
- Tendrás que conseguir otras ropas a tu medida si no quieres parecer un espantapájaros, aunque bien mirado puede que éstas te queden bien en cuando engordes un poquito – le dijo Big en el momento en que Bennie le devolvía su pañuelo de cabeza.
Big se lo guardó con un fruncimiento de nariz. Tendría que ponerlo con lejía y lavarlo a fondo.
- Capitán – dijo Bennie con un hilo de voz – le estoy muy agradecido por rescatarme cuando ya desesperaba en volver a ser una persona humana entre humanos, y por acogerme tan generosamente en su barco. En prueba de mi agradecimiento, le descubriré un secreto que he guardado celosamente durante estos años, nada más y nada menos que el fabuloso tesoro de Barbalarga, que el diablo confunda.
- Me parece que vas a necesitar unas lecciones de modales ¡caramba! Y de cortesía ¡voto a Bríos!. Pero a eso que nos ofreces, tengo que decirte que no sabes qué tesoros son los que nos interesan.
- Pero Barbalarga tampoco sabe en qué se ha convertido su tesoro y, de saberlo, estoy seguro que se subiría por las paredes..
- Está bien, veámoslo, simplemente por curiosidad, pero si nos engañas te arrepentirás, lamentarás haberlo hecho y pasarás el resto de tus días en esta dichosa isla.
Eran finos, corteses, educados pero, como ya sabemos, muy sanguinarios; así que, para celebrar lo que fuera que hubiera que celebrar, no importa qué, se tomaron unas rondas de Bloody Mary. Bennie no lo cató, su estómago no lo hubiera tolerado y no era lo bastante sanguinario. Sólo comió un tomate en ensalada, pan, queso y un vasito de vino, y todo le supo a gloria.
Volvieron a la chalupa, que aún no habían izado a bordo, y partieron hacia la isla. El Capitán llevaba el timón y a los remos iban: Big, El Antillanito con su estoque, Porfavor Johnson y Caimán Caribeño. Les guiaba Bennie, y Jim Botones les acompañaba como grumete y ayudante.
Bennie les guió por un camino oculto y estrecho, hasta la boca de una gran cueva. Olía intensamente a humo y se notaba que allá adentro se habían encendido muchas fogatas durante años. Una gran sala llena de grandes estalactitas resultaba ser la vivienda de Bennie a lo largo de aquellos años. No quedaban estalagmitas; salvo unas cuantas que, tronchadas a baja altura, debían haberle servido de asiento. Completaba el mobiliario una especie de mesa hecha con cañas de bambú atadas y con patas de cocotero y un lecho hecho de hojarasca seca con hojas de palmera entretejidas sobre un entramado de bambú. En un rincón se veían unos sencillos recipientes de barro cocido que parecían hechos por él mismo y algo así como unos cubiertos hechos con caña de bambú..
Al fondo de aquella sala algo brillaba cegadoramente, aún más que sus espadas y sus correajes, que ya es brillar. Una inmensa panoplia reposaba contra la pared y en ella relucía media docena de enormes sables de oro con empuñadura recamada de diamantes, cruzados y apoyados sobre un gran escudo, que incluso a Big le vendría grande, todo él de oro y recubierto con círculos concéntricos de las piedras preciosas más ricas y multicolores.
Bennie había convertido el tesoro de Barbalarga en aquella impresionante obra de arte, y a Barbanada le gustó porque no servía para nada, sólo de adorno. Estaba claro que Bennie, durante muchos años, se acabó aburriendo y se tuvo que buscar una distracción para no acabar volviéndose loco, aunque no se sabe si llegó a tiempo de no hacerlo. Ningún pirata hubiera empuñado un sable de aquellos, aunque su vida corriera grave peligro y aunque hubiera sido capaz de levantarlo del suelo y enarbolarlo. No eran apropiados para el combate, y tampoco el escudo, pero todos quedaron boquiabiertos a la vista de aquel insólito tesoro.
- ¡Córcholis!
- ¡Caracoles!
- ¡Caramba!
- ¡Carape!
- ¡Cáspita!
Dijeron llenos de admiración y asombro.
Era inconcebible que aquello lo hubiera podido forjar Bennie, sin ayuda y sin herramientas, aunque algunas sí tenía porque se había quedado olvidada en tierra la caja de herramientas del herrero de a bordo. Y, en cuanto a la fundición, se las arregló con una fragua improvisada y casi todos los cocoteros de la isla. Ahí sí que no fue capaz de medir las consecuencias de sus actos. Al usar los cocoteros en la fragua vio mermada considerablemente la producción del único alimento abundante en la isla, aparte de algunas aves marinas, algún lagarto y, eso sí, los pocos peces y moluscos que podía pescar. Por todo eso es por lo que lo habían encontrado en aquel estado extremo de desnutrición y delgadez.
El Capitán ordenó llevar todo a la nave, y lo tuvieron que hacer en dos viajes, uno para el escudo y otro para los sables; pero, una vez a bordo, lo celebraron como sólo ellos sabían hacerlo.
- Te acabas de ganar un puesto en la tripulación de El Bergante, no sé si sabes combatir pero al menos puedes sernos útil como herrero, aunque antes tendrás que someterte a cursos intensivos de cortesía y etiqueta con el Jefe de Protocolo de a bordo.
Izaron la chalupa, izaron las velas, izaron el ancla y zarandeados por un fuerte viento racheado de levante que se acababa de levantar, tomaron rumbo a Jamaica. Ésta vez sí.


Y LA PRÓXIMA SEMANA: