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miércoles, 19 de abril de 2023

María pez y María oro

(Saturnino Calleja)

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se sigue el texto en el 
vídeo que figura al final

Una vez había una viuda que tenía dos hijas, la una hija propia suya y la otra hijastra; las dos se llamaban María. La hija propia no era buena ni piadosa; la hijastra, por el contrario, era una niña humilde y discreta, que tenía que sufrir muchos malos tratos y afrentas de la madrastra y de la hermana. Sin embargo, era complaciente, hacía infatigablemente los trabajos de la cocina, y lloraba muchas veces, pero sólo ocultándose en su alcobita, cuando tenía que sufrir tantas injusticias de su madre y de su hermana. Pero siempre tardaba poco en volverse a poner tranquila y alegre, diciéndose a sí misma: «No tengas pena, ya te ayudará el amoroso Dios.» Después se ponía a continuar su trabajo con aplicación, y lo hacía todo con curiosidad y esmeradamente.
Para su madrastra no trabajaba nunca bastante, y un día hasta llegó a decirle: "María, no te puedo tener más tiempo en casa; trabajas poco, comes mucho, y tu madre no te ha dejado ningunas riquezas ni tu padre tampoco; todo es mío, y yo no puedo ni quiero alimentarte más, por esto tienes que irte de casa y buscar colocación de criada en casa de algún señor." Y la coció una torta de ceniza y de leche; llenó un cantarito de agua, entregó ambas cosas y la pobre María y la echó de casa.
Mariquita estaba muy angustiada por esta dureza, pero echó a andar animosamente por montes y valles pensando: "Ya te tomará alguien por criada, y quizá los extraños serán más buenos contigo que tu propia madre."
Cuando tuvo hambre se sentó en la hierba, sacó su tortita de ceniza, bebió en su cantarito, y vinieron volando en su derredor muchos pajaritos, picaron en su tortita, y ella echó agua en el hueco de su mano y dio de beber a los alegres pajaritos. Y su tortita de ceniza se convirtió en una hermosa torta de harina, su agua en el más precioso vino.
Confortada y alegre prosiguió su camino la pobre María, y cuando ya se hizo oscuro, llegó a una casa de extraña construcción, rodeada de un jardín con dos puertas, la una aparecía negra, cubierta de pez, la otra era de oro puro. Modestamente entró María por la puerta menos hermosa en el patio llamó a la puerta de la casa. Un hombre de aspecto huraño y salvaje abrió la puerta, y la preguntó con aspereza lo que deseaba. Ella dijo temblando:
Sólo quería preguntar si eran ustedes tan bondadosos que me diesen albergue esta noche.
Y el hombre murmuró:
Pasa adelante.
Ella le siguió, y se asustó más y se puso a temblar cuando no vio dentro de aquellas habitaciones más que perros y gatos, y sus detestables aullidos. Fuera del salvaje Turcomano (que así se llamaba este hombre), no habitaba nadie más en toda la casa.
Ahora — murmuró el Turcomano a Mariquita —, ¿Dónde quieres dormir mejor? ¿En la alcobita dorada, o con los perros y los gatos?
Mariquita le contestó:
Con los perros y los gatos.
Pero tuvo que dormir en la alcobita dorada, en una hermosa y blanda cama, donde pasó la noche magníficamente y tranquila.
Por la mañana gruñó Turcomano: 
¿Con quién quieres almorzar mejor, conmigo o con los perros y los gatos?
Y ella le dijo:
Con los perros y los gatos.
Pero tuvo que tomar con él café y dulce nata. Cuando Mariquita quiso irse, gruñó Turcomano:
¿Por qué puerta quieres salir, por la dorada o por la de pez?
Y ella dijo:
Por la puerta de pez.
Pero tuvo que salir por la dorada, y al pasar se subió Turcomano encima de la hoja de la puerta y la sacudió tan fuerte, que osciló, y María se cubrió toda del oro que caía de la puerta dorada.
Entonces se volvió a su casa, y, al entrar, la salieron volando alegremente al encuentro las gallinitas que ella alimentaba en otro tiempo, y el gallo gritó cantando:
¡Quiquiriquí, ya vino la Mariquita de oro! ¡Quiquiriquí!
Y la madre bajó las escaleras y se arrodilló tan respetuosa ante la dorada dama, como si hubiera sido ésta una princesa, que le hacía el honor de visitarla. Pero Mariquita le dijo:
Querida madre, ¿no me conoces ya? Yo soy Mariquita.
Entonces vino también su hermana, tan asombrada y sorprendida como la madre, y tan llena de envidia, y Mariquita tuvo que contarles cuán admirablemente la había ido, y cómo había conseguido su oro.
La madre la recibió entonces bien en su casa y también la trató mejor que antes, y Mariquita fue honrada y amada de todos; también encontró pronto un gallardo joven que se llevó a Mariquita como esposa a su casa y vivió feliz con ella.
Pero a la otra María le mordía el corazón la envidia, y resolvió también salir de su casa para volver cubierta de oro. Su madre le dio dulces pasteles y vino para el viaje, y cuando María se puso a almorzar v acudieron también a comer los pajaritos, los espantó enfadada. Pero sus pasteles se convirtieron invisiblemente en ceniza, y su vino en insípida agua.
Por la noche vino María igualmente a la casa de Turcomano; entró soberbiamente por la dorada puerta del jardín y se puso a llamar en la puerta interior. Cuando vino Turcomano y preguntó lo que quería, le dijo ella con tono desdeñoso:
Ahora quiero pasar la noche aquí.
Y él murmuró:
¡Pasa adentro!
Después le preguntó también:
¿Dónde quieres dormir mejor, en la alcoba dorada o con los perros y los gatos?
Ella dijo inmediatamente:
¡En la alcoba dorada!
Pero él la llevó a la sala en que dormían los perros y los gatos, y la encerró dentro.
Por la mañana estaba María espantosamente arañada y mordida. Turcomano murmuró otra vez:
¿Con quién quieres tomar café conmigo o con los perros y los gatos?
Pues con usted — dijo ella; y tuvo que ponerse a tomarlo con los gatos y los perros.
Entonces quiso irse, pero Turcomano murmuró de nuevo:
¿Por qué puerta quieres salir, por la de oro o por la de pez?
Y ella le contestó:
¡Por la puerta de oro, eso no es necesario preguntarlo!
Pero esta puerta fue inmediatamente cerrada, y tuvo que salir por la puerta de pez, y Turcomano se subió encima de esta puerta, la agitó y sacudió haciéndola oscilar, y cayó tanta pez sobre María, que se llenó la ropa, quedando toda ella cubierta.
Cuando María vino a casa furiosa, por su fea facha, le cantó el gallo saliéndole al encuentro:
Quiquiriquí, aquí viene María Pez! ¡Quiquiriquí!
Y su madre volvió la cara a otro lado llena de espanto, y no pudo enseñar a las gentes su fea hija, quien quedó bien castigada con haber sido cubierta de pez en vez del oro que ella esperaba.

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