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miércoles, 12 de abril de 2023

Pablito y las violetas

(Saturnino Calleja)

Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al final


Pablito era un niño de doce años que poseía el claro raciocinio de un hombre, y la seriedad de éstos. Sus aficiones le hacían huir de los niños mal educados, que le molestaban con sus bruscos modales, y rehuía asimismo la compañía de los niños ricos, que intentaban humillarle.
El espectáculo que presenciaba en su casa, de una lucha diaria por la existencia, y el relato que su madre le hacía desde niño de sufrimientos y humillaciones, habían madurado su inteligencia y le había hecho adquirir una gravedad precoz y excepcional. Sus distracciones consistían en iluminar estampas, cuidar de unas pobres flores que crecían en un cajón de madera, y en la lectura de libros de viajes y de cuentos.
Huía de los juegos desatentados y de los gritos y ruidosas manifestaciones de entusiasmo, por cuya razón le llamaban El bobazo.
Se levantaba Pablo muy de mañana, y estudiaba su lección sin necesidad de que su madre se lo advirtiera.
Antes de ir al colegio hacía los recados de casa, y ayudaba al arreglo de la habitación.
Una tarde, al volver del colegio, encontró a su madre muy triste conforme entró en su casa rompió ella a llorar diciendo:
¡Ah, hijo mío! ¡Si tú supieras!
¿Qué tienes, mamá? —le preguntó el niño—. Dime lo que te sucede, pues cuando te veo triste daría mi vida porque desapareciese el motivo de tu dolor.
Es que el casero me ha llamado para decirme que si dentro de tres días no se paga el dinero que se le debe, seremos despedidos.
El niño palideció y comenzó a llorar con su mamá.
Después, éste, enjugando sus lágrimas, dijo a su mamá dulcemente:
No te desesperes, puede que ese señor no sea tan duro y nos espere aun unos días.
No, hijo mío, no nos esperará, y esto es lo que me apura tanto. Lo peor es que hace unos días que he presentado a mi mejor discípulo de canto el recibo, y aun no me lo ha pagado. Pasado mañana comienzan las fiestas de Pascua y vienen las vacaciones, de modo que lo menos en diez días no hay esperanzas de tener dinero. He empeñado mis alhajas y ropas para pagar al carnicero y al tendero de ultramarinos, porque los pobres no podemos tener deudas... No quiero, sin embargo, que lleguemos a la humillación de ser arrojados de la casa. Si para dentro de tres días no he recibido dinero, se venderá el piano y se pagará al casero, aunque nos privemos de todo.
Pasaron dos días. Llegó el en que finalizaban los tres días otorgados para el pago, y la madre no había cobrado, y dijo:
Pablo, tendremos que vender el piano para pagar la casa.
Aquella noche el niño durmió mal. Soñó con el piano; veía su palisandro brillante relucir como un espejo, sus candelabros lanzando reflejos dorados, sus teclas blancas cortadas por las negras que se le sobreponen, y sobre ellas a su madre llorando. Llorando sin consuelo.
Y, sin embargo, el niño se durmió diciendo:
Y bien... se pagará todo.
Al día siguiente salió la madre como de costumbre para sus lecciones. Era martes de Pascua, y Pablito se quedó en su casa leyendo uno de sus hermosos libros de cuentos. Pero, apenas se hubo cerrado la puerta y vio a su madre alejarse, cerró su libro, corrió al armario, tomó una bonita blusa de cachemir que su madre le había hecho, se ciñó su cinturón de cuero, se puso sus zapatos de los días de fiestas, y abrió su carpeta.
Allí estaba su magnífica colección de sellos, la que había él mismo hecho con los que le había mandado su tío, que andaba corriendo por el mundo, y en la actualidad no se sabía dónde estaba. La colección era la más completa y la más rara de cuantas se conocían. No sólo tenía sellos de correos, sino también sellos de todas clases para el papel que se emplea en las cosas que tienen uso público y oficial, toda clase de timbres y hasta billetes grandes y pequeños de todos los países. Era una colección de efectos timbrados y papel moneda, y estaba hecha con arte y colocada con gusto. Un amigo de la casa había dicho un día: "Esta colección vale más de mil pesetas."
Pero el chico no conocía aun el valor de las cosas. Tomó Pablo aquella colección que era su alegría y su orgullo y que causaba la admiración y la envidia de sus compañeros cuando se la enseñaba. Estuvo mirando hoja por hoja... deteniéndose y lanzando de vez en cuando miradas al piano, que luego convergían a las hojas llenas de sellos, y después, dando un gran suspiro y cerrando luego las tapas con un movimiento enérgico, dijo: "¡Vamos!" y salió a la calle.
Fue Pablo a casa de un amiguito que tenía, muy rico y que le había prometido cien pesetas por su colección. Llamó, preguntó por él, lo recibió el amigo, y le propuso la compra del álbum. No tuvo tiempo el niño de contestar, pues una señora que se había acercado a ellos, al oír la proposición, exclamó:
¿Cómo es eso, niño, te has atrevido a pensar en un gasto como ese sin mi permiso?
No lo creas, mamá, es un mentiroso.
Entonces la señora llamó a un criado y le dijo:
Acompañe usted a este chico a la puerta, y otra vez tenga cuidado de quien entra.
Lleno de vergüenza y con las lágrimas en los ojos, salió de aquella casa Pablito, y decidido a vender su colección para salvar el piano, fuese a una tienda de las que se dedican a este comercio y propuso la compra de ella.
Después de muchos regateos le dio el comerciante cincuenta pesetas y cincuenta céntimos, fracción que logró arrancarle por último porque decía que lo necesitaba.
Se guardó en el pecho el billete que le dieran en la tienda, y con los cincuenta céntimos compró un ramo de violetas.
De regreso a su casa encontró a su madre asustada e inquieta por su ausencia.
¿De dónde vienes? — le preguntó.
De vender mi colección de sellos — le contestó —. Toma, aquí tienes lo necesario para pagar al casero; ya no tienes necesidad de vender tu piano. Y aquí tienes para ti este ramito de violetas.


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