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miércoles, 26 de abril de 2023

La mala sombra

LA MALA SOMBRA
(Saturnino Calleja)

PUES señor, éste era el Príncipe más desgraciado de todos los príncipes habidos y por haber. Nada le salió a derechas, pues por salirle torcidas, hasta tenía las narices a un lado de la cara. Su nombre era también una equivocación: se llamaba Miramamolín, que en lengua persa significa: el Hombre de la suerte, y el pobre estaba fastidiado de tanto Miramamolinear.
Si tenía guerra con algún Príncipe vecino, recibía tantas palizas como batallas daba. En cuanto montaba un caballo, aunque fuera más manso que un cordero, ¡paf!, salía por las orejas y se hacía un chichón como el puño; si iba a pie tropezaba en la única piedra que hubiera en el camino y caía siempre del lado en que se hiciera más daño. Si quería cantar, se ponía ronco; si beber, su copa estaba rota y el vino agrio; como bailase, costalada segura; si dibujaba una cabeza de mujer, le salía una caja de cerillas, Nadie quería ir de caza con él, porque en vez de dar a las liebres, clavaba los perdigones a algún amigo; en fin, era el rigor de las desdichas.
Tan estrechado se vio por su mala suerte, que hizo publicar un bando en el cual ofrecía gran recompensa al individuo, hombre o mujer, que le dijera en qué consistía tantas desgracias.
Multitud de gentes acudieron a Palacio al olorcillo de la recompensa. Un andaluz compareció diciendo que él sabía lo que aquejaba al Príncipe.
Presentáronle al Monarca, y éste le indicó que podía decirlo ante la corte.
Pues verá vuestra alteza. Estaba yo el otro día esquilando un borriquillo, mal comparao, tan grande como el ministro de Hacienda, ese que está ahí, cuando oí el pregón y me dije: "Joselillo, ya has hecho tu fortuna!"
¿Pero ¿qué es lo que tengo? — interrumpió el Príncipe.
Pues su alteza tiene... mala pata.
¡Mala pata! — gritaron los cortesanos —. ¡Este hombre confunde al Príncipe con una caballería! ¡Que le ahorquen en seguida y luego se le tomará declaración!
El Príncipe, asustado de lo que había oído, se puso en pie, resbaló en la alfombra, yendo a dar con la cabeza en el vientre de su primer ministro. Éste, al dolor, lanzó un rugido y cayó sobre un cortesano, al que cogió un pie con tal desgracia, que le reventó dieciocho callos, y salió bufando a pie cojuelo por el salón y mordía a cuantos encontraba a su paso, en fin, se armó una de todos los diantres.
¡La mala pata — gritaba el primer ministro — la tengo yo! — Y se rascaba la barriga con la cabeza de una duquesa.
¡La mala pata es ésta! — gritaba el cortesano enseñando el pie destrozado y tratando de morder al que pillaba.
Pero ¿Qué es eso de mala pata? — preguntaron al gitano.
Quien dice en mi tierra mala pata, quiere decir mala sombra.
¡Acabáramos! — gritaron todos —; pues si es todo eso lo que usted sabe, ya se puede largar con viento fresco.
Mira — dijo el Príncipe agarrándose al sillón —; por esta vez te perdono, vuélvete a esquilar borricos y no vengas por aquí con asnerías.
Se marchó el gitano, y entonces el monarca pidió las botas de calle para salir a paseo. Se las quiso poner, pero con tal fortuna, que se le rompió el elástico y salió su pie disparado contra el pecho del primer edecán, el cual rodó como si le hubieran soltado un pistoletazo.
El Príncipe cayó hacia atrás, recibiendo una monumental costalada; una horquilla que había en la alfombra se le clavó en la rabadilla, y ciego de ira mandó que degollasen al zapatero, que había puesto tan malos los tirantes de las botas.
En esto el sumiller anunció que una joven deseaba hablar al Príncipe para un asunto urgente.
¡Que pase! — exclamó el monarca —; pero después que el cirujano me haya extraído la horquilla, que me está haciendo ver las estrellas.
Terminada la operación entró la joven que había sido anunciada. Era una encantadora muchacha de dieciséis años.
¿Qué quieres? — preguntó el Príncipe.
Vengo a curaros del mal que os aqueja. Seréis un hombre feliz si hacéis lo que os voy a recomendar.
Un silencio sepulcral se extendió por la sala. Todos querían conocer el remedio prometido.
¡Habla! — exclamó el monarca.
Pues bien; el día en que encontréis un amigo leal, desaparecerán vuestras desdichas
¡Un amigo! Millones tengo dispuestos a todo por mí.
¡Todos, todos! — gritaban los cortesanos.
Basta con uno, señor; es preciso que alguien vaya a la Gruta Negra y traiga la caja misteriosa donde se encierra el libro del secreto para ser dichoso. Para llegar allá se necesita un afecto por vos y un valor a toda prueba, El que haya hablado mal del Príncipe, que no tiente la aventura porque es hombre muerto, y el que sin haber llegado a hablar haya pensado mal de él, está muy en peligro.
Todos enmudecieron; nadie se ofreció a buscarle, porque todos habían murmurado de su señor,
¿No hay quien vaya? — preguntó éste —. ¿Qué dices tú, Teobaldo, jefe de mis guerreros, que tanto dices que me quieres?
Yo, señor — dijo—, que... si no fuera porque tengo reuma...
Y yo tengo sabañones.
Y a mí me duelen las muelas.
En fin; todos se excusaron y nadie quiso arriesgar el pellejo.
Ya lo veis, señor— dijo la joven — cómo no es fácil encontrar un verdadero amigo.
Entonces iré yo.
— Ya empezáis a comprender, señor, algo muy importante: en que no hay amigo como uno mismo. En fin, si no tenéis un amigo, tenéis una amiga, que soy yo, y he ido a la Gruta Negra y os he traído el libro. Tomadlo.
El Príncipe cogió la cajita que la joven le tendía, y sacó de ella un libro pequeñísimo no mayor que uno de papel de fumar. Le abrió, y encontró escrito lo siguiente:
"Si quieres ser feliz conténtate con lo que tengas, cumple tus deberes de rey y de cristiano y todo te saldrá a pedir de boca. No hagas caso de aduladores, que son gente ruin y tornadiza que no quiere sino el salario que reciben; inspírate en la justicia y en la prudencia, y cesará tu mala sombra."
Sabios consejos son — dijo el Príncipe, y ofreció cumplirlos al pie de la letra.
Entonces — contestó la joven — han cesado tus desventuras. Yo soy el Hada Ciencia que guiada por la fe ando en auxilio del hombre.
Y al decir esto se transformó en una nube que, al disiparse, dejó caer brillante rocío sobre la cabeza del Príncipe.
Me siento otro — exclamó éste —. Ahora veo lo que causaba mis desdichas. Por lo pronto, vosotros — dijo a los cortesanos — estáis aquí demás, pero no quiero que os vayáis sin una prueba de mi afecto, Ahora mismo os quitáis las casacas, y recibiréis en la espalda quince bastonazos. No es justo que vayáis de vacío a vuestras casas.
Aquel castigo hizo su efecto, y el Príncipe pudo en adelante llamarse Miramamolín, sin que fuera su nombre una cuchufleta.
La moraleja ya os encargaréis vosotros de sacarla.


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