Y ya, sabiendo de donde viene la animadversión
hacia el Comodoro Harris, entenderemos por
qué nuestros amigos se imponen ahora la misión
de capturarlo y darle una buena lección que no olvidara nunca
10.-
A
POR PATACORTA
Volvemos
a encontrar al Capitán Barbanada y sus hombres a bordo de El Bergante,
con rumbo a Barbados, tras haber dejado a los marinos de Patacorta en
la Isla de los Cocos. Aquella isla en la que ellos mismos habían
sido abandonados por el Comodoro hacía años, antes de serlo (antes de ser Comodoro, se entiende, porque isla ya lo era desde ni se sabe cuando).
Al
llegar a puerto cargaron lo imprescindible con el poco dinero que
habían podido reunir, tampoco es que hubiera existencias de todo lo
que necesitaban ni había nadie de confianza a quien poder venderle
los diamantes, por eso compraron lo justo para llegar a otro lugar en
que pudieran hacerlo.
Tampoco
sabían qué podía haber pasado con La Gaviota, ni tampoco si había
llegado indemne, ni si les estaban esperando, aunque el Capitán
confiaba plenamente en Peel.
Por
eso se decidió por poner rumbo a La Tortuga a fin de encontrarse con La
Gaviota antes de emprender cualquier otra acción, vender los diamantes a
su comprador habitual, reaprovisionar de todo lo necesario a las dos
naves, e informarse de los movimientos de la flota inglesa y de Patacorta.
Una
vez refugiados en La Tortuga y reunido con Big y Peel, hicieron
planes para enfrentarse al Comodoro.
Era
impensable hacer frente abiertamente a la flota, ni siquiera a uno
solo de aquellos galeones tan bien armados. La ventaja de El Bergante
era su velocidad y capacidad de maniobra, que le permitía escapar
fácilmente; pero no su capacidad ofensiva, no había comparación.
Pero no descansarían hasta ver cumplida aquella empresa colectiva
porque, todos a una, estaban dispuestos a llevarla a cabo, costase lo
que costase.
Aunque primero debían ir a recuperar el tesoro de El Olonés. La venta de
los diamantes no había sido suficiente para todo y, además, había
que pagar a la Confederación, así como a los espías, chivatos y
confidentes a los que tenían que recurrir para conseguir noticias de
su odiado enemigo.
Dejaron El Bergante en el puerto de La Tortuga, allí estaría seguro gracias
a los cañones que defendían la isla. Navegar con él en aquellos
tiempos era peligroso porque ya era demasiado conocido y estaba muy
buscado.
Gracias
a la venta de los diamantes, La Gaviota había sido reformada,
mejorada y artillada por Joao ”Cañones”, con diez cañones
nuevecitos, cinco por banda. No era conocida y; como las escaramuzas
entre españoles e ingleses no cesaban, navegaría bajo bandera
holandesa.
El
Capitán no quería prescindir de Big en aquella expedición, pero
alguien tenía que quedarse al mando y cuidado de El Bergante y el
resto de la tripulación, aparte de encargarse de interrogar a todo
barco que atracara sobre el paradero del Comodoro y su flotilla.
Barbanada
debía decidir entre dejar atrás a Big o a Peel y en ambos tenía
suficiente confianza. De modo que lo echó a cara o cruz, quedando decidido por el azar que, quien le acompañaría a la Isla de El
Olonés, sería Big.
Durante
la travesía procuraron evitar cualquier encuentro, de modo que
Spider y Zurdo Johnson, que tenía una vista privilegiada, se
turnaron en el puesto de vigía. A la menor señal de avistamiento se
cambiaba el rumbo o se izaban velas para rehuir cualquier encuentro.
Esta vez no iban a la caza ni querían ser cazados, simplemente iban
a recoger el tesoro.
Llegaron
a la isla y volvieron a revisar todo el perímetro, como ya lo hicieron la primera vez, por si podían
encontrar otro acceso más fácil, pero toda ella era tan escarpada
como en la ensenada por la que habían trepado, no había otro lugar
más favorable. De modo que acercaron La Gaviota al pie del
acantilado. Esta vez no tuvieron que fondear lejos y llegar con la
chalupa porque el calado era suficiente.
No
fue necesario que Spider volviera a trepar, como la otra vez, por
aquella pared de piedra a fin de echar un cabo, ya que allí estaba
colgando el que habían usado la vez anterior. Sólo que Spider trepó
en primer lugar para asegurarse de que estaba firmemente atado y,
como la otra vez, se echó a dormir bajo el árbol mientras los otros
trepaban e izaban el material.
En
esta ocasión, la expedición la formaban; además del Capitán: Big,
Will El Cabezota, y Porfavor Johnson. Y de la expedición anterior:
Spider, naturalmente, y Joao “Cañones”.
Bordearon
aquel acantilado interminable, siguiendo la ruta de la vez anterior
al regresar, y llegaron sin problemas hasta la señal de piedras que
habían dejado. Cien pasos más allá, en dirección a la vertical de
la cueva, se pusieron a remover las piedras sueltas que ocultaban los
cofres. Allí estaban los cuatro.
Los
sacaron y comprobaron su contenido, estaba todo tal y como lo
habían dejado:
Uno
de ellos contenía joyas variadas.
El
otro piedras preciosas de todos los colores. Era aquel del que Spider
había distraído “una pequeña muestra”, que tan útil había
resultado.
Otro
estaba lleno collares de perlas y diversos objetos, entre ellos raros
trabajos en marfil y ébano.
Y
el último lo estaba de monedas de oro y plata: españolas, inglesas,
francesas, holandesas y otras muy raras.
El
contenido de este último cofre era de utilidad inmediata; en cambio
para los otros tres habría que encontrar un comprador a fin de
poder convertirlos en moneda contante y sonante.
Decidieron
llevarse el cofre de las monedas y enterrar los otros allí
nuevamente. ¿Qué mejor lugar? ¿Dónde estarían más seguros?. La
experiencia de lo ocurrido con el tesoro de Barbalarga así lo
aconsejaba. No era prudente tenerlos en el barco ni llevarlos a La
Tortuga, que cada vez estaba resultando un lugar más inseguro.
Volvieron
a ocultar los otros cofres en el mismo lugar y regresaron por donde
habían llegado. Para facilitar el trasporte hasta el barco,
repartieron el contenido en bolsas que habían llevado en previsión
y Big cargaba con el pesado cofre como si fuera una pluma.
El
descenso y la partida transcurrieron sin novedad; salvo que en esta
ocasión, no se dejaron colgando el cabo, sino que Spider, después
de haberlo desatado y dejarlo caer sobre la cubierta de La Gaviota;
no descendió por la pared, sino que hizo un clavado, cayendo
limpiamente al agua y emergiendo de inmediato por la banda de babor.
Al
regreso, como a la ida, pero esta vez aún más, se extremaron las
precauciones, debido a la carga que llevaban. No querían tener
ningún encuentro inesperado, por inofensivo que fuera.
Así
atracaron en La Tortuga y guardaron su preciosa carga a buen recaudo
en El Bergante. Luego
todos lo celebraron, como solían hacerlo, y la Banda animó la
fiesta con jotas y fandangos.
Durante
su ausencia habían llegado noticias de que el Comodoro Patacorta se
estaba construyendo una mansión a la que retirarse. Lo estaba
haciendo en el Continente y lejos de la costa, a fin de evitar los
ataques piratas, pero aún no se sabía el lugar exacto.
Peel
estaba esperando el regreso de un confidente, bien pagado
naturalmente, tripulante de una carabela cuyo cargamento consistía
en muebles de calidad, llegados de Europa, pero aún tardaría un
tiempo.
Los
hombres de Barbanada siempre estaban ocupados: lavando, planchando,
sacando brillo… y también reparando, limpiando y pintando las
naves; pero todo acababa y llegaría un momento en que estarían sin
trabajo, y la inactividad llevaba a la dejadez y la molicie, cuando no al conflicto. De modo
que el Capitán dispuso hacerse a la mar y explorar unas islas
situadas más allá de la Isla de Barba… cana. Más al noroeste de
aquellas islas pasaba una ruta comercial que frecuentaban los barcos
españoles, cargados hasta los topes, rumbo a Sevilla y otros puertos
de la península, de modo que podían hacer alguna buena captura.
La
Gaviota permanecería en el puerto de La Tortuga a cargo de Peel y
una reducida dotación, porque el grueso de ambas tripulaciones
embarcarían en El Bergante en aquel viaje de exploración.
Antes
de partir enviaron un mensaje anónimo para informar del paradero de
aquellos marinos que habían dejado en la Isla de los Cocos, esperando que Patacorta enviara a alguien al rescate.
Y
se hicieron a la mar rumbo norte, hacia unas islas próximas, para
luego virar a noroeste y, tras dejar atrás la isla de Barbacana, o
Barbapapá, internarse en un archipiélago poco frecuentado por los
piratas. Los vientos eran favorables y pronto llegaron a unas islas y
una amplia extensión de cayos con abundantes manglares. Pensando en
la posibilidad de bajíos y el riesgo de encallar, se mantuvieron
alejados de aquellos cayos.
A
babor iban dejando atrás muchas islas, algunas de ellas muy
estrechas y alargadas.
-
¡Barco a la vista! - sonó la voz del vigía, rompiendo el
silencio de la hora de la siesta.
-
¡Y otro! - repitió
-
¡Y otro! - volvió a repetir
El
Capitán se echó en cara el catalejo. Temía que pudieran ser naves
de guerra y estaba pensando en maniobras evasivas, pero se trataba
simplemente de un convoy formado por dos carabelas y una nao rumbo a
nordeste. Iban cargadas y sin ninguna escolta.
Seguramente
llevaban mercancías de las colonias hacia Sevilla, Cádiz, Bilbao,
Barcelona… o a Londres. A aquella distancia no se podía apreciar
el pabellón. Podían ser una buena presa y además fácil; pero eran
tres y, aunque no supusieran un peligro, siempre era preferible
dedicarse a un solo navío aislado. De modo que se retiró, dejando
seguir su ruta al convoy. Tampoco había garantías de que no
estuvieran artilladas y, entre las tres, les pudieran dar un
disgusto.
Una
ocasión perdida y otro día de aburrimiento y monotonía. Todo
estaba en estado de revista y el trabajo a bordo era el mínimo para
aquella tripulación ampliada, por eso el Capitán tuvo el buen
criterio de organizar unos cursos.
El
Jefe de Protocolo se ocupaba de poner al día a aquellos tripulantes
procedentes de La Gaviota en los conocimientos necesarios y comunes
en aquel barco: Protocolo, etiqueta, modales...
Doug
Adams tomó a otro grupo y les enseñaba las nociones básicas de
cocina, preparación de salazones y conservas, así como el
conocimiento de las materias primas comestibles.
Albert
Boades daba lecciones de trenzado, nudos y redes.
Georg
Berg, enseñaba a un perfecto afilado de armas e instrumentos.
Joao
“Cañones”, enseñaba el mantenimiento de las armas de fuego y la
preparación de armas y explosivos.
Otras
muchas actividades se desarrollaron a bordo aquellos aburridos días;
la cuestión era evitar el ocio y, su alternativa y consecuencia, las
peleas.
La
actividad más divertida para los que la practicaban y más molesta
para los demás, era la que desarrollaba Hans Werner Henze, el director de
la Banda. Quería que todos los tripulantes aprendieran a tocar los
instrumentos y se armaba una tremenda algarabía cada vez que
ensayaban con las cornetas y los timbales. En esos momentos, toda la
tripulación, salvo los que tocaban y Hans, se tenían que tapar los
oídos y refugiarse en lo más profundo de la bodega.
A
Spider le había gustado tanto el cursillo de Berty, que estaba muy
entusiasmado; hilando hebras, torciendo cordones, haciendo nudos y
tejiendo redes, como una araña. Por eso no tenía tiempo ni ganas de
subir a la cofa para hacer de vigía. ¡Con lo aburrido que es!
decía, pero tampoco había otro marinero voluntario, de modo que se
llevaba arriba hebras y se entretenía preparando cordeles y anudando
una red de abordaje.
Como
aún no habían comenzado las trifulcas que el aburrimiento acaba
provocando, no había ningún marinero castigado para mandarlo al
carajo, así que el Capitán no tuvo más remedio que elegir un
relevo para Spider, ya que no se podía estar las veinticuatro horas
allá arriba por mucho que fuera un hombre amante de las alturas.
Podía
hacerlo por orden alfabético, por edad, por antigüedad, por narices, por…,
pero decidió que se lo jugaran a los dados; así, de paso, les daba
otro motivo para mantenerse entretenidos. Pero lo debían hacer lo
más pronto posible, porque Spider estaba necesitando relevo y si no
bajaba pronto podría hacérselo desde allí arriba y, al que le
toque, le toque.
Pronto
hicieron las primeras eliminatorias y los cuartos de final, de modo
que en las semifinales se enfrentaban los perdedores de las fases
anteriores:
Georg
Berg, con Andrew Brea y Will El Cabezota con Alfred Smith llamado
“Cuatrorrumbos”, el timonel.
Berg
eliminó a Brea, de modo que Brea tenía que jugar la final.
La
expectación era grande y corrían las apuestas, como corría el ron.
Cuatrorrumbos
eliminó a El Cabezota
De
modo que se enfrentarían finalmente:
Brea
y El Cabezota.
La
emoción crecía y crecía, del mismo modo que las apuestas y el
consumo de ron.
Tiraron
un dado cada uno para ver quién hacía la primera tirada.
Brea
sacó un cinco y El Cabezota un tres.
De
modo que tiraba primero Brea, tomó los dos dados y los lanzó. Sacó
un seis y un cuatro y, como era un punto muy bajo, volvió a tirar.
Esta vez sacó un cuatro y un dos, en total dieciséis puntos y, o se
plantaba con ellos, muy lejos del veintiuno, o volvía a tirar,
aunque sabía que si sacaba un seis ya habría perdido, pero esta vez
tenía que ser con un solo dado. De modo que se arriesgó porque eran cinco posibilidades a favor y una en contra. Volvió a
tirar, sacando un tres y se plantó con los diecinueve. Era muy
buena puntuación.
La
apuestas echaban humo, y ahora le tocaba tirar a El Cabezota.
En
la primera tirada sacó seis y seis, total doce puntos, y la
siguiente tirada se ponía difícil, volvió a tirar y esta vez sacó
un dos y un tres, dos puntos por debajo de su rival. De modo que se
vio obligado a tirar otra vez, con un solo dado y entre la
expectación de todos. Corría el riesgo de pasarse con un seis o ganar con
un cinco, pero plantarse era perder.
Agitó
el dado en la mano y lo dejó caer desde lo alto, lo dejó caer a la
cubierta y rodó, y rodó, hasta que ¡se paró! y… había salido
un seis, se había pasado de veintiuno y había perdido.
Resignado
trepó por las jarcias hasta la cofa, mientras que Spider descendía
a toda prisa y se ponía cara a la borda, mirando al horizonte con un
gesto y un suspiro de alivio. Entretanto, los apostantes pagaban y
cobraban sus apuestas.
Lo
que no sabían todos es que, en la mente del Capitán, en unas reglas
no escritas ni explícitas, al Cabezota tendría que relevarle Brea,
a éste Berg y Cuatrorrumbos, en el orden que quisieran, o se lo
podían volver a jugar a los dados, y a éstos les seguirían los
demás que se habían librado en los cuartos o en los octavos de
final.
Pero
El Cabezota, que había tenido la desgracia de perder, tuvo la suerte
de avistar una presa, y eso valía una propina en el suministro de
Bloody Mary.
-
¡Patache a babor!
El
patache era una embarcación de dos palos, muy ligera y de poco
calado, que empleaban las flotas para protección de costas, y
algunos corsarios para atacar los mercantes enemigos.
-
¿Un patache? ¡Estamos de suerte! Si no se nos escapa, tanto si es
español, inglés o corsario, vamos a hundirlo.
Los
pataches eran unos barcos más usados por los españoles que por los
ingleses, pero los corsarios que los usaban no dudaban en ponerse al
servicio de Su Graciosa Majestad.
-
¡Hurraaaaaa! - gritaron todos
-
A sus puestos, os lo ruego
Pero
no se hicieron de rogar, todos se pusieron a realizar las tareas para
las que estaban preparados y que tanto tiempo habían esperando. La Banda comenzó con el
toque de Alarma, aunque no se sabe a qué sonaba aquello porque, en
aquel momento, estaban ensayando los aprendices.
El
patache, que los había divisado, largó todo el trapo y cambió de
rumbo dirigiéndose a aguas poco profundas en las que podían navegar
sin problemas pero no así El Bergante.
En
El Bergante, la actividad era febril, izando velas, preparando los
cañones, y preparando los materiales de abordaje, por si no lo
enviaban pronto al fondo y tenían que abordarlo.
El
patache corría, era una embarcación ligera, pero no tenía nada que
hacer con su enemigo con todo su velamen al viento, poco a poco se
iban acortando las distancias.
El
capitán observaba al barco, no estaba muy artillado, no pasaría de
doce cañones, pero podían hacer mucho daño.
En
El Bergante se habían hecho reformas durante su última estancia en
La Tortuga y se habían equipado dos culebrinas a proa, además de
los diez de veinticuatro libras montados a babor y los diez de
estribor.
El
Capitán puso a Bigeye en las culebrinas, auxiliado por dos ayudantes
por pieza, para que no dejara escapar a su presa. Cuando estaban a
unas dos millas, ya estaba preparado, a tiro y a punto para disparar,
y a aquella distancia los cañones del patache, más pesados, poco
podrían hacerle al Bergante, pero quería asegurar el disparo y
aguardó hasta una milla. Disparó la de estribor y los ayudantes
comenzaron a recargarla.
El
disparo había fallado por muy poco, así que rectificó y disparó
el de babor. La otra pieza ya estaba a punto, pero con su último
disparo había conseguido su objetivo, cargarse el timón, de modo
que el patache no podría maniobrar fácilmente. En ese momento viró
El Bergante y los diez cañones de babor arrojaron su carga de hierro
y fuego. El patache estaba acabado y los botes salvavidas caían y
ponían a salvo a la tripulación.
Cuando
se alejaban de aquella latitud, todos se quedaron mirando
como su presa se iba yendo a pique lentamente y los botes salvavidas
ya estaba lejos rumbo a una isla próxima.
Llevaban
tiempo navegando, habían visto nuevas islas, habían tenido
suficiente diversión y acción, y dolores de cabeza con la Banda,
pero no tenían noticias. Todos deseaban regresar a La Tortuga para
saber algo de lo que más les interesaba: el paradero de Patacorta y
la posibilidad de atraparlo. Y entonces el Capitán fijó el rumbo de
regreso.
Tenían
que recalar en alguna isla para abastecerse de agua y, como ya
sabemos, no era para que la bebieran. De todas aquellas por cuyas
cercanías navegaban, sólo unas pocas figuraban en las cartas del
Capitán, y no porque aquellas cartas marinas fueran atrasadas, eran
las últimas que había comprado y estaban actualizadas muy
recientemente.
Prefería
no abastecerse en una de las islas habitadas, cuanto menos se
hicieran ver mejor. Así que, cuando pasaban cerca de una que parecía
desierta, con una bahía estrecha y honda, ordenó al timonel
penetrar en la misma, ordenó también ir comprobando el calado con
una sonda y pudieron penetrar bien adentro, sin problemas.
Al
fondo de aquella especie de fiordo, desembocaba un riachuelo. Echaron
dos botes y cargaron toda el agua necesaria; después, el Capitán
con un pequeño pelotón hizo una somera exploración y regresaron
con unas ananás, bananas y cocos. Marcó las coordenadas de aquella
isla y partieron.
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En
La Tortuga había problemas; la autoridad francesa, residente en la
parte occidental de La Española, llevaba tiempo intentando imponer
algo de autoridad y orden en aquel refugio. Tenían su representante,
pero la libertad de que gozaban los piratas, bucaneros y filibusteros
apenas había sufrido limitaciones, salvo en los últimos tiempos y,
en el momento de que hablamos, el fuerte brazo del dominio francés
se estaba haciendo notar aún más. Esa presión se notaba
especialmente cuando las escuadras inglesa y española se habían
vuelto más represoras contra las actividades delictivas.
Peel
y su gente procuraban no meterse en líos y esperaban el regreso del
Capitán para abandonar aquel refugio, que ya no lo era tanto.
El
confidente había regresado y, a cambio de otra bolsa de monedas, le contó:
-
En la costa continental hay una laguna alargada a la que llaman
Laguna de las Perlas, más al norte del delta del Río San Juan. Allí
hemos llevado el cargamento. Entrando por una amplia embocadura desde
el mar se encuentra una isla, y en ella se está construyendo una
mansión. A Patacorta no lo he visto, porque allí sólo había
trabajadores y marineros, pero he oído que es para el Comodoro y que
quiere trasladarse pronto. Por eso se quejaban, porque les estaban
haciendo trabajar en la casa sin descanso.
Peel
también había oído, en su retiro de La Tortuga, ciertos rumores
sobre el relevo del Comodoro. Nunca había caído bien al
Almirantazgo, y lo iban a sustituir por un marino de carrera.
-
Ya me imagino de dónde ha sacado lo necesario para construirse la
mansión – pensó.
Dispuso
todo para que, cuando regresara el Capitán, salir a mar abierto sin
demora. Para eso tenía siempre a la tripulación y al barco a punto,
y había cargado provisiones, pólvora y munición para las dos naves, de modo
que no se perdiera tiempo en abandonar la isla.
Todos
estaban impacientes y preocupados por el regreso del Capitán y sus
compañeros.
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El
Bergante atracó en el muelle junto a La Gaviota, pero Peel no les
dio tiempo a preparar las amarras y saltó a cubierta. Se llevó a
Barbanada al camarote y le puso al corriente de la situación. No
tardó mucho el Capitán en dar la orden de partir, y La Gaviota lo
siguió.
No
iban a perder tiempo, todos estaban impacientes por cazar a
Patacorta, pero había que ser prudentes. Como quiera que, para
llegar a la costa del Continente, tenían que pasar cerca de Jamaica,
decidieron atracar en Sandy Bay, trasbordar las provisiones y
enterarse de las últimas novedades.
No
hubo ningún encuentro en el trayecto y su llegada a Sandy Bay fue
una fiesta donde todos celebraron el regreso de El Bergante y su gente.
Un
día tardaron entre acarrear las provisiones y la fiesta
subsiguiente, a la que se invitó, como siempre, a la población. La
banda tocó peor que nunca, con sus nuevos componentes; pero eso,
tras los primeros tragos de ron, ya no le importó a nadie en
absoluto.
Pudieron
enterarse de que el relevo del Comodoro ya se había producido por un
militar de carrera, llegado de Londres. Decían que, estudios tendría
muchos, pero experiencia en batalla, ninguna. Había partido, con
toda su Flota, hacia Dominica, en Barlovento, por una falsa
información sobre un ataque pirata. Con una sola nave hubiera tenido
suficiente para defender aquella isla, sin tener que desguarnecer
todas las posesiones del Caribe.
Los
tiempos estaban revueltos y, aunque la Flota Inglesa estaba lejos, si
es que la información era cierta; quedaban los corsarios, y no
entraba en los planes del Capitán entrar en batalla, porque podría comprometer
su misión primordial que era encontrar y capturar a Patacorta.
El
Bergante era bastante conocido y La Gaviota podía navegar con más
libertad, sobre todo bajo pabellón holandés. Tendrían que dejar
una pequeña dotación a cargo del barco, y se propuso hacer otra
competición a los dados, porque todos querían participar en la
aventura. Pero, al final, fue el Capitán el que tomó la decisión:
Se quedaría la Banda, al mando de su director Hans W Henze porque,
aparte de que en aquella misión no necesitarían música, tendrían
ocasión de ensayar más a ver si mejoraban, y además animarían las
noches de los habitantes de Sandy Bay; que siempre tendrían la
oportunidad de huir a sus casas para escapar de la música, cosa que
no podrían hacer los demás tripulantes, si los hubiera.
Y LA PRÓXIMA SEMANA
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