Esta es la entrada ciento cincuenta de
este blog y lo quiero celebrar con un
nuevo cuento, espero que os guste y que
os sirva de enseñanza
EL HOMBRE QUE NO SABÍA FREÍR UN HUEVO
Puede escucharse mientras
se sigue el texto en el
vídeo que figura al final
Había una vez un hombre tan ignorante, tan ignorante que se decía de él:
- Ése no sabe ni freír un huevo.
Y era cierto.
Él permanecía en la ignorancia; pero un día, sabedor – cosa impropia en él – de lo que de él se decía, se propuso:
- Tengo que aprender a freír un huevo.
Tan ignorante era que desconocía el significado de las palabras “huevo” y “freír”, y se puso a indagar, consultando a unos y a otros.
Era ignorante, pero no analfabeto. Adolecía de “déficit de comprensión lectora”, no obstante se decidió a consultar la enciclopedia. Le costaba mucho enterarse de lo que leía, dada su deficiencia intelectual, pero con paciencia y constancia acabó enterándose de lo que significaba “freír” y se empapó, no de aceite, sino de lo que era el aceite, sus variedades, el proceso de extracción… y también se enteró de la temperatura adecuada para el proceso de la fritura, así como los distintos tipos de fuegos o fuentes caloríficas, de lo que era la temperatura y su medición y las distintas fuentes de energía: leña, carbón, gas, electricidad, petróleo, solar, biomasa... llegando a dominar todos estos conocimientos, pero seguía sin saber freír un huevo.
Aprendió todo lo referente a la fritura, incluso qué utensilios eran necesarios y su proceso de fabricación, pero aún ignoraba lo que era un huevo.
De modo que se puso a leer sobre biología y, con mucha dificultad, dada su escasa comprensión lectora, acabó conociendo lo que era una célula, con todas sus partes: desde la membrana y el citoplasma, al núcleo, y cómo se dividía para acabar dando lugar a un animal completo, en este caso el pollo, o la gallina, que no hay que hacer discriminaciones.
Ya conocía los elementos necesarios; el huevo, el aceite, la sartén, la rasera o espátula aunque, como era de la Sierra del Segura y más concretamente de Riópar, le llamaba fridera, y el fuego, pero le faltaba la técnica, lo mismo que le pasa a un programa de ordenador, el software, que es un cúmulo de datos e instrucciones; pero que, si no tiene un equipo o hardware para hacerlo correr, no sirve de nada.
Pues así estaba nuestro hombre; sabía más de lo necesario sobre biología, agricultura y oleícultura, industria y energías, pero seguía sin ser capaz de poner en práctica estos conocimientos.
De modo que continuaban diciendo de él:
- Ése no sabe ni freír un huevo.
Intentó poner en práctica todos aquellos conocimientos recién adquiridos y conseguir acabar friendo un huevo.
No tenía necesidad de recolectar las olivas y prensarlas, ni sintetizar un huevo en el laboratorio, tampoco de fabricarse los utensilios, ni frotar dos palos para hacer fuego. Contaba con todo lo necesario: un cartón de huevos del supermercado, una botella de aceite de oliva virgen (aunque no sabía por qué se llamaba así puesto que las aceitunas no tenían ocasión ni tentación de ser otra cosa), sartén, fridera, un fogón de gas butano y cerillas.
Acertó en lo de abrir la botella, pese a la natural resistencia del abrefácil, y echar el aceite en la sartén. Le costó algo más encender una cerilla pero; tras partírsele tres, apagársele dos y quemarse el pulgar, lo consiguió y encendió el fogón.
Lo que ya no fue capaz de hacer fue freír el huevo. Lo había puesto en la sartén, con el aceite bien caliente porque lo había medido antes y marcaba ciento sesenta grados centígrados, pero lo había hecho con su cáscara y todo, y allí se estuvo, dándole vueltas con la fridera en el aceite humeante, como si fuera una fritura de carne o pescado.
El susto que se llevó fue morrocotudo, porque el huevo acabó estallando y poniendo todo perdido de clara, yema, cáscaras y aceite hirviendo, además tuvo que ser atendido de múltiples, aunque pequeñas, quemaduras, y la gente decía:
- Si es que no sabe ni freír un huevo.
Renunció, finalmente a sus intenciones de aprender a freír un huevo pero, gracias a ellas, había aprendido muchas cosas y ya no era un ignorante. Aunque nunca se libró de la maledicencia ajena:
- Ése no sabe ni freír un huevo.
- Ése no sabe ni freír un huevo.
Y era cierto.
Él permanecía en la ignorancia; pero un día, sabedor – cosa impropia en él – de lo que de él se decía, se propuso:
- Tengo que aprender a freír un huevo.
Tan ignorante era que desconocía el significado de las palabras “huevo” y “freír”, y se puso a indagar, consultando a unos y a otros.
Era ignorante, pero no analfabeto. Adolecía de “déficit de comprensión lectora”, no obstante se decidió a consultar la enciclopedia. Le costaba mucho enterarse de lo que leía, dada su deficiencia intelectual, pero con paciencia y constancia acabó enterándose de lo que significaba “freír” y se empapó, no de aceite, sino de lo que era el aceite, sus variedades, el proceso de extracción… y también se enteró de la temperatura adecuada para el proceso de la fritura, así como los distintos tipos de fuegos o fuentes caloríficas, de lo que era la temperatura y su medición y las distintas fuentes de energía: leña, carbón, gas, electricidad, petróleo, solar, biomasa... llegando a dominar todos estos conocimientos, pero seguía sin saber freír un huevo.
Aprendió todo lo referente a la fritura, incluso qué utensilios eran necesarios y su proceso de fabricación, pero aún ignoraba lo que era un huevo.
De modo que se puso a leer sobre biología y, con mucha dificultad, dada su escasa comprensión lectora, acabó conociendo lo que era una célula, con todas sus partes: desde la membrana y el citoplasma, al núcleo, y cómo se dividía para acabar dando lugar a un animal completo, en este caso el pollo, o la gallina, que no hay que hacer discriminaciones.
Ya conocía los elementos necesarios; el huevo, el aceite, la sartén, la rasera o espátula aunque, como era de la Sierra del Segura y más concretamente de Riópar, le llamaba fridera, y el fuego, pero le faltaba la técnica, lo mismo que le pasa a un programa de ordenador, el software, que es un cúmulo de datos e instrucciones; pero que, si no tiene un equipo o hardware para hacerlo correr, no sirve de nada.
Pues así estaba nuestro hombre; sabía más de lo necesario sobre biología, agricultura y oleícultura, industria y energías, pero seguía sin ser capaz de poner en práctica estos conocimientos.
De modo que continuaban diciendo de él:
- Ése no sabe ni freír un huevo.
Intentó poner en práctica todos aquellos conocimientos recién adquiridos y conseguir acabar friendo un huevo.
No tenía necesidad de recolectar las olivas y prensarlas, ni sintetizar un huevo en el laboratorio, tampoco de fabricarse los utensilios, ni frotar dos palos para hacer fuego. Contaba con todo lo necesario: un cartón de huevos del supermercado, una botella de aceite de oliva virgen (aunque no sabía por qué se llamaba así puesto que las aceitunas no tenían ocasión ni tentación de ser otra cosa), sartén, fridera, un fogón de gas butano y cerillas.
Acertó en lo de abrir la botella, pese a la natural resistencia del abrefácil, y echar el aceite en la sartén. Le costó algo más encender una cerilla pero; tras partírsele tres, apagársele dos y quemarse el pulgar, lo consiguió y encendió el fogón.
Lo que ya no fue capaz de hacer fue freír el huevo. Lo había puesto en la sartén, con el aceite bien caliente porque lo había medido antes y marcaba ciento sesenta grados centígrados, pero lo había hecho con su cáscara y todo, y allí se estuvo, dándole vueltas con la fridera en el aceite humeante, como si fuera una fritura de carne o pescado.
El susto que se llevó fue morrocotudo, porque el huevo acabó estallando y poniendo todo perdido de clara, yema, cáscaras y aceite hirviendo, además tuvo que ser atendido de múltiples, aunque pequeñas, quemaduras, y la gente decía:
- Si es que no sabe ni freír un huevo.
Renunció, finalmente a sus intenciones de aprender a freír un huevo pero, gracias a ellas, había aprendido muchas cosas y ya no era un ignorante. Aunque nunca se libró de la maledicencia ajena:
- Ése no sabe ni freír un huevo.
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