En este capítulo vamos a hacer un flashback en donde conoceremos las causas de la inquina de Barbanada, Big y seis de sus compañeros respecto a Patacorta y las penurias que pasaron en su juventud.
También descubriremos quienes fueron los pioneros de una práctica tan natural hoy en día como es el nudismo.
También descubriremos quienes fueron los pioneros de una práctica tan natural hoy en día como es el nudismo.
8.- AL MANDO DE PATACORTA
La animadversión entre Patacorta y
los tripulantes de El Bergante venía de muy lejos. Venía de los
tiempos en que José Brown, al que llamaron luego Barbanada, y Bull
Big, eran jóvenes, con deseos de aventura y andaban buscando algún
barco para enrolarse. Se habían conocido en una taberna de Sandy
Bay, un lugar en donde acudían aquellos que buscaban trabajo, y se
cayeron bien mutuamente desde el primer momento.
Dos amigos tan diferentes y por ello
tan complementarios. El uno era el paradigma de la fuerza y el otro
de la inteligencia. Ello no quiere decir que el otro careciera de
fuerza: en uno dominaba la potencia y en el otro la técnica. Tampoco
quiere decir que el otro estuviera privado de inteligencia, sino que
lo que en uno era el impulso, en el otro era la reflexión.
Ambos eran jóvenes, con una educación
y una formación alta para aquellos tiempos que corrían, y sentían
un gran respeto por la vida ajena y aún más por la propia. Pero
tuvieron la desgracia de llegar a Port Royal y enrolarse en “El
Papagayo”, un viejo cascarón corsario al mando de August Harris al
que llamaban Patacorta. Se comentaba que aquel pecio no aguantaría
dos travesías más, y es por ello que Patacorta había encargado la
construcción de un bergantín dotado con los últimos cañones y
adelantos.
José Brown y Bull Big habían visto
el armazón de la quilla en el astillero e imaginaron, con razón,
que sería una belleza de barco. Ambos soñaron, desde ese preciso
instante, en qué debía sentirse si ellos tuvieran la suerte de
poder pilotar aquel bajel.
Pues, como decíamos, ellos y otros
jóvenes incautos se habían enrolado en El Papagayo y el Capitán
Patacorta tenía que partir pronto en busca de una nueva presa a fin
de poder pagar al Almirantazgo su porcentaje del corso para la
protección o la pasividad de su flota, así como afrontar los
primeros pagos de su nueva nave en construcción, aunque pasaría aún
mucho tiempo en acabar de pagarla y poderla hacer al agua.
Un día, bien de mañana, El Papagayo
se hizo a la mar. Cada cual empleó sus mejores cualidades: Bull Big
su poderosa fuerza y José Brown su mente despierta y su ingenio.
A los pocos días avistaron una nave
de carga, pero la tuvieron que dejar marchar porque enarbolaba
bandera inglesa.
La travesía se estaba haciendo
monótona y el viento en calma provocaba en unos el abatimiento y en
otros la belicosidad. Hasta que el vigía avisó de la presencia de
una carraca española y solitaria. El Capitán ordenó soltar todo el
trapo y, aún con aquella leve brisa, casi imperceptible, le dio
alcance en poco tiempo sin darle oportunidad de escapar.
Antes de abordarla, ordenó largar un
cañonazo de aviso que no tuvo respuesta alguna y, al poco, la
carraca arrió el pabellón en señal de rendición, siendo abordada
sin resistencia.
Patacorta hizo revisar todo el barco y
encontraron sólo una carga menguada de cereal, algodón, y pescado
en salazón, pero nada de oro y joyas. Esto le encolerizó, hizo
acarrear a los propios tripulantes de la carraca todo aquello que
tuviera algo de valor a las bodegas de El Papagayo, y luego ordenó a
su gente que los arrojaran a todos por la borda como pasto de los
tiburones y que luego le prendieran fuego al barco.
- Yo no soy un verdugo -
saltó Big
José se puso de su parte
- Podemos ser ladrones, piratas,
corsarios, filibusteros… o lo que sea, pero no somos asesinos
La verdad es que en su vida jamás
habían matado a nadie: Big los ponía a dormir con un solo golpe de
sus fuertes puños, y José sabía golpear en unos puntos del cuello
y quedaban fulminados, pero vivos.
Aquella insubordinación provocó las
iras de Patacorta y a punto estuvo de ordenar que los echaran por la
borda a ellos también; aunque, con una sonrisa malévola, acabó
diciendo:
- ¿De modo que queréis proteger a
esta escoria?. Pensaba tiraros también a los tiburones, pero eso
sería una muerte muy rápida, de modo que vamos a hacer algo mejor y
más lento.
Conocía muy cerca de allí una
pequeña isla que, como mucho, podría sustentar a dos personas. Ya
se los imaginaba, y se regodeaba con ello, comiéndose los unos a los
otros.
Desembarcó en aquella isla a los seis
tripulantes de la carraca que quedaban vivos y a sus dos defensores.
Sin armas ni provisiones, sólo con lo puesto les dejó, y partió en busca de
una presa mejor.
Lo primero que hicieron, por
indicación de José, fue recorrer toda la isla en busca de recursos
y refugio. En la parte norte encontraron al pie de una pequeña
montaña pelada, que en tiempos debió ser un volcán, un manantial
que podía ser suficiente para no morir de sed.
La vegetación se reducía a unos
cuantos cocoteros y unos mangles, pero había también unos arbustos
con unas pequeñas bayas rojas y Doug Adams, el cocinero de la
carraca, los identificó como comestibles. De todos modos, con unos
cuantos cocos y unas bayas no tenían ni para una semana y no sabían
cuanto tiempo les tocaría permanecer allí.
Justo donde se encontraban los
cocoteros había una playa de arena suave en la que descubrieron
algunos moluscos, y pensaron que podrían conseguir también algo de
pesca, siempre que no hubiera tiburones por allí cerca.
Aparte de las provisiones y el agua,
lo primero era conseguir armas o algo parecido, también un refugio o
resguardo, aunque esto último no era tan imprescindible en aquel
clima tropical. Como mucho podrían apañarse con unos sombrajos para
protegerse del sol.
No tenían ni un mísero cuchillo para
cortar ramas y hacer algún arpón para pescar y, aunque aquellos
arbustos de las bayas tenían unos tallos largos, rectos y fuertes,
lo difícil sería hacerles punta. Cortarlos no fue un gran problema,
Big tronchó unos cuantos y, por la parte de la fractura, quedaban
unos picos astillosos y punzantes que podrían atravesar
perfectamente a cualquier pez, de modo que probaron de arponear
alguno con éxito variable.
Poco a poco se fueron acomodando y
consiguiendo pesca. En las orillas y en la playa había restos de
maderas arrastradas por la resaca, las sacaron para que se secaran al
sol y apilaron un buen montón. Buscaron por toda la isla cualquier
cosa que pudiera arder: troncos caídos, ramas, hojas de cocotero,
cocos secos, matorrales... y lo apilaron también. Con aquello
tendrían para mantener un pequeño fuego por bastante tiempo y para
cocinar el pescado.
Por lo que respecta a los cocos, uno
de los tripulantes salvados, llamado Jack Spider , que tenía la
habilidad de trepar como una araña, se encargaba de proporcionarles
su agua y su carne. Las cáscaras, una vez secas, resultaron un buen
material de combustión lenta para mantener el fuego durante mucho
tiempo como si fuera carbón, aparte de servir como cuencos a falta de otro tipo de vajilla. También algunas conchas de moluscos les sirvieron de cubiertos.
Pasaban los días y parecía que la
colonia podría subsistir así mucho tiempo, aunque no se perdía la
esperanza de avistar alguna embarcación y hacerle señales. Para
eso, el marinero Spider trepaba a menudo al cocotero más alto y
oteaba el horizonte, aunque sin resultados.
También habían apilado, en lo alto
de aquella pequeña montaña, unos cuantos haces de matorrales y
hojas de cocotero para hacer una señal de humo en cuanto se avistara
algo.
Pero los días pasaban y las ropas
comenzaban a deteriorarse con el uso. José tuvo una idea que fue
sometida a votación y aprobada por mayoría. Sólo dos fueron
reacios, por vergüenza de su figura o constitución física; pero, a
fin de cuentas, ya se habían visto así muchas veces al bañarse o
pescar. Toda la ropa se lavó, secó y guardó cuidadosamente para
conservarla lo mejor posible hasta el momento en que alguien llegara
a rescatarlos.
Y así nació, en una pequeña isla
del Caribe, en una playa paradisíaca, la primera comunidad de
personas desprovistas de prenda alguna de ropa y también de
cualquier clase de calzado.
Algunos, por vergüenza, habían
comenzado a usar unas hojas grandes como taparrabos; pero, al poco,
dejaron de usarlos por su incomodidad y porque todo aquello comenzaba
a resultar de lo más natural.
Pasaron seis meses hasta que Spider
divisó una vela en el horizonte. No es que tuvieran un calendario ni
que la medición del tiempo les resultara vital, pero José se había
preocupado de llevar la cuenta.
Tan pronto avisó el vigía, salieron
todos corriendo a lo alto de la montaña con unas ramas encendidas y
prendieron fuego a la hoguera. Un denso humo blanco brotó de
aquellos matorrales y hojas y no dejó de ser advertido por la nave
que Spider había avizorado.
- Hay humo en aquella
montaña – gritó el vigía
- Parece un volcán –
dijo el segundo de a bordo – será mejor no acercarse a esa isla
- No sé – respondió
el capitán – a mí me parece el humo de una fogata. Será mejor
investigarlo. De cualquier modo, si es un nuevo volcán, seremos los
primeros en descubrirlo y divulgarlo. ¡Pronto! ¡El
catalejo!
- Aquí lo tiene, mi Capitán
- ¡Contramaestre! Eche un vistazo
e informe.
- ¡Santo Dios! ¡Están en
pelotas! ¡Cielo santo!
- ¿Qué ha bebido Manfred?
- Nada, mi Capitán, pero allá, en
lo alto hay un grupo de gente desnuda saltando en torno a una
hoguera.
- A ver, a ver… páseme el
catalejo, porque me parece que se le ha ido la mano con el ron.
- Ahí va, mi Capitán, pero le
juro que no he bebido nada
- ¡Santo Dios! ¡Sí! ¡Santo
Dios!, tiene razón Manfred, y parece que hacen señas. ¿Será acaso
una danza ritual?
- Yo no me fiaría, mi Capitán.
Igual hacen como las sirenas para atraer a los marineros y … ¡zás!
- No se preocupe, su retaguardia
está bien segura, yo más bien creería que es una petición de
auxilio. ¡Timonel! ¡rumbo a esa isla!
- No, mi Capitán, yo no me fiaría.
¿Y si luego…?
- No sea usted tan pusilánime
Manfred, ya verá como no nos hacen nada, aunque a alguno que yo me
sé de la tripulación no le importaría.
Y “Le Tulip” puso rumbo a la isla
desconocida sin temor alguno a aquellos extraños indígenas.
Tan pronto vieron que cambiaba de
rumbo y se aproximaba, bajaron corriendo a vestirse. Al principio se
hicieron un lío con las ropas; salvo las de Big que, por su tamaño,
eran inconfundibles.
Todos, una vez vestidos y calzados, se
acercaron a la playa en el momento en que arribaba una lancha de la
nave que quedó fondeada lejos. Llevaba bandera holandesa, pero a
ellos les hubiera dado igual cualquier bandera, incluso la pirata,
salvo la de Patacorta.
Aquel barco iba en dirección a Belice
y todos fueron muy bien acogidos a bordo. Además, mientras relataban
sus peripecias, pudieron comer otras cosas, algo muy diferente del
pescado, cocos y bayas que durante tantos meses había sido su única
dieta. También pudieron, después de mucho tiempo, volver a echar
algún trago de ron, con permiso de Manfred.
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