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martes, 6 de septiembre de 2016

La rebelión de los números



Las matemáticas no mienten, pero todo depende
de otros factores ajenos a los propios números.
Como pasa con las personas, los números no son
ajenos a influencias externas y, en ese momento,
la importancia de cada cual puede no ser
lo que uno se cree.

LA REBELIÓN DE LOS NÚMEROS


Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al pie

- ¿Por qué, siendo yo el primero, tengo que valer menos que los demás? - decía indignado el número uno dando saltos sobre el papel y no digo zancadas porque sólo tiene un pié - ¿El que resulta ganador en una competición no es el primero, en número uno, el as? Entonces, ¿por qué soy el de menos valor? Si hasta Dios es UNO. Ya sé que estoy delgado como un fideo, no como el ocho, pero no creo que por eso me convierta en el menor de todos los números.

- No te quejes - Le intentó calmar el cero orondo y redondo - que tú, por lo menos vales algo, pero yo… si estoy solo no valgo naaaada de naaaada y, cuando estoy acompañado, sólo valgo para algo si estoy a la derecha. Y no es que lo valga yo, porque sigo siendo cero, nada, naaaada de naaaada. Lo que hago (con la rabia que da) es darle más valor a los números que me acompañan, pero yo sigo igual, naaaaada de naaaada. Y fíjate que soy un número perfecto, redondo, sin principio ni fin, geométricamente bello, pero matemáticamente una nulidad. Sólo si me pego a otro cero tengo un valor infinito, pero el gandul del ocho se apropia del infinito cuando se acuesta.



Así hablaban el número uno y el número cero. Ambos guarismos estaban tan orgullosos de lo que eran y de su valor, salvo el cero que era un depresivo y posiblemente con razón, que se sentían tratados injustamente, infravalorados por parte de los demás números.

Hacía mucho tiempo que todos ellos estaban revolucionados, todos tenían algo de lo que quejarse y ninguno parecía satisfecho, porque tenían tan alto grado de autoestima que a los demás los consideraban inferiores. Tan solo el nueve se sentía conforme con su valor.

El dos se consideraba la perfección, el alfa y el omega, el positivo y el negativo, el blanco y el negro porque todo se componía de dos elementos básicos que se complementaban para alcanzar el todo.

- Todo lo importante – añadía muy satisfecho – se presenta de dos en dos: Hacen falta dos para dar lugar a una nueva vida, los ojos son dos, así como los oídos. El ser humano no sería lo que es sin sus dos manos. No sé por qué el tres y los demás andan presumiendo de que valen más que yo.

- ¡Claro! Y también los orificios de las narices son dos - rió el número tres - y ¿Cómo que presumo?, el uno sí que presume de que Dios es uno y no se acuerda de que es uno y trino. Con sólo tres puntos se define un plano y el trípode es la estructura estable más sencilla. Sin mi no existiría el triángulo, que es el primer polígono.

- Pues no te quejes si valgo más que tú – le respondió el cuatro – por algo será que los animales superiores tienen cuatro patas y no tres, el hombre hace sus sillas y mesas con cuatro pies y no con trípodes. Los vientos y los puntos cardinales son cuatro, así que no te las des de importante. A mi sí que me fastidian esos números que se creen tener más valor que yo porque van detrás de mi.

- ¡Alto ahí! - contestó el cinco – el dos habla de manos, ¡qué sabrá él! pero ¿qué sería del ser humano sin los cinco dedos con el pulgar oponible?. Yo al nueve aún le veo algún derecho a compararse a mi, a fin de cuentas está a un paso de la decena que es la base del sistema métrico decimal y del que yo soy el punto medio exacto, el equilibrio, el fulcro, el fiel de la balanza, el centro y los demás sois extremistas. El seis, total, no es más que un nueve puesto cabeza abajo.

- ¿Cómo dices? - rugió indignado el seis - si hasta las abejas saben que el hexágono es el polígono ideal para hacer sus panales, porque es un polígono perfecto. Y según la cábala el seis representa la belleza.

- Sí – le interumpió el siete – pero yo soy el número sagrado por excelencia, sin olvidar los siete sabios de Grecia, las siete maravillas, los siete enanitos, los siete niños de

El ocho le cortó bruscamente la perorata.

-¡Otro que quiere ser más chulo que un ocho!, pero el ocho soy yo, pues nanay; para chulo yo que, hasta durmiendo, soy infinito y no como el cero que se tiene que buscar un compañero. Los chinos sí que saben cuando dicen que yo traigo la buena suerte.

- Yo soy el mayor de todos – intervino el nueve - y me debéis un respeto. Sólo si me seguís podemos hacer números mayores; pero, si os empeñáis en ir por delante, nunca alcanzaremos el mismo valor que si soy yo el que va en cabeza.

Todos se pusieron a hablar al mismo tiempo, a alzar la voz y acabaron discutiendo acaloradamente

- Yo, junto con el cero, hago que funcionen los ordenadores

- Yo soy la dualidad, el ying y el yang

- ¿Qué sería del espacio sin las tres dimensiones?

- ¿Y las cuatro estaciones no son importantes?

- ¿Qué sería de la música sin el pentagrama?

- ¿Cómo se mediría el tiempo en minutos y segundos sin mi?

- ¿Y cuántos son los días de la semana? ¿y las vidas de un gato? ¿y los colores del arco iris? Y al cinco le tengo que decir que de qué serviría el pentagrama sin las siete notas musicales.

- Vale, pero recuerda que también son siete los pecados capitales. Y no eres nadie si no tienes ocho apellidos…

Y ahí se montó un buen lío de números revueltos, hasta que, de improviso:

¡Orden! - sonó una voz aguda y minúscula que parecía venir de ninguna parte. Se trataba de una pequeña coma que, al ver que se detenía la trifulca, ordenó de forma enérgica, impropia de su pequeñez:

- ¡A numerarse! ¡Ar!

Todos comenzaron a cantar sus nombres:

- Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve

Al cero no le habían dado ocasión de intervenir porque el uno se le había adelantado; así que, al final, consiguió decir con voz grave:

- Cero

La coma se les quedó mirando muy seria y les dijo:

- Me avergüenza que os comportéis así. Todos sois importantes; por esas cosas que habéis dicho y por muchas cosas más que no habéis dicho, pero lo más importante es vuestro valor aritmético. Sin vosotros no habría matemática, ni orden, ni organización. Pero nadie debe sentirse superior a otro, sólo diferente. Veis que el cero; que no tiene valor aritmético por si mismo, se ha numerado el último, pero es tan importante como cualquiera de vosotros, o incluso más. El cero por sí solo es capaz de multiplicar vuestro valor por diez; y, acompañado por otros ceros, llegar hasta el infinito. Sí ocho, no me mires así, hasta el infinito, y no hace falta que te tumbes. Pero, con mi ayuda, el cero, ese número sin valor puede haceros diez veces menores o, con otros ceros, reduciros a algo infinitesimal, imperceptible. Por separado no seríais nada, pero juntos sois el origen de la ciencia, de lo habido y por haber.
Los números, avergonzados, se agruparon en un conjunto cerrado y se pidieron perdón mutuamente.
Así acabó la pugna entre los números gracias a la intervención de algo tan ignorado y tan poco valorado como la coma.
Así que; si hoy podéis contar, si sabéis qué día es, en qué escalera y piso vivís o en qué página del libro estáis leyendo... porque vosotros leéis libros, ¿verdad?, se debe a la intervención de una coma, algo insignificante, pero determinante.





Y la próxima semana:
 LA MOSCA DE LA TELE

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