obligará a cambiar de planes
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HACIA EL SOL PONIENTE 2
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El
grupo de los seis regresaron a la Ruta de la Seda a encontrarse con
Saburo y Kaito que les esperaban con una buena fogata en uno de los
cenadores con que contaba aquella avenida de moreras. Las brasas
estaban a punto y estaban asando unos pescados desconocidos para
ellos, aunque previamente habían cortado finas lonchas de las partes
más sabrosas y las habían preparado con aquella salsa salada y
aquel puré verde y picante que tanto le había gustado a Esmeralda.
Esta vez no iba nadie a dejarles sin hojas de morera, pero corrían el
peligro de no poder acompañar el pescado con su tradicional rábano picante.
Aquella
noche, tras la cena en la que la única que se quedó con hambre fue
Zafiro, tardaron mucho en echarse a dormir. Pasaron horas
escuchando a Fan y Merto relatando sus aventuras y, especialmente,
todo aquello que hacía referencia a la capa que le habían regalado
y que les había salvado la vida en más de una ocasión.
A
la mañana siguiente, bien temprano, Saburo les acompañó al puerto.
El Hipocampo ya había partido, pero les dirigió hacia una especie de
velero ligero con una sola vela cuadrada del que dijo se llamaba Sol de
Retirada, y les presentó al Capitán Takuma.
Les
recibió amablemente, para ellos quizá demasiado amablemente, con
reverencias y una gran sonrisa, y los invitó a subir a bordo. Iban a
partir pronto; el horario era sagrado y más importante que la
hospitalidad, aunque ésta también lo era.
Ni
el Capitán ni la tripulación se extrañaron ante la presencia de las
Joyas de la Corona. Parecía como si lo encontraran de lo más normal
y, tanto Fan como Merto, lo comprendieron al llegar a la Isla
Imperial tras una travesía que no se prolongó más allá de dos
horas.
En
el puerto colgaban banderolas de peces movidas por el viento y,
mirases donde mirases, había representaciones de unos monstruos
serpentiformes que allí llamaban dragones y que eran muy respetados.
Se
despidieron del Capitán Takuma y éste les dijo antes de
desembarcar.
-
Honorables orientales, contad conmigo cuando queráis regresar a Los
Telares. Esta ruta la hago tres veces al día y en el Sol de Retirada
tenéis plaza.
Le
agradecieron su generosidad y Merto le entregó una de sus navajas,
que el Capitán aceptó con mil reverencias.
Y
allí estaban, al sur de la isla, en un amplio golfo cerrado por unos
acantilados que parecían los cuernos de un búfalo de la estepa, y
ante ellos se abría una instalación portuaria, más activa aún de
lo que habían visto en Los Telares.
Aquello
era agobiante; el ir y venir de gentes, carros, carretas,
carretillas, cargando y descargando las naves y tomando la amplia
ruta que llevaba a la Capital del Imperio, producía vértigo.
Casi
empujados por aquella vorágine, se internaron en aquella ruta que se
perdía a lo lejos, arrastrados por otros caminantes, carros,
carretas, carretillas,… un río humano hacia un destino, para ellos
incierto. Hubieran querido salirse de aquella riada y caminar campo a
través, pero allí no había campo, sólo aquella especie de magma fluido que arrastraba todo a su paso. A
ambos lados de la ruta se sucedían las edificaciones, todas ellas de
una sola planta, todas ligeras, de bambú y otros materiales
livianos, pero ni un palmo de tierra libre. Esmeralda estaba teniendo
problemas, aquel terreno no permitía clavar sus raíces, en el
hipotético e improbable supuesto de que pudieran detenerse, porque
era de guijarros apisonados.
Zafiro
alzó el vuelo. Ella sí era libre, y abandonó aquella especie de
glaciar que avanzaba en bloque, lentamente, y sin que hubiera
posibilidad de abandonarlo. Se perdió en la distancia y
regresó haciéndoles señales en dirección a una de las
edificaciones que bordeaban aquella ruta, descendió sobre aquella
casa como indicándoles que se reunieran con ella abandonando la ruta. Empujando todos juntos consiguieron dificultosamente abrirse paso hacia el borde de aquella masa en movimiento y
pudieron llegar a donde les esperaba Zafiro.
La
puerta y buena parte de la edificación estaba derruida, de modo que
pudieron penetrar en una pequeña vivienda abandonada hacía tiempo.
Atravesaron las ruinosas habitaciones, desprovistas de muebles y
hasta de estores, acabando en un pequeño jardín abandonado y
cubierto de malas hierbas, aunque para Fan todas eran buenas para
algo.
A
partir de allí había otras muchas casitas y, entre ellas caminos, y caminos, y caminos, y casitas, y casitas, y casitas, la
mayoría parecían habitadas. Uno de los caminos discurría paralelo a la gran
ruta, pero por él no se veía a casi nadie. Podían seguir aquel camino o
alejarse más de la ruta principal, y fue Esmeralda quien tomó la
decisión. Ellos no tuvieron más que seguirla, alejándose más y
más de la tumultuosa aglomeración y dejando atrás casas y más
casas, hasta que: ante su vista se extendía un profundo valle y una vastísima ladera multicolor y
al fondo una montaña cónica, tan alta que unas nubes le dibujaban
como una corona en la cima.
Todo
aquel colorido se prolongaba hasta la falda de aquella lejana montaña,
y en lo más profundo del valle se dibujaban riachuelos, senderos y
puentes de madera con tejadillos. Fan recordaba muy bien aquella
visión y no le suscitaba temor alguno, eran otras visiones las que
le atemorizaban.
Todos,
menos Zafiro que se lanzó en picado hacia un inmenso campo de color
amarillo, se quedaron extasiados contemplando aquella singular
belleza. Poco a poco fueron apreciando pequeños detalles. Entre
aquellos campos multicolores se movían figuras diminutas.
Fan
pudo reconocer algunas de las plantas que allí se cultivaban, porque
aquello evidentemente eran cultivos. Las plantas silvestres no saben
de geometría, ni de decoración. Pudo apreciar campos de cerezos y
ciruelos blancos y rojos, azaleas, peonias, lilas, gladiolos y sobre
todo de crisantemos de muchos colores. Algunas de las plantaciones no
estaban en floración en aquel tiempo y predominaba el color verde, aunque muy diversas tonalidades de verde,
pero otras estaban en plena producción y brillaban los colores
amarillos, blancos, rojos,…
-
En Alandia tendrían mucho que aprender – dijo Fan – aunque lo de
allí es más suntuario.
Esmeralda
regresó ahíta de néctar y les hizo señales en dirección al este,
pero ya era tarde y decidieron hacer noche allí. El Sol comenzó a
ponerse tras aquella montaña cónica y sus últimos rayos daban a
los cultivos, en sus estertores, unos matices entremezclados que
ningún pintor hubiera sido capaz de reproducir. Y allí se quedaron,
contemplando como el Sol desaparecía, aquella borrachera de colores
y aquella paz incomparable, sin reparar en que estaba oscureciendo.
Suerte
tuvieron de que la Primera Luna estaba llena y no tardó en salir, de
modo que pudieron preparar algo para cenar Fan, Merto y Rubí. Los
demás no tenían ningún problema en aquel entorno.
A
su espalda podían ver, en la ruta y sus alrededores, una miríada de
luces compitiendo con las estrellas que la luz de la Luna velaba. Los
campesinos se habían retirado a sus casitas y se disponían a cenar.
Poco a poco se fueron apagando y sólo quedó la luz radiante de la
Primera Luna y un cuarto de la Segunda que comenzaba a asomar.
Si
maravilloso fue el espectáculo de aquellos campos en el ocaso, el alba no tenía nada que envidiar y la franja tocada por el sol
naciente se iba desplazando y encendiendo los colores, poco a poco,
en la medida que se iba iluminando todo desde la cima más alta de
aquella montaña hasta lo más profundo del valle.
Desayunaron,
recogieron todo y se pusieron en camino hacia oriente, siguiendo la
ruta que iba marcando Esmeralda. El Sol les deslumbraba al principio
pero, al poco, se elevó lo suficiente como para caminar sin problemas.
A
la derecha se podía ver la ruta que habían abandonado, bordeada a
todo lo largo por una franja de casitas a ambos lados. A lo lejos
aquel río humano desembocaba en una especie de lago, pero ni era
río, ni era lago. Una gran ciudad era el final de la ruta que partía
del puerto.
Cuando
estaban a punto de llegar, desde una altura, pudieron ver en toda su
amplitud aquella enorme ciudad. A la vista de unos aldeanos como ellos, aquello
era indescriptible y se perdía en la distancia, era mucho mayor que
Alandia y Hénder juntos y ni tan siquiera aquello les servía como
punto de referencia para una comparación.
Entre
toda aquella extensión de casitas bajas, del mismo estilo de las que
ya habían visto en Los Telares y a los dos lados de la ruta, se
destacaba un enorme espacio ajardinado, con altos muros y una gran
edificación en el centro, de una sola planta pero de enorme
superficie.
Poco
a poco se fueron aproximando a la ciudad. Aquella riada proveniente
del puerto se iba diluyendo conforme llegaba a los arrabales de la
ciudad, hasta acabar desapareciendo engullida por aquella inmensa
urbe.
Se
incorporaron a la ciudad desde un barrio periférico, idéntico a
cualquier otro, y se encaminaron hacia el centro en el que suponían
se encontraba la residencia del Emperador. Las calles eran un
hervidero de gentes apresuradas que, sin embargo, no daban la
sensación de tener prisa; del mismo modo que miraban sorprendidos a
aquel extraño grupo de forasteros, pero sin dar muestras de
extrañeza y con rostros inexpresivos e inescrutables.
Llegaba
la hora de comer y entraron en uno de los muchos establecimientos
como aquel que habían visitado en Los Telares, al que les había
llevado el Capitán. También estaban anunciados con coloridas
banderolas y extraños signos que no fueron capaces de leer, así
como con farolillos de diversas formas y colores. La comida era idéntica
a aquel otro lugar y transcurrió de la misma manera, con Esmeralda
absorbiendo por sus raíces aquella especie de puré verde,
rabiosamente picante, y con Zafiro libando el almíbar de los cuencos
de fruta.
La
tarde la pasaron recorriendo las calles, aquellas calles
interminables, iguales y tomadas por multitudes que les miraban, pero
que seguían sus erráticos caminos, como las hormigas. Buscaban también
algún lugar en que pasar la noche y acabaron dando con un parque
público en el que había niños jugando y ancianos reposando en unos
bancos de troncos. Había tierra, césped, flores y un pequeño
bosquecillo en el que decidieron pernoctar. En otro extremo del
parque había un estrado con decorados, rodeado por una multitud. Se
estaba representando un espectáculo de mímica en la que unos
personajes, luciendo bellos ropajes y extrañas máscaras, accionaban
pero no emitían sonido alguno, sólo se oía el chirriar de unos raros instrumentos de una sola cuerda, acompañados por
campanillas y otros instrumentos de percusión desconocidos para
ellos. Permanecieron en silencio un buen rato mirando. El público
estaba extasiado, inmóvil, pero ellos no entendieron nada. Debía
ser algo simbólico o tradicional.
Les
hubiera gustado conocer al Emperador, pero allí era más difícil
que conocer al Rey de Alandia o de Hénder. Más que un gobernante
parecía una figura divina y parecía que era adorado por su pueblo. Habían
preguntado si era posible verlo, pero les contestaron:
-
El Muy Honorable Emperador del Sol Poniente no recibe extranjeros;
pero os podéis entrevistar, honorables orientales, con alguno de sus
ministros. Acercaos a la Ciudad Prohibida y pedid audiencia.
-
¿Y podríamos conseguirlo pronto?
-
Lo lamento, honorables extranjeros, pero las cosas de palacio van
despacio y puede tardar unas semanas por lo menos.
-
Muy agradecido, honorable occidental.
-
Gracias a usted, honorable oriental
Y
los despedían con unas cuantas reverencias y ceremonias.
Fan
comentó
-
Me parece que aquí no vamos a sacar nada más en este hermetismo
occidental, un pueblo cortés y educado, ciertamente, pero muy
cerrado. ¿Que os parece si mañana temprano vamos al puerto en busca
de el Sol de Retirada y a ver si el Capitán Takuma nos quiere devolver al
continente?
-
Me parece muy bien. Aquí no conocemos a nadie y no hay nada más que
ver. Ya están bastante apretados en esta isla y yo prefiero
horizontes despejados.
-
Pues de anchos horizontes te vas a hartar hasta que lleguemos a Aste.
Los
demás no dijeron nada, pero Fan supo que estaban de acuerdo con la
propuesta.
La
tarde declinaba, el espectáculo había terminado y los espectadores
se diluían en la gran ciudad, mientras que los artistas recogían
sus bártulos y acabaron marchando también. Los ancianos habían abandonado sus bancos y los niños sus juegos, dejando el parque
solitario y silencioso, salvo el rumor que llegaba de la ciudad.
En
la ciudad comenzaron a iluminarse, en cada casa, farolillos de
colores, y nuestros amigos se encaminaron al
desierto bosquecillo, tomaron algo ligero de cena mientras el Sol
caía por detrás de los tejados. ¡Qué diferencia de paisaje con
aquella puesta de sol de la noche anterior!
Se
echaron a dormir y el rumor de la ciudad, que allí se escuchaba
remoto y amortiguado, fue cediendo el paso al insistente canto de los
grillos. Esmeralda tuvo que sacudirse unos cuantos que pretendían
darse un banquete con sus hojas.
Cuando
comenzó a clarear reapareció el sordo rumor de la ciudad y se fue
intensificando. Allí no había gallos que les despertaran, pero el
estruendo de las carretas que se dirigían al puerto hizo la misma
función. Desayunaron apresuradamente y se pusieron en camino. El
bosquecillo aquel quedó tal como lo habían encontrado: deshabitado
y libre de cualquier señal de su presencia allí.
Conforme
se aproximaban a la ruta del puerto vieron confluir, de calles y callejas:
personas, carretas, carros, carretillas,… y se iban incorporando a
aquella densa riada de la que era imposible escapar, allí había que
dejarse llevar a la misma marcha del convoy.
Antes
de integrarse en aquella humanidad en movimiento, dijo Merto:
-
Yo ahí no me vuelvo a meter. Ya sabes que las aglomeraciones no me
gustan. Me sentiría como si fuera en la mochila a revueltas con las
provisiones y las Joyas de la Corona. ¿No podríamos regresar por
donde vinimos?
-
Sería dar mucho rodeo si regresamos a las plantaciones, pero pienso
que podríamos tomar entre las casas por una de esas calles paralelas
a la ruta, que no sé por qué no circula apenas nadie por ellas.
Y
así lo hicieron. Se desviaron a la derecha y encontraron una calle que se perdía distante en la dirección apropiada. La siguieron sin
encontrar casi a nadie; posiblemente sus moradores se encontraban en
la ruta del puerto o trabajando en las plantaciones. Acabaron
llegando en pocas horas al cuerno Oeste del golfo que cerraba el
puerto. Tardaron mucho más en llegar a los muelles centrales, donde
el Capitán Takuma les había dejado el día anterior y donde les dijo que solía atracar
habitualmente. Las labores portuarias se desarrollaban con una
intensa actividad: idas y venidas, cargas y descargas, casi les
atropella una carreta, en varias ocasiones tropezaron con
estibadores que, cargados con sus fardos, no veían por donde iban.
Pero acabaron llegando a los muelles centrales dedicados a la ruta de
Los Telares, y Sol de Retirada no estaba atracado por allí; aunque,
tal como había dicho el Capitán Takuma, no tardaría en llegar en
uno de esos viajes que solía hacer cada día.
Encontraron
un rincón aislado en donde comer algo y esperaron. Zafiro alzó el
vuelo y sobrevoló el corto espacio que separaba la Isla del Continente. A su regreso intentó comunicarles que había visto el barco
a escasa distancia, a punto de doblar el cuerno Este del golfo y
pronto atracaría, pero no sabía hacerse entender. Intentó hacer
como las abejas cuando en la colmena señalizan la localización de
las plantas en flor que habían descubierto. Volaba describiendo un
ocho, con el eje en dirección al cuerno de entrada y ejecutaba el
vuelo agitando las alas a gran velocidad, queriendo indicar que
estaba a corta distancia. Ni Fan ni Merto entendían el lenguaje de
las abejas , pero sospecharon que les estaba avisando de haber visto
el barco. Salieron de su refugio y se abrieron paso dificultosamente
hasta el muelle, que en aquel momento tenía libre uno de los
amarres.
Tuvieron
suerte o acertaron, porque no tardó mucho en atracar allí el Sol de
Retirada. Se apartaron para dejar espacio y que pudieran hacer las
tareas de amarre sin estorbarles. Los marineros colocaron la pasarela y comenzaron las febriles
tareas de intercambio de mercancías. Unas carretas esperaban para
llevar a la capital el contenido de la bodega mientras que otros se
afanaban en subir al barco un rimero de cajas, cestas, sacos y fardos
apilados que aquellas carretas habían descargado primero.
El
Capitán estaba en cubierta, supervisando las labores, y no quisieron
interrumpirle. Cuando ya se hubo calmado todo un poco, subieron por la
pasarela y fueron a su encuentro.
-
Buenos días Capitán – dijo Fan iniciando una torpe reverencia.
-
Buenos días, honorables orientales. ¿Ya están de vuelta?
-
Sí. Hemos visto los campos de cultivo y esa gran montaña, la
Capital también, aunque no hemos podido ver al Emperador –
dijo Merto
-
Pocos le han visto en persona; y hablar con él… nadie de fuera de
la Ciudad Prohibida lo ha podido hacer. Yo tampoco lo he visto, salvo
tras las cortinas de un palanquín. Son bellos los campos de cultivo
¿verdad? Y nos proporcionan alimentos para vivir y flores para
alegrar esa vida. Y la Montaña Sagrada nadie ha podido aún
escalarla aunque algunos lo intentan. Y ahora… ¿Desean regresar a
Los Telares o se esperan al próximo viaje a última hora de la
tarde? , porque partiremos pronto.
-
Si no le importa, nos gustaría marchar ya. Aquí no hacemos nada,
aparte de estorbar a los que trabajan; de modo que, si nos lo
permite, le estaríamos muy agradecidos por llevarnos.
-
¡Pues adelante!
Comenzaron
a izar la vela y soltar amarras. Sol de Retirada se separaba del
muelle y lentamente ponía rumbo al Cuerno Este para enfilar luego
hacia Los Telares.
Llegados a Los Telares, la
comitiva abandonó el barco, una vez realizadas las labores de
estiba, tras ceremoniosas despedidas, y se pusieron en marcha hacia la
avenida de las moreras o Ruta de la Seda, como la llamaban. Fan
pretendía llegar a la orilla del Gran Lago antes de anochecer, pero
sus planes se fueron al traste.
Atareados
en las moreras, recolectando hojas, había un equipo de trabajadores
y entre ellos se encontraba Saburo, por lo que tuvieron que hacer una
parada. Quería tener noticias del viaje a la isla. Él nunca había
tenido ocasión de visitarla, pese a estar tan cerca, y Merto le puso
al corriente de todo. Mientras tanto, para que Saburo pudiera dejar
el trabajo en tanto que éste hablaba con Merto, Fan le sustituyó, trepó a una
morera y comenzó a llenar un saco de hojas. En eso de trepar a los
árboles era un experto y, en poco rato, ya tenía hecho el trabajo.
-
Fan – le dijo Saburo – mejor será que te marches pronto
porque si te ven los jefes y te contratan, nos dejarás sin trabajo.
Y
rieron todos. Pero entre charlas y entre risas comenzó a caer la
tarde y ya no valía la pena partir hacia el Gran Lago. De modo que,
como la otra vez, se quedaron a cenar con el equipo, al que se sumó
Kaito, y luego hicieron noche con ellos, tras relatar una vez más
sus aventuras.
Ya
bien temprano, se pusieron en camino. Al despedirse de los dos
amigos, Merto les entregó una navaja de las suyas a cada uno y ellos
no sabían cómo correponderle.
-
Ya habéis hecho bastante por nosotros: nos habéis hecho de guías
en las instalaciones, invitado a cenar y facilitado el barco para ir
y volver a la Isla, de modo que nosotros aún estamos en deuda con
vosotros.
A
media tarde ya se encontraban a la orilla del lago. A Merto, tras
haber visto el mar, no le impresionó tanto, pero se estuvo un buen
rato contemplando sus azules y quietas aguas, mientras que Fan buscaba una
barca apropiada para los cinco, porque Zafiro ya debía estar
esperándolos en la otra orilla.
Esta
vez Fan no debía preocuparse de cómo atravesar el lago: ni
Diamante, ni Esmeralda corrían peligro alguno. Afortunadamente
encontró una en que cabían todos y con dos remos, así que podrían
hacer la travesía de una sola vez. El lago era muy amplio, Fan se lo
conocía muy bien y sabía que con un solo remero se les podría
hacer de noche, y a aquella hora con dos también, así que decidieron quedarse a
dormir en la orilla al abrigo de unas barcas. Zafiro, viendo que
no llegaban, regresó y se reunió con el grupo.
Bien
temprano echaron la barca al agua y, remando los dos, consiguieron
llegar a la otra orilla a la hora de cenar. Durante la travesía habían parado a comer y siguieron remando con todos sus fuerzas por lo que, a su llegada, comieron algo ligero y se arrebujaron en la manta y la capa quedándose profundamente dormidos, agotados por el esfuerzo. Desde allí se abría el
Camino de Alandia que conducía al Puente sobre el río Far. Bien de mañana emprendieron el camino y aún tuvieron que pernoctar dos noches hasta que, antes
de llegar al Puente, se suscitó una duda:
-
Ahora se nos presentan tres caminos posibles: Regresar a Aste,
acercarnos a Alandia o visitar la Cabaña del Mago – dijo Fan
-
Yo preferiría no ir a Aste, y creo que en la mochila puse pescado
salado y patatas que no hemos gastado. O podríamos visitar la Cabaña
primero, porque no debe estar muy lejos.
-
Es cierto, está cerca.
-
Pues vayamos a verla
-
¿Realmente tienes interés en visitar la Cabaña?, porque no es más
que una casucha solitaria, abandonada hace tiempo, y sin ningún
aliciente.
-
Siendo así no parece que valga la pena, pero pienso que a las Joyas
sí que pudiera gustarles ver en donde se desencantaron ¿les
preguntamos?
-
No sabría cómo, aunque lo entienden todo, creo que lo mejor es
dejarles y que elijan ellos el camino.
De
modo que se sentaron a esperar saber en qué dirección partirían.
El
primero, seguido de Diamante, en echar a andar fue Rubí, luego
Esmeralda, y Zafiro les seguía dando cortos vuelos. Tomaron, sin
dudar, el camino de la Cabaña. Hicieron noche al pie de aquel monolito de piedra a medio camino de la cabaña y al amanecer, las Joyas parecían inquietas, parecía como si algo les atrajera hacia allí y les empujara a emprender el camino cuanto antes. De modo que partieron sin casi tiempo a tomar nada.
Cuando
dejaron bien atrás el monolito, vieron la cabaña a lo lejos; y Zafiro, de un
vuelo, se posó en el tejado. Rubí y Diamante emprendieron el trote,
mientras que Fan y Merto se tuvieron que adaptar al pausado andar de
las raíces de Esmeralda, pero al final llegaron todos, se reunieron
frente a la puerta y Fan les dijo:
-
Vosotros esperad afuera. Ven Merto, echemos un vistazo
El
interior estaba como Fan lo había visto por última vez, aunque con
más polvo y telas de araña. Allí no había nada que ver, pero
Merto comentó:
-
Si limpiáramos un poco las telarañas, podríamos hacer noche aquí.
Siempre será mejor que en el camino.
-
Es que no me atrevo a dejarles entrar. Aún recuerdo lo que pasó la
primera vez que entraron. ¿Y si queda algo de magia residual, como
pasaba en Serah, y vuelven a convertirse en piedras?
No
acababa de decir aquello cuando Esmeralda, curiosa, avanzó un
zarcillo de una de sus raíces explorando la puerta y… ¡pop! desapareció la col y una piedra de color verde intenso cayó al
polvoriento suelo, frente a la cabaña, junto con un collar con la
Flor de Lis.
Fan
recogió todo con sumo cuidado y bloqueó la puerta, interponiéndose
para que ninguno más entrara. Salió Merto, cerraron bien la puerta
y, seguidos por las tres Joyas restantes, se alejaron lo más rápido posible
de los alrededores.
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