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jueves, 24 de noviembre de 2016

RELATOS DE HÉNDER, Libro 2 (En busca de Hénder) parte 1


 Segunda parte de los Relatos de Hénder. Ahora Fan
emprende la búsqueda del mago para que le devuelva
 a sus cuatro mágicos compañeros de aventuras. En 
esta primera parte vuelve a visitar Los Telares de Cipán



En busca de Hénder




Habíamos dejado a Fan empeñado en una difícil misión, encontrar al mago y conseguir que convirtiera las piedras de la corona que llevaba en el morral en sus cuatro compañeros de aventuras.
Desde su presurosa y afortunada partida del reino No Tan Lejano, Fan llevaba muchos días por un sendero que discurría entre las Montañas Brumosas y el Gran Lago y venía a morir en el Cruce del Río Far, en cuyas inmediaciones se encontraba la senda que conducía a la cabaña del mago.
Estaba preocupado pensando en cómo enfrentarse a él y cómo éste se tomaría el hecho de que hubiera desbaratado su hechizo; pero parecía como si la corona ejerciera una influencia positiva, ya que su ánimo no decaía ni un ápice, pese a lo azaroso del viaje y lo incierto de su destino.
A lo largo de su camino se iba alimentando con las plantas, hongos, y bayas comestibles que todos en Aste conocían muy bien; y alguna que otra trucha pescada a mano en los varios arroyos que, procedentes de las Montañas Brumosas a su derecha, acababan desembocando en el Gran Lago, dando origen al caudal de los ríos Far y Calmo que nacían en aquel lago y desembocaban, el primero en el Océano del Éste o Mar del Amanecer, como también era conocido, y el segundo en el Estrecho de la Seda junto a los Telares de Cipán .
Por suerte el tiempo era bonancible y las temperaturas suaves, sólo en alguna ocasión se hubo de refugiar en alguna cueva o abrigo rocoso para protegerse de una tormenta pero, en general, el viaje transcurrió sin peligros ni privaciones y llegó, por fin, cerca de la cabaña del mago.
Se aseguró de que nadie pudiera sorprenderle; si el mago estaba allí prefería sorprenderlo él a ser sorprendido, y por eso se acercó cautelosamente, asomándose a una ventana. Aquello estaba tal como lo había visto la vez anterior y daba la impresión de que allí no había habitado nadie recientemente.
Sacó la corona del zurrón, la tomó en la mano y, decidido, atravesó el umbral esperando que esta vez se produjera el fenómeno inverso, pero la corona seguía siendo corona. Se sintió abatido por aquella contrariedad, pues había confiado en encontrar pronto al mago o que la magia que había obrado antes lo volviera a hacer y recuperar inmediatamente a sus compañeros de aventuras pero, siempre animoso, decidió hacer noche bajo techado en la cabaña y reemprender la búsqueda a la mañana siguiente, tras haber descansado del viaje.
Se levantó temprano y se puso en camino, después de desayunarse un pedazo de queso con galletas. Aquella noche había decidido recorrer los lugares por los que había pasado en sus anteriores aventuras, por si en algún lugar podía encontrar alguna pista del mago, por pequeña que esta fuera.
Al llegar al Puente del Río Far, aprovechó para hacer provisión de pescado que secó al humo, y luego se encaminó al Gran Lago, porque tenía la idea de visitar los Telares de Cipán. La vez anterior no había pasado de la Ruta de la Seda y ya que estaba cerca tenía intención de visitar las instalaciones y ver cómo elaboraban los tejidos.
En tres días se encontró a la orilla del lago, hizo noche allí al abrigo bajo una barca porque la noche refrescaba y al día siguiente tomó la canoa más pequeña que había y cruzó a la orilla opuesta. En esta ocasión el uso de la barca no implicaba condición alguna.
Había llegado en la época del engorde de los gusanos porque equipos de trabajadores recolectaban las hojas de las moreras y llenaban grandes sacos, que luego eran transportados con carretas a los almacenes de cría.
Entre los obreros que estaban cosechando las hojas, se encontró, casualmente, con unos que le reconocieron y, acercándose a él le preguntaron: 
¡Hola, amigo! ¿ya se ha deshecho del gusano gigante? 
Si; no tenéis que preocuparos por él, ahora ya no come morera ni come nada. 
¿Y los otros acompañantes? 
Esos tampoco comen ni beben nada ya. 
Y les contó a grandes rasgos sus aventuras y el destino de sus compañeros de viaje. 
En agradecimiento por haberles librado de aquel problema le invitaron a visitar las instalaciones de los Telares; y Fan, que sentía curiosidad por verlo todo, no se hizo de rogar.
Durmió aquella noche a medio camino, compartiendo cena y fogata, así como cantos y danzas populares con los recolectores de hojas que estaban acampados y al siguiente día, bien temprano, hizo el resto del camino hasta las instalaciones de Los Telares.
Gracias a las recomendaciones de los dos obreros de la escalera que se llamaban Saburo y Kaito, le enseñaron unos inmensos ponederos, donde las mariposas hacían la puesta de huevos, luego le mostraron las salas de incubación en las que por medio de calor eclosionaban los huevos y nacían los gusanos que, luego, eran trasladados a los comederos para ser cebados con las hojas de morera que llevaban en aquellos grandes sacos.
Lo que más le llamó la atención fue el bosque artificial a base de ramas que servía para las larvas que, tras hacer varias mudas, eran llevadas allí a fin de que se fijaran a los tallos y comenzaban a hilar sus capullos.
La nave siguiente le desagradó especialmente por el olor; le contaron que allí llevaban los capullos ya terminados y se ahogaban, puesto que si se les dejaba desarrollarse y romper el capullo, se destrozaban las hebras y no se podían aprovechar.
Lo más espectacular era una gran nave con filas de telares de distintos tamaños y que eran movidos por poleas, mediante unos ejes motrices accionados por la fuerza de las ruedas de paletas que había en el Río Calmo, antes de su desembocadura. Allí se llevaban las grandes bobinas de seda, tras devanar el hilo de los capullos y torcer varios juntos hasta formar una hebra continua y uniforme, se tintaban de distintos colores, se colocaban en los telares y cada uno hacía un tejido de tamaños y características diferentes. El ruido era ensordecedor porque en aquel momento estaban funcionando todos los telares a la vez. Otros tejidos eran de un blanco de base y se pasaban a otra sala en donde se dibujaban a mano preciosos, complicados y fantásticos motivos.
Más tarde le mostraron el puerto, desde donde partían las naves a la isla de Cipán, llevando al Emperador las sedas que producían, regresando con toda clase de productos y comestibles. Allí no tenían ni agricultura ni ganadería, puesto que se dedicaban exclusivamente a la seda.
Era la primera vez que Fan veía el mar, pese a no tenerlo muy lejos en su tierra, y también era la primera vez que veía a la gente de la isla, tenían unos rasgos algo diferentes y se veía incapaz de distinguir unos de otros, todos le parecían igual. Al ver allí la isla tan cercana, tras haber cruzado el Gran Lago, aquello no le impresionó demasiado.
Todos fueron muy amables y corteses y, aunque no pudieron decirle nada sobre el mago, quedó muy satisfecho con la visita. Le invitaron a comer y le dieron unos platos extraños que nunca antes había probado, pero que le resultaron muy agradables. Nunca había comido pescado crudo, tampoco algas. Eran unos sabores nuevos para él, pero le gustaron tanto que se propuso regresar algún día con su amigo Merto y enseñarle aquello.
Cuando ya se iba a despedir para seguir su viaje le insistieron en que se quedara o que, al menos, hiciera noche allí, pero Fan tenía mucha prisa en seguir con su búsqueda. Entonces le regalaron una curiosa y finísima capa de seda que, según le dijeron, estaba tejida de tal manera que por sus irisaciones hacía invisible todo aquello que cubría. También le dieron algunas provisiones en forma de galletitas y rollos de arroz con verduras que guardó cuidadosamente en su zurrón envueltas en grandes hojas de morera.
Dándoles las gracias se despidió de todos y especialmente de Kaito y Saburo y marchó tomando el camino que, siguiendo la línea de la costa, pasaba cerca de No Tan Lejano, para finalmente bordear las Montañas Brumosas y llegar a Mutts, el pueblo de la Cueva de los Silencios. 
Desde este camino sí que pudo admirar la grandiosidad del mar en toda su amplitud y magnificencia y, aunque aquella ruta le obligó a dar un gran rodeo, pensó que valía la pena. 
¡Es extraordinario! – exclamó como si estuviera acompañado, y es que en el viaje anterior se había acostumbrado a hablar a sus compañeros, y ahora lo necesitaba para no sentirse tan solo.
Cuando pasaba por las cercanías de No Tan Lejano procuró apresurar el paso, puesto que ignoraba si el rey Nasiano V seguía resentido con él y, además, aún menos quería toparse por casualidad con la pesada de Saturia, la princesa.
En un punto de la senda se encontró con un camino amplio que se veía muy transitado aunque ahora estaba desierto. Descendía desde la capital de No Tan Lejano y acababa en una pequeña ensenada con una especie de embarcadero allá muy abajo. En su apresurada huida no había reparado en ello la otra vez que pasó.
Tras otros cinco aburridos días más de camino, llegó a Mutts en las Montañas Brumosas y se alojó en la posada, donde pudo recuperarse del viaje, comer hasta saciarse con un rico guiso de cordero y dormir en un lecho mullido.
Al día siguiente preguntó al posadero: 
- Estoy buscando a un mago que vivía al pie de las Montañas y muy cerca del Río Far, ¿hay aquí alguien que pudiera darme alguna pista para poder encontrarlo? 
A usted le conozco – dijo el posadero – usted fue el que se llevó al lobo ¿verdad?. Yo estaba allí; bueno, estábamos todos. Pues yo sé quién le puede informar, vaya a la Cueva, ya sabe usted el camino. 
Y allá que se fue. En la boca de la cueva había una larga cola esperando entrar, cosa que le extrañó mucho. ¿Sería acaso que la gente entraba para hacer una cura de silencio?.
Y preguntó al último de la fila: 
¿Qué pasa aquí?,¿por qué hay tanta gente? 
¿Es usted el que se llevó al lobo?, pues desde entonces, bueno no, tiempo más tarde, esta cueva dejó de ser la Cueva de los Silencios; comenzó a hablar por los codos, tanto que para los vecinos es ahora un Oráculo que responde a todas las preguntas y ahora le llamamos la Cueva de las Respuestas, es por eso que venimos aquí a consultar sobre nuestros problemas, nuestras inquietudes, nuestros proyectos… y la cueva nos ayuda. 
Pues yo tengo que hacerle una pregunta, pero si me tengo que esperar a todos los que están aquí… 
No se preocupe, nosotros vivimos aquí y podemos venir cuando y cuanto queramos y, como usted fue el que se llevó el lobo, seguro que nadie protestará porque entre el primero. 
Y le acompañó a la boca de la cueva.
Así fue como entró sin tener que esperar y, a diferencia de la primera vez, podía oír sus pisadas, su respiración y hasta las gotas de agua que caían de una estalactita. 
¿Dónde puedo encontrar al mago que busco? 
En Hénder – respondió la cueva
Fan ignoraba donde podía estar ese sitio, conocía ese nombre pero sólo era por el nombre que la princesa daba a la corona, así que preguntó: 
¿Y cómo puedo llegar a Hénder? 
Tienes que ir hacia el Norte, salvar el Muro del Fin del Mundo y allí hallarás la respuesta. 
Por más que porfió no consiguió que la cueva le diera más detalles y marchó a la posada a recoger sus cosas para reanudar el camino. Decidió regresar a su aldea, descansar, recuperar fuerzas y acopiar provisiones para, después, continuar su viaje a Hénder.
Fue un largo y pesado viaje y por más de siete días anduvo sin descanso por el antiguo sendero que, tras bordear parte de las Montañas Brumosas se bifurcaba en dirección a Pascia, llegando a su pueblo agotado y hambriento y es que, por no perder tiempo, ni siquiera se había detenido a cazar ni recolectar alimentos y se mantuvo con lo poco que le quedaba en el zurrón.
Pasó en Aste unos días felices con Merto, su rebaño, sus perros y sus paisanos, reposando de las pasadas fatigas, recuperando energías y contando sus aventuras en las tertulias vespertinas que tenían lugar a diario en la calle, pero no tardó mucho en ponerse en camino, no sin llevarse una buena bolsa de provisiones.
Merto, su amigo, insistió en acompañarle para que no hiciera solo aquel viaje tan peligroso, pero alguien se tenía que quedar con el rebaño, y como no encontraron quien se hiciera cargo, se resignó otra vez a quedarse, aunque a regañadientes, no sin arrancarle la promesa solemne de que en el próximo viaje le acompañaría.
Tomó el camino que conducía hacia la frontera de Alandia y, en unos días sin incidentes y, tras pasar el Puente sobre el Far y el Páramo Gris acabó llegando a los famosos Jardines que ya conocía; donde los jardineros, agradecidos por haberles librado de la col, le entregaron unas semillas desconocidas y se las guardó en el fondo del zurrón pensando en sembrarlas cuando regresara y ver qué salía. Le habían contado que allí no talaban árboles para la cocina o calentarse, que aquellas semillas resolvían el problema, pero no le aclararon nada más.
Preguntó a los jardineros:
¿Alguien podría indicarme los caminos que conducen al Norte? 
Y le respondieron: 
¿Al Norte? Allí nadie ha ido nunca, es peligroso y se cuentan extrañas historias. Caminos no hay ninguno, ni siquiera se atreven los pastores a llevar sus rebaños y eso que por allí debe haber buenos pastos, pero todo el mundo tiene miedo y nadie se ha aventurado por aquel territorio. 
Pues cuando regrese tendré el gusto de informar a Su Majestad el Rey sobre los territorios que voy a explorar y qué hay de verdad o de mentira en todas esas historias que se cuentan. 
El Jefe de Jardineros, como la más alta representación del Reino allí, le prometió que; tan pronto regresara de su expedición, le conseguiría una audiencia real.
Entonces reinaba Mirto II esposo de Rosa XXIII, hijo de Roble X y de Begonia III, ya que los reyes de Alandia siempre ostentaban nombres de flores y plantas y hacían gala de su afición a la jardinería como lo demostraban sus famosos jardines y a veces hasta en su manera de hablar.
Finalmente salió hacia el Norte, campo a través. El terreno no era difícil, el pasto tierno y abundante porque era tiempo de ello, pero pensó que cuando todo aquello creciera y se secara sería un peligro por el riesgo de incendios, aunque minimizado por la falta de presencia humana que era el peor peligro. Había numerosas fuentes, por lo que no le faltó agua y tampoco caza. No le faltaban provisiones, pero no estaba de más llevar algo de carne de reserva y cazó unos conejos y alguna paloma de agua. 
¡Ah, lobo! Qué bien me vendrías ahora para ayudarme a cazar – dijo para si mismo pero en voz alta.
Las palomas de agua gustaban de dormir en las fuentes y las charcas, flotando como si fueran patos, eran fáciles de capturar cuando dormían, pero resultaban algo correosas.
A los dos días de caminar por aquellos llanos, divisó a lo lejos la línea de unas montañas y pensó que, aquello podría ser lo que dijo la Cueva, el Muro del Fin del Mundo; pero, cuando se acercó más, comprendió que no podía ser. Era una cadena montañosa, no muy alta, pero complicada de escalar puesto que, a media altura, el suelo estaba formado por lascas sueltas de pizarra con mucho peligro ya que era fácil resbalar y caer ladera abajo. 
Col, si tú estuvieras aquí seguro que extenderías tus raíces sobre las piedras y las meterías entre las grietas para no resbalar, así podríamos subir sin peligro, pero ¡qué le vamos a hacer!, habrá que ingeniárselas. 
Afortunadamente llevaba una destraleja que le había regalado Merto, y Merto entendía mucho del tema, era la persona más experta en el afilado de toda clase de herramientas cortantes. Con ella taló dos fuertes ramas de los pinos que había en lo más bajo de la falda de aquella montaña, haciendo unos bastones afilados por un extremo.
Cuando llegó a los últimos metros, los más peligrosos, con la parte puntiaguda de los dos bastones hurgaba entre las lascas de pizarra hasta que encontraba algo firme y así, poco a poco, asegurándose bien con los palos, consiguió escalar hasta la cumbre. Desde allí sí que pudo ver en la lejanía una franja en el horizonte, entre cielo y tierra, que se perdía a derecha e izquierda y pensó que podría ser, por fin, el dichoso Muro. Tuvo que descansar un rato en la cima, tras el fatigoso ascenso que le reportaría unas buenas agujetas en los bíceps.
El descenso fue más complicado aunque menos duro que la subida pero, poco a poco y ayudado con la cuerda y los escasos árboles que había en la ladera, llegó finalmente a terreno llano poblado de un espeso pinar, donde pensó hacer noche. 
Pues descansaremos aquí esta noche, que nos lo hemos ganado. 
Ya había dejando en el suelo el zurrón para prepararse algo de cena cuando oyó un leve aleteo y algo que se acercó volando, tan veloz que no lo pudo distinguir, le propinó un fuerte golpe en la cabeza. Sorprendido por el golpe se refugió junto a un tronco, a falta de otro tipo de resguardo, para protegerse las espaldas y vigilando a un lado y a otro. Nuevamente oyó un aleteo, sintió una ráfaga de viento y no pudo evitar recibir un nuevo golpe en la cabeza. Esta vez había venido de la derecha.
Recogió una rama del suelo y se preparó un buen garrote quedando tenso a la espera de un nuevo ataque.
Tan pronto escuchó un nuevo aleteo, hizo un molinete de izquierda a derecha con aquella arma improvisada, con tan buena fortuna que su atacante golpeó en el palo y éste se partió por la mitad, pero el pájaro, pues pájaro era, yacía inmóvil en el suelo.
Era un ave de complexión robusta aunque no muy grande, del tamaño de un halcón, pero presentaba una rara peculiaridad y es que tenía por pico una protuberancia parecida a un martillo, ligera pero muy dura, que apenas pudo rayar con la punta de la navaja. Supuso que así cazaba, golpeaba a sus víctimas y después se las llevaba a trozos a la boca con sus fuertes garras, boca que consistía en una estrecha abertura bajo el martillo.
Le cortó la cabeza y se la guardó en el zurrón, nunca se sabe qué utilidad pudiera tener. Luego lo desplumó y, encendiendo un fuego, lo asó resultando de buen comer, aunque algo fibroso, algo más que las palomas de agua.
Ya mas tranquilo; pensando que aquel debía ser el único ejemplar, se disponía a dormir, cuando comenzó a oír aleteos y pudo ver a varias de aquella aves posadas en las copas de los pinos circundantes, mirándolo apreciativamente, en espera de lanzarse en un ataque combinado que no hubiera podido repeler. No sabía cómo salir del atolladero y no tenía donde refugiarse. Si le golpeaban todos podrían acabar con él y ya se veía desgarrado y devorado por aquellos pájaros martillo.
Una idea le rondó por la cabeza y enseguida la puso en práctica. Sacando la capa que le habían regalado en los Telares de Cipán, se la echó por encima y se estuvo quieto, aunque tenía bien empuñada la destraleja para, si todo fallaba, vender cara su vida. Descubrió, además, que la capa tenía otra peculiaridad y es que podía ver desde dentro todo lo que sucedía a su alrededor.
Al cabo de un buen rato de estar inmóvil, cubierto con la capa, pudo ver que sus enemigos iban abandonando las copas de los pinos y volaban lejos de allí.
La prueba de la capa había resultado un éxito y le había salvado la vida, tenía que contárselo a sus amigos de Los Telares. Los pájaros martillo no le habían podido ver debajo de la capa y, a falta de presa, habían abandonado la caza.
Pensó que aquellos eran unos pájaros diurnos y que no debía preocuparse por la noche pero, desde aquella ocasión, todas las noches durmió envuelto en su capa. Esa noche pudo dormir tranquilo, aunque le dolía algo la cabeza por los golpes; además le habían salido dos chichones como huevos de codorniz, lo que no es mucho, pensó.
Al día siguiente continuó la caminata, pero vigilando y estando muy alerta por si volvía a escuchar otro aleteo. La franja del Muro ya se perfilaba más nítida en el horizonte y calculó que no faltarían más allá de dos días de camino hasta el pie del farallón. Los días que siguieron fueron tranquilos y sin sorpresas desagradables, salvo una noche en que hubo de cambiar el lugar elegido para dormir, a causa de una legión de hormigas gigantes y guerreras, que habrían podido llevárselo a cuestas a su hormiguero, tantas y tan grandes eran.


EN BUSCA DE HÉNDER parte 2 

el próximo jueves

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