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jueves, 27 de octubre de 2016

La princesa y el dragón

Con éste acabo la serie de 
cuentos de El Enano 
Soplacuentos, aunque si 
alguna vez viene a mí y me 
sopla alguna nueva historia 
ya os la haré llegar. 
Ésta es más larga de lo 
habitual porque trata de 

LA PRINCESA Y EL DRAGÓN


Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al final


Era un dragón, pero no lo sabía, porque nadie se lo dijo.
Acababa de salir de su cascarón, pero en aquella caverna no había nadie que se lo pudiera explicar.
¿Nadie?
Sí, había alguien, pero tampoco se lo podía decir; del mismo modo que ella tampoco sabía que era un ser humano, nadie se lo había dicho.
Era una princesa que había sido raptada cuando tenía pocos meses de vida y no sabía que lo era, ni qué debía pensar o hacer. Tampoco sabía lo que era amar u odiar, ni a quién o a qué, porque nadie se lo había dicho.
Vivía en aquella gruta y aprendió a alimentarse por si misma, de los hongos que allí crecían y de los conejos u otras presas que aprendió a cazar cuando comenzó a salir al exterior. Llevaba días sola; aquellos que siempre la habían cuidado y le hacían compañía, su familia; habían salido un día y no habían regresado. No sabía que un príncipe cruel y engreído, pero con muy buena puntería, los había abatido con sendas flechas en el corazón.
Y había pasado allí los días, aunque afortunadamente ya no necesitaba a nadie para alimentarse, pero estaba triste y sola.
Un día observó como el huevo, que ellos tanto habían cuidado durante mucho tiempo, y que ella había seguido cuidando desde que ellos no regresaran, había comenzado a agrietarse y algo se agitaba en su interior.
Hasta que vio salir un ser, en miniatura, pero como aquellos que la habían cuidado siempre amorosamente, y lo amó, pero fue incapaz de decirle qué era, tampoco lo sabía.
Desde entonces fueron uno. Ella le llevaba presas que cazaba, para que comiese y se hiciera grande, como lo habían hecho con ella aquellos que ya no volverían.
Y creció, y acabó saliendo de su gruta, desplegó sus alas e intentó volar, en vano. Pero con perseverancia lo acabó logrando.
Ya no necesitaba que ella le llevara la comida, lo sabía hacer por si mismo.
Ella también salía de la gruta y le hubiera gustado imitarlo; pero, como no tenía alas, no podía volar y eso la entristeció. Pero él pronto creció lo suficiente, la invitó a subirse a su lomo y recorrieron valles y montañas, admirando el paisaje desde la altura.
Cada día volaban alegremente, gozando de aquella libertad tan plena y eran felices.
Pero un día descendieron a la orilla de un límpido lago; tenían sed y se detuvieron a beber. Ella bajó a la orilla y se agachaba sobre las aguas cristalinas, cuando escuchó un grito desgarrador, y el dragón salió volando, aleteando torpemente, intentando huir. Una flecha asomaba de su ala derecha y pronto se oyó silbar otra saeta que le alcanzó en la cola. A duras penas consiguió huir y se perdió de vista.
La princesa se quedó allí, a la orilla del lago, terriblemente asustada viendo aproximarse a un jinete. Ella intentó huir, aunque no sabía si era más el temor o el asombro lo que la invadía.
El jinete había descendido del caballo y ella no había visto nunca a alguien semejante; con dos piernas y dos brazos, como ella. Se detuvo más por curiosidad que por haber vencido el miedo, y entonces él le dijo:
- Princesa: hace años que os andamos buscando por todo el reino. No temáis, estáis a salvo de ese malvado dragón.
Pero ella no entendió ni palabra, le pareció que aquel ser estaba gruñendo amenazante. Dando un grito, que a él le sonó como el rugido de un dragón, salió corriendo en busca de la seguridad de su caverna, para ocultarse en su negrura o refugiarse tras su protector y amigo, pero la cueva estaba muy lejos y él ya no estaba allí.
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El dragón, aleteando dificultosamente, volaba sin un rumbo fijo, ni tan siquiera lo hacía rumbo a su cubil, estaba desorientado; pero parecía como si un oculto instinto atávico le guiara, y acabó llegando a una alta montaña cubierta de nieve y, en su ladera, a la negra boca de una caverna desconocida.
No sabía si le esperaba algún peligro, estaba herido, asustado y desorientado, pero penetró decidido en la negrura.
Una voz profunda y oscura, como la gruta, resonó con miles de ecos:
- ¿Quién osa entrar en mi morada?
Y un dragón enorme y viejo se destacó sobre el fondo insondable.
El recién llegado que, para distinguirlo, llamaremos Yxen, puesto que ya no era sólo “el dragón”, no había entendido nada y se quedó inmóvil, agachado, en actitud de pánico, más que servil.
El viejo dragón se acercó, debía ser muy viejo porque sus alas habían perdido parte de la membrana y le costaba caminar sobre sus torpes patas. Vio lo que llevaba clavado y comprendió lo que le estaba pasando.
Con toda delicadeza arrancó, con sus escasos dientes, las dos flechas y las arrojó lejos con un gesto brusco. Yxen dio un respingo y lanzó un quejido de dolor
El viejo dragón le dijo:
- No tengas miedo, ninguna de las dos heridas es peligrosa, sólo molestas, y ahora te va a doler más, pero hay que hacerlo.
De lo más profundo de su ser brotó la llama, una pequeña, pero potente llama, controlada y precisa, con la precisión de un bisturí, y cauterizó las dos heridas.
Yxen se desmayó, pero no tardó en recuperarse y en recobrar la movilidad de su cola y de su ala derecha. Seguía sin entender una sola palabra de lo que le decía el viejo dragón, pero le inspiraba confianza y seguridad y se esforzó en entenderlo.
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Mientras tanto, la princesa, en su huida, estuvo a punto de caer por un precipicio, suerte que el caballero la sujetó a tiempo y procuró tranquilizarla.
Ella comprendió que la había salvado y que no parecía querer hacerle daño, y eso la tranquilizó. ¡Pero había herido y hecho huir a su amigo! Y eso la irritó y le dolió mucho, aunque acabó comprendiendo que no serviría de nada oponer resistencia y se dejó conducir al caballo. Nunca había visto un animal así. En sus incursiones a lomos de Yxen, había visto ovejas, cabras y vacas, pero no aquel extraño animal, al que el jinete pretendió hacerla trepar, tras haberla envuelto en su capa.
El miedo la amenazaba ante aquel extraño ser, y se resistió, pero acabó encaramándose en su lomo, tal como hacía con Yxen, y estaba cómoda. Pero cuando comenzó a moverse, aquello no tenía punto de comparación, ni con la suavidad con la que cortaban el aire, ni con la velocidad, además aquel balanceo acabaría mareándola.
El caballero guió a su montura hacia un lugar extraño que, en sus vuelos, habían visto de lejos. Yxen nunca se acercaba demasiado, quizá guiado por un raro sexto sentido.
Era algo de aspecto poco natural, como unos roquedos de formas rectilíneas y con aberturas por todas partes, además muchos personajes como aquel que la conducía allí se movían a su alrededor. Parecían hormigas; de aquí para allá alocadamente. Algunos se volvían a mirarlos con extrañeza, pero todo cambió cuando aquel extraño gritó algo que ella no pudo entender:
- ¡Traigo a la Princesa Floredal!
Todos se arremolinaron alrededor, mirándola y diciendo:
- ¡Viva!, ¡Bienvenida!, ¡Que viva la Princesa Floredal!
Pero ella, aparte de no entender lo que estaba pasando, estaba sobrecogida.
Dos personajes nuevos aparecieron y todos los demás se echaron a un lado dejándoles paso. Llevaban unas pieles más bellas que la que le había echado por encima el desconocido.
Uno de los dos, el personaje con cabellos largos como ella y sin pelos en la cara, se adelantó y le pasó la mano por la mejilla, suavemente, con cariño, como siempre había hecho aquella que nunca volvió a la gruta; y se sintió reconfortada y ya no tuvo miedo.
El otro le tendió la mano y ella vio en sus ojos la mirada tierna con que la miraba aquel otro que nunca volvería a la gruta, y su mano fue a encontrarse con aquella mano tendida, se unieron y una sensación de paz y tranquilidad la embargó y les siguió hasta una de aquellas aberturas.
La multitud seguía con sus gritos:
- ¡Viva!, ¡Bienvenida!, ¡Que viva la Princesa Floredal!
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Yxen ya se había recuperado de sus heridas, se habían curado muy bien gracias al fuego del viejo dragón y comenzó a salir a buscar alimento y llevarle al anciano, al que ya le costaba mucho volar y cazar por si mismo.
Poco a poco se fueron entendiendo e Yxen aprendía rápidamente la lengua de los dragones. Por eso pudo enterarse de que era un dragón, de cómo se llamaba su compañero de gruta, su nombre era Shar. También comenzó su aprendizaje sobre la draconidad, su historia, sus costumbres…., todas esas cosas que no pudo aprender antes de boca de sus padres.
Shar les había conocido y le contó la historia de su familia y también cómo habían acabado, porque era una triste historia que corrió por todas las grutas de todos los dragones de todos los reinos.
Yxen se puso furioso y quería despedazar a todos los humanos que encontrara, pero recapacitó. Shar también le había contado que aquella compañera de juegos y vuelos, era también humana, y la había perdido. La ira dio paso a la nostalgia y el recuerdo le dolía. ¿Qué habría sido de ella? ¿Estaría bien?.
Se propuso buscarla, pero Shar le aconsejó que no se acercara demasiado por los reinos humanos si no quería acabar como sus padres.
Pasaron juntos mucho tiempo, así como los últimos días de Shar. Durante aquel tiempo aprendió todo lo que debía saber un dragón y mucho más, porque Shar, además de viejo, era sabio.
Pero un triste día, Shar exhaló su último aliento. Había vivido una larga y feliz vida y no había muerto en soledad, sino en compañía de otro dragón que fue, para él, más que un hijo.
Aquella gruta, que había sido su morada durante toda su larga vida, sería también la última.
Yxen, con su potente fuego, calcinó las rocas de la abertura y la ladera de la montaña cedió, cegando el paso. Nadie molestaría nunca a aquel que fuera su amigo, mentor y como el padre que no tuvo.
Nadie le retenía allí, de modo que voló en dirección en que él creía que se encontraba su propia gruta.
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Floredal ya sabía su nombre, su historia, conocía y amaba a sus padres y también a sus súbditos, pero añoraba su infancia en la gruta. Añoraba aquellos vuelos a lomos de su amigo y le preocupaba pensar qué habría sido de él.
Había aprendido el idioma, pero siempre recordaba cómo se comunicaban antes: con pocos sonidos y muchas miradas, gestos y actitudes.
Lo que le molestaba y disgustaba era que aquellos que la habían cuidado y aquél que había sido su amigo, su hermano, fueran acusados de cosas terribles: muertes, daños, incendios y desaparición de reses. Nunca creyó en aquella leyenda negra de los dragones; más bien creía que aquellas cosas de las que les acusaban las hacían los humanos.
Había pasado el tiempo y era muy amada por su pueblo; sus padres ya eran ancianos y no tardaría en tener que reinar, para lo que tendría que conseguir esposo.
Se anunció por todos los reinos la convocatoria de una selección de pretendientes al trono y la mano de Floredal.
La historia de Floredal había corrido como la pólvora por todos los reinos, y el relato de su belleza también y todo esto despertó el interés de todos los príncipes casaderos que, sin excepción, acudieron de los cuatro puntos cardinales.
Ella no quiso torneos, para ver quién era el más fuerte, hábil o valiente, sencillamente ser el más bestia, ni otros métodos al uso. Ella exigió entrevistarse en persona con cada uno y hacerles una serie de preguntas, luego decidiría según las respuestas.
Y fueron pasando, uno tras otro, todos los pretendientes. Floredal no se fijaba en su aspecto, ni siquiera en sus modales porque eso tenía arreglo, como sabía por experiencia propia. Se fijó en las respuestas, en su coherencia, en las que denotaban la inteligencia y los sentimientos, aunque más concretamente en esta pregunta:
- ¿Qué opinión tienes de los dragones?
En general, unos más y otros menos, todas las respuestas tenían una carga de negatividad y rechazo, algunas hasta violentas y agresivas; uno, incluso, se jactó de haber cazado algunos y haber disfrutado con ello y de la fama que le había reportado, especialmente entre las damas.
Sólo uno, que en el resto de las preguntas había demostrado ser una persona inteligente, prudente, ecuánime y de buenos sentimientos, dijo:
- Alteza: no conozco a ningún dragón, por tanto, no puedo emitir un juicio. Todas las cosas que he escuchado pueden tener cierta credibilidad, o no. Prefiero opinar sobre lo que conozco y no sobre lo que me cuentan. Vos sí podéis opinar, porque lo habéis vivido; pero aún así, tampoco condicionaría mi juicio a vuestra opinión. He de verlo por mí mismo; del mismo modo que no me creo, sin verlo, los relatos que me hacen mis guardias sobre los campesinos.
Aquello acabó de convencer a la princesa de que, entre todos los que habían pasado aquella especie de examen, era el único que había aprobado y con nota, lo aceptó por esposo y como el mejor sucesor de la obra de su padre para con el pueblo, pero aún más como lo mejor para los dragones y lo que ella pensaba hacer.
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Yxen voló y voló, pero no encontraba rastro de la gruta, ni de los montes que fueran testigos de sus primeros aleteos, ni de aquellos lugares que sobrevolaba con su compañera de soledad. ¿Qué sería de ella? ¿Estaría esperando en la gruta?.
El vuelo alocado que emprendiera huyendo de las flechas que le hirieron, le hizo perder la orientación y no sabía dónde estaba.
Hasta que un día vio el destello del sol en el agua lejana y voló hacia allí. Se trataba de aquel lago de infausto recuerdo, pero ya estaba orientado y acabó llegando a su gruta natal.
Hacía mucho tiempo que faltaba de allí y, al entrar, sintió más que nunca una ausencia, la ausencia de aquella que le había cuidado nada más salir del cascarón, la ausencia de aquella con la que había jugado, reído y volado. Una gran desolación le inundó y se acurrucó en el último rincón de la caverna, en la más absoluta oscuridad, como sus pensamientos.
Se quedó allí; triste y solo, pero aún con una diminuta chispa de esperanza, esperanza del reencuentro. Aunque fuera humana y los suyos hubieran matado a sus padres, aunque un humano le hubiera intentado matar, pero ella había sido, al principio, su padre y su madre y, posteriormente, su amiga y su hermana.
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Los padres de Floredal fallecieron; y ella, de la mano de su esposo, ascendió al trono. No cambió nada de lo que había hecho su padre, puesto que siempre había hecho lo mejor para su pueblo, siempre había sido un buen rey. Pero se ocupó de que se investigaran a fondo todas las historias de ataques de dragones, y todas resultaron falsas. Cuando no era un vecino envidioso que robaba una res, era alguien que odiaba a su vecino y le quemaba el granero, o un pueblo que arrasaba a otro pueblo rival y quemaba todo para no dejar rastros y acusar a los dragones.
De modo que redactó un edicto que hizo publicar por todo el reino, demostrando la falsedad de las acusaciones y prohibiendo, bajo pena máxima, hacer daño a un dragón.
Al caballero que la había rescatado, en lugar de castigarle duramente por haber disparado sus flechas y haber herido, o matado a su amigo, sólo le degradó a mozo de cuadras en atención a que la había salvado del precipicio.
Una cosa, sobre todas, le atormentaba; la posibilidad de que hubiera muerto a causa de aquellas flechas; por eso, contra la opinión del chambelán y del jefe de la guardia, preparó una expedición en busca de la gruta de su niñez.
En dicha expedición sólo iban a participar ella y su esposo. No quería que, si aún estaba vivo, si aún estaba allí, se asustara o que alguien le pudiera herir. De modo que, una mañana temprano, se pusieron en camino. Ella recordaba muy bien el trayecto que había hecho por primera vez a lomos de caballo, desde el lago a la capital; de modo que guió a su acompañante hasta que llegaron al lago. Después todo fue coser y cantar; aquel territorio, escenario de sus vuelos, lo conocía como la palma de la mano. Por eso llegaron muy pronto a la boca de la gruta.
A su esposo le hizo quedarse a la puerta, y ella penetró en la oscuridad. Su vista pronto se acomodó, y pudo ver con la misma claridad que siempre había visto cuando habitaba allí, hasta el último detalle, y los olores avivaron el recuerdo.
Allá, al fondo, hecho un ovillo, sin fuerzas para moverse, y menos volar, estaba Yxen; pero su mirada aún estaba viva y destelló, mientras caía una lágrima, en respuesta a la mirada de Floredal, como siempre había pasado.
Se había dejado consumir, de soledad y añoranza, y casi estaba en las últimas. Floredal le hizo una seña que él entendió, y que quería decir:
- ¡Qué grande te has hecho!, pero espera, te voy a traer agua y comida como cuando eras pequeño.
Y salió a cazar; pero su esposo se encargó de esa tarea, mientras ella volvía a entrar con el odre de agua que llevaba para el viaje. Yxen bebió hasta no dejar gota y se notaba que se iba recuperando; pero, cuando realmente comenzó a recuperarse, fue cuando Hernal, que así se llamaba el esposo de Floredal, le llevó tres conejos y una perdiz. Ni Hernal se asustó a la vista de Yxen, ni éste se extrañó ni le despertó malos recuerdos la vista del arco y la aljaba que portaba.
Comió con ganas, pero en crudo, porque no tenía fuerzas para encender su fuego y asar la caza, como hacía habitualmente.
Cuando ya recuperó suficientes fuerzas, comenzaron a dialogar en su idioma personal, aquél que crearon y aprendieron al unísono en su infancia, y Floredal iba poniendo al corriente a Hernal de todo lo que Yxen contaba.
Horas estuvieron, contándose cada cual sus peripecias desde aquel día del lago. Yxen ya iba teniendo fuerzas suficientes para salir y volar; pero, lo que realmente había recuperado y lo que le había vuelto a la vida, había sido el nuevo ánimo que le habían traído y la compañía, después de tanto tiempo de soledad.
Ni Floredal ni Hernal querían; es más, le insistieron en que aún no estaba recuperado del todo, pero él porfió tanto que acabaron teniendo que encaramarse a su lomo. A Floredal le costó hacerlo, tanto había crecido Yxen desde la última vez que lo hizo. Alzó el vuelo con unos vigorosos aleteos, hasta llegar a gran altura y luego planeó majestuosamente, aprovechando las corrientes térmicas.
Dos días estuvieron allí, hasta que se hubo recuperado del todo, ya no había problema para que se siguiera alimentando solo y no muriera de inanición; pero Floredal le hizo saber, en su código secreto, que deseaba los llevara a Palacio.
Pusieron a los caballos en la senda hacia la ciudad, ellos ya sabrían llegar solos. Y así sucedió; con ellos a la espalda voló directamente al lago y Floredal le indicó la dirección a seguir.
El miedo se apoderó de las calles de la capital, y el susto no era para menos; ver un enorme dragón, volando rasante sobre los tejados, sobrecogía a cualquiera. Pero el miedo dio paso al asombro y luego a la alegría y la fiesta, cuando vieron a sus queridos reyes cabalgando aquel corcel de los aires.
Desde entonces, en aquel reino, los dragones fueron una especie protegida y no era raro verlos sobrevolando la ciudad y las montañas circundantes; porque, al enterarse, todos los dragones de los reinos vecinos acudieron allí para estar a salvo y eligieron a Yxen como rey de los dragones.
Los reyes fueron muy felices y comieron conejos, liebres y perdices, muy bien asados, que Yxen les llevaba cada día.



Y la próxima semana seguimos con:

Relatos de Hénder
Cuya primera parte dejé inconclusa
y ahora estará completo. 

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