Y aquí veremos cómo el Capitán Barbanada
y sus amigos abandonados por Patacorta
en una isla, consiguieron su navío y de
en una isla, consiguieron su navío y de
qué modo tan curioso emprendieron
su peculiar carrera piratesca
9.-
EL BERGANTE Y SU PRIMERA PRESA
Llegados
a Belice, algunos de los tripulantes de Le Tulip se enrolaron en
otros barcos, de modo que el Capitán precisaba reclutar nueva
tripulación y ellos precisaban de un trabajo. Así que los ocho
marineros abandonados en la Isla de los Cocos se convirtieron en nuevos tripulantes de aquel barco que les había rescatado.
Al
mando de el Capitán Vogel, el segundo Robert Peel y el Contramaestre
Manfred hicieron varias travesías con cargas diversas. Con el
tiempo, aquellos ocho se fueron uniendo más, como un equipo cada vez
más cohesionado, tenían ropas nuevas y flamantes, unos quilos más
que en la isla y algo de dinero. Pero cuando atracaron en Port Royal,
meses después, abandonaron todos Le Tulip como un solo hombre,
siguiendo las directrices de José.
¿Qué
estaba planeando? No tardaremos mucho en saberlo.
Allí
en el astillero se encontraba aquel bergantín que había encargado
Patacorta y ya estaba terminado, con sus velas y todo, en espera
de ser botado tras efectuar el último pago y cargar provisiones.
Era una belleza de barco con diez cañones por banda, y tan
nuevecito..., olía a cáñamo y a brea fresca.
Se
rumoreaba que en dos días llegaría Patacorta con el último pago,
fruto de su última rapiña, cargaría provisiones y partiría con su
nuevo navío.
Es
por eso que, esa misma noche, unas sombras se deslizaron por el
astillero silencioso. A lo lejos se escuchaba el rumor y bullicio de
las tabernas y las maniobras de otros barcos en el puerto.
Sigilosamente,
Andrew Brea, que era carpintero y calafate, liberó los calzos que
inmovilizaban el casco, los demás soltaron las amarras y comenzaron
a dar suelta poco a poco a las poleas, cuyos cabos comenzaron a dejar
deslizarse suavemente al barco por la pendiente.
Hubo
un momento de alarma, cuando uno de los polipastos chirrió, pero
rápidamente se le echaron unas gotas de aceite y el barco se
desplazó en absoluto silencio hasta el agua en calma.
Ya
estaba a flote y nadie se había enterado. Soltaron los últimos
cabos, abrieron la compuerta a mar abierto, izaron la mayor y salió
a navegar con un porte majestuoso que nadie advirtió.
¿Cuál
sería la reacción en el astillero cuando descubrieran que había
desaparecido?
Y
mejor aún.
¿Cuál
sería la reacción de Patacorta cuando viera que se había quedado
sin un barco que casi había pagado por completo?
Se
alejaron a toda vela de Port Royal y de las inmediaciones de Jamaica.
Había que poner la mayor parte posible de mar por medio. Pero
también debían conseguir provisiones, porque sólo contaban con lo
que llevaban en mochilas y cantimploras y que José hizo cargar antes
de ir al astillero. De pólvora y munición tampoco se sabía cómo
andaba y de eso, aparte de sus sables y pistolas, no hubieran podido
cargar nada. También tenían que conseguir más tripulación y una
enseña. Y, sobre todo, era necesario disimular el barco con unos
cuantos toques de pintura y unos pocos trabajos de carpintería, pero
eso tendría que posponerse de momento.
Revisaron
las bodegas y estaban vacías, vacías hasta de ratas, vacías como
sus bolsillos. Tampoco había pólvora y balas de cañón, de modo
que debían evitar cualquier encuentro a toda costa.
Suerte
que aquél era un barco rápido, y aún más con las bodegas sin
carga, de modo que podía dejar atrás a cualquiera en un santiamén.
Spider
se encargó de hacer de vigía voluntario y casi no bajaba a
cubierta, salvo para comer algo y hacer sus necesidades. Parecía que
aquel era su mundo y él el rey en lo alto de su castillo.
En
dos ocasiones tuvieron que hacer cambios de rumbo o soltar todo el
trapo para escapar, pero no tuvieron ningún encuentro desagradable y
pronto atracaron en La Tortuga.
Hemos
dicho que las bodegas estaban vacías como sus bolsillos, pero no es
exactamente cierto. Algo de dinero tenían de sus salarios en Le
Tulip. Lograron reunir entre todos lo suficiente para una frugal
semana de provisiones, dos barriletes de pólvora y dos docenas de
proyectiles. Y aún se pudieron permitir algún capricho cuando Doug
Adams les preparó unos Bloody Mary para celebrar la ocasión.
¡Tenían su barco!
¿Podrían
hacer algo con aquellos menguados recursos? ¿Y ellos solos? ¿Qué
podrían hacer ocho tripulantes?
José
confiaba en que la velocidad del barco les mantuviera a salvo de los
buques de las armadas inglesa y española, así como de los
corsarios, especialmente de Patacorta con su viejo pecio, pero tenían
que ser muy selectivos a la hora de elegir una presa. No podían
gastar pólvora en salvas ni abordar un cascarón vacío. Necesitaban
un botín que les permitiera dotar al barco de todo lo necesario y
conseguir una tripulación.
Franck Márquez, artillero infalible
al que llamaban Bigeye, con Joao “Cañones” y Caimán Caribeño
se encargaron de preparar la artillería. Sobró sólo un poquito de
pólvora y cuatro proyectiles.
José Brown al que ya comenzaron a
llamar Capitán Barbanada, se encargó de capitanear y pilotar la
nave.
Big, con Andrew Brea, a las velas.
Spider, naturalmente, de vigía.
Aunque en alguna ocasión precisó de un breve relevo.
Doug Adams, se encargó de la
intendencia y otros menesteres.
Antes de partir había encargado
Barbanada, como capitán aceptado por unanimidad, una bandera que
les distinguiera. Debía ser diferente, pero debía mostrar la
actividad a que se dedicaban para no llamar a engaño. Ya hemos
explicado con anterioridad como era la susodicha bandera.
También se sometió a votación secreta el
nombre que debía llevar el barco y ganó, por seis votos a dos, el
nombre de “El Bergante”, frente a “El Terror del Caribe”. No
se sabe, ni se sabrá nunca, de quién diablos fueron esos dos votos.
Antes de zarpar, Andrew Brea consiguió
unos botes de pintura y se pintó una franja roja a lo largo del
casco y a un metro por encima de la línea de flotación. Mientras
los demás pintaban; Brea, provisto de maderas, sierra, martillo y
clavos, modificó unos cuantos detalles de la toldilla y otros puntos
visibles, con lo que el Bergante sufrió un cambio de imagen, lo
suficiente para hacerlo casi irreconocible a primera vista o en la
distancia.
Ultimados los cambios y cargados los
pertrechos, se hicieron a la mar y partieron a la ventura, poniendo
rumbo a las islas de Sotavento Sur.
Pronto avistaron un convoy en
dirección al norte y le dejaron seguir su rumbo, esquivaron una nao
de la Flota inglesa y dejaron pasar a varias naves de carga al
considerar que el botín podía tener poco valor y que no
valía la pena arriesgarse.
Las provisiones iban menguando y sólo
les quedaba para unos tres días más, tendrían que racionarlas.
Pero la suerte les vino a favorecer con una nave de bandera inglesa,
que más parecía una verbena por los colores que decoraban su casco
y su velamen.
Con el catalejo pudo apreciar el
Capitán que no estaba muy artillada, que a lo sumo tenía dos piezas
por banda y una culebrina a proa. Aquel armamento no suponía un
grave peligro, no obstante también podía hacer daño. De modo que
ordenó al artillero Bigeye que, con su puntería infalible, les
enviara un disparo de aviso a pocos metros de proa.
Al poco, la otra nave arrió la
enseña, se rendía sin oponer resistencia alguna, cosa que
sorprendió a Big.
- ¿Se rinden? No deben
sospechar que sólo somos ocho, ¿O será
porque piensan que por ser ingleses y estar bajo la protección de la
Corona y su Armada no tienen nada que temer? – dijo Big
- No, yo más bien creo que
hemos llegado a una hora inoportuna, son las cinco en
punto y, a esa hora, los ingleses sólo saben hacer una
cosa – le respondió el Capitán
Todas aquellas cosas podían ser
ciertas; pero, además, aquellos piratas, “los ocho de El Bergante”,
no eran unos piratas cualquiera, como después se mostró y cuya fama
corrió por los Siete Mares. Eran atípicos totalmente, y aún lo
fueron más tras este encuentro en altamar y meses después, cuando
acabaron enrolando al Jefe de Protocolo.
En el Bergante permanecieron Adams y
“Cañones”, de modo que Barbanada, Big y los cuatro restantes
protagonizaron el abordaje más menguado de la historia de la
piratería. Estaban en abrumadora minoría respecto a la tripulación
de aquel barco, pero eso no les arredró. Además parecía que
aquellos no tenían muchas ganas de pelea, y aún menos después de
ver a Big.
Aquel curioso barco multicolor resultó
ser una especie de embarcación de recreo, un “floating palace”,
para un grupo de gente imprudente: de alcurnia, ociosa, adinerada,
artistas y curiosos con ganas de aventuras. Todos eran muy ingleses,
muy educados y muy finos, pero no tenían ni la más remota idea de
en qué avispero se estaban metiendo.
Se saludaron los capitanes y el de
aquel barco les invitó:
- Pasen señores, por favor, al
salón a tomar el té. El Duque de Warning, que es quien ha
organizado esta expedición, me ha manifestado que está deseando
departir un rato con ustedes.
Haciendo guardia en cubierta se
quedaron los otros cuatro, cuando el Capitán y Big pasaron al salón.
Un salón grandioso, impensable en un barco, adornado con ricos
tapices, muebles, lámparas… y todos los elegantes pasajeros
presentes se quedaron mirando a aquellos dos extraños personajes con
una curiosidad mal disimulada, casi molesta, y con aquel aire de
superioridad, tan británico, y aún más propio de aquellos con un
alto estatus económico y social, como parecían ser todos
aquellos personajes.
- ¿De modo que usted es el joven
que nos ha abordado para llevarse nuestro oro, nuestras joyas,
secuestrarnos y pedir rescate?- Dijo
el Duque, mirándolo
displicente.
- No Sir, no pensamos secuestrarles
ni hacerles ningún daño. Discúlpenos si hemos alterado su apacible
viaje, pero es nuestro oficio y los piratas hemos de llevarnos algo.
Cosas del oficio, Su Señoría ya me entiende… Además aquí en el
Caribe las provisiones suelen ser muy caras, la pólvora y los
proyectiles aún lo son más, así como el salario de la tripulación.
De modo que, aún sintiéndolo mucho, nos vemos en la imperiosa
necesidad de privarles de algunas de sus más preciadas
pertenencias.
- Mire, joven: En la bodega tenemos
suficientes provisiones para mantener este y otros cuatro barcos
durante meses, de modo que pueden bajar y elegir lo que les apetezca
y se lo llevan, cuentan con mi permiso. Y como ustedes son tan
pocos, mi tripulación les ayudará a cargarlo en su barca. En cuanto
a pólvora y proyectiles no tenemos.
- ¿Cómo es eso, Sir? ¿Y esos
cañones?
- ¡Ah! ¿Esos?. Joven, guárdeme
el secreto, pero esos cañones que ha visto, tan aparentes, son de
utilería, puro artificio, y es que nos acompaña también gente de
teatro. Pero no se preocupe por la pólvora, las balas, los salarios…
porque en mi camarote tengo un cofre lleno de monedas de oro y puede
llevárselo si le apetece. Le agradecería, no obstante, que no
tocaran las joyas, porque la mayoría son recuerdos familiares de
muchas generaciones y son irreemplazables. Su mayor valor es el
sentimental y eso no se cotiza en ningún mercado.
- Es usted muy amable Sir ¿O debo
llamarle Señor Duque?
- Llámeme usted como quiera, ahora
estamos en el salvaje Caribe, no en los salones de Londres, y aquí
no hay que andarse con demasiados protocolos ni ceremonias. ¿Cierto?.
¡Cierto!
- Le agradezco mucho su generosidad
y quisiera saber en qué le podríamos corresponder, si está en
nuestra mano.
- Pues mire, joven: pasen a mi
camarote y, de paso que se llevan el cofre, tengo unas cuantas
preguntas que hacerles.
La tripulación del Duque, bajo la
atenta mirada de los cuatro piratas de guardia, transportaba a las
bodegas de El Bergante los víveres y “béberes” que les indicó
Doug Adams. Mientras tanto Big y Barbanada, degustando unas copas de
jerez, pusieron al Duque y su Capitán al corriente de los peligros,
los lugares que convenía visitar o eludir, las precauciones básicas,
las rutas más seguras… y acabaron muy alegres tras vaciar varias
botellas de Sherry.
Se acabaron despidiendo como si
hubieran sido amigos de la infancia y cada cual siguió su rumbo.
El Duque siempre recordaría a
aquellos raros y escasos piratas, del mismo modo que aquella menguada tripulación de El Bergante recordaría a su primera y rara presa,
aparte de que aquella experiencia les marcaría para siempre.
Desde el momento en que el Capitán,
impresionado por los modales refinados del Duque, decidió buscar a
alguien que les enseñara buenas maneras, algo cambió en El
Bergante y en su tripulación.
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