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miércoles, 27 de julio de 2016

PIRATAS DE BARBADOS. Cap 9.- El Bergante y su primera presa

Y aquí veremos cómo el Capitán Barbanada
y sus amigos abandonados por Patacorta
en una isla, consiguieron su navío y de 
qué modo tan curioso emprendieron 
su peculiar carrera piratesca


 
9.- EL BERGANTE Y SU PRIMERA PRESA


Llegados a Belice, algunos de los tripulantes de Le Tulip se enrolaron en otros barcos, de modo que el Capitán precisaba reclutar nueva tripulación y ellos precisaban de un trabajo. Así que los ocho marineros abandonados en la Isla de los Cocos se convirtieron en nuevos tripulantes de aquel barco que les había rescatado.
Al mando de el Capitán Vogel, el segundo Robert Peel y el Contramaestre Manfred hicieron varias travesías con cargas diversas. Con el tiempo, aquellos ocho se fueron uniendo más, como un equipo cada vez más cohesionado, tenían ropas nuevas y flamantes, unos quilos más que en la isla y algo de dinero. Pero cuando atracaron en Port Royal, meses después, abandonaron todos Le Tulip como un solo hombre, siguiendo las directrices de José.
¿Qué estaba planeando? No tardaremos mucho en saberlo.
Allí en el astillero se encontraba aquel bergantín que había encargado Patacorta y ya estaba terminado, con sus velas y todo, en espera de ser botado tras efectuar el último pago y cargar provisiones. Era una belleza de barco con diez cañones por banda, y tan nuevecito..., olía a cáñamo y a brea fresca.
Se rumoreaba que en dos días llegaría Patacorta con el último pago, fruto de su última rapiña, cargaría provisiones y partiría con su nuevo navío.
Es por eso que, esa misma noche, unas sombras se deslizaron por el astillero silencioso. A lo lejos se escuchaba el rumor y bullicio de las tabernas y las maniobras de otros barcos en el puerto.
Sigilosamente, Andrew Brea, que era carpintero y calafate, liberó los calzos que inmovilizaban el casco, los demás soltaron las amarras y comenzaron a dar suelta poco a poco a las poleas, cuyos cabos comenzaron a dejar deslizarse suavemente al barco por la pendiente.
Hubo un momento de alarma, cuando uno de los polipastos chirrió, pero rápidamente se le echaron unas gotas de aceite y el barco se desplazó en absoluto silencio hasta el agua en calma.
Ya estaba a flote y nadie se había enterado. Soltaron los últimos cabos, abrieron la compuerta a mar abierto, izaron la mayor y salió a navegar con un porte majestuoso que nadie advirtió.
¿Cuál sería la reacción en el astillero cuando descubrieran que había desaparecido?
Y mejor aún.
¿Cuál sería la reacción de Patacorta cuando viera que se había quedado sin un barco que casi había pagado por completo?
Se alejaron a toda vela de Port Royal y de las inmediaciones de Jamaica. Había que poner la mayor parte posible de mar por medio. Pero también debían conseguir provisiones, porque sólo contaban con lo que llevaban en mochilas y cantimploras y que José hizo cargar antes de ir al astillero. De pólvora y munición tampoco se sabía cómo andaba y de eso, aparte de sus sables y pistolas, no hubieran podido cargar nada. También tenían que conseguir más tripulación y una enseña. Y, sobre todo, era necesario disimular el barco con unos cuantos toques de pintura y unos pocos trabajos de carpintería, pero eso tendría que posponerse de momento.
Revisaron las bodegas y estaban vacías, vacías hasta de ratas, vacías como sus bolsillos. Tampoco había pólvora y balas de cañón, de modo que debían evitar cualquier encuentro a toda costa.
Suerte que aquél era un barco rápido, y aún más con las bodegas sin carga, de modo que podía dejar atrás a cualquiera en un santiamén.
Spider se encargó de hacer de vigía voluntario y casi no bajaba a cubierta, salvo para comer algo y hacer sus necesidades. Parecía que aquel era su mundo y él el rey en lo alto de su castillo.
En dos ocasiones tuvieron que hacer cambios de rumbo o soltar todo el trapo para escapar, pero no tuvieron ningún encuentro desagradable y pronto atracaron en La Tortuga.
Hemos dicho que las bodegas estaban vacías como sus bolsillos, pero no es exactamente cierto. Algo de dinero tenían de sus salarios en Le Tulip. Lograron reunir entre todos lo suficiente para una frugal semana de provisiones, dos barriletes de pólvora y dos docenas de proyectiles. Y aún se pudieron permitir algún capricho cuando Doug Adams les preparó unos Bloody Mary para celebrar la ocasión. ¡Tenían su barco!
¿Podrían hacer algo con aquellos menguados recursos? ¿Y ellos solos? ¿Qué podrían hacer ocho tripulantes?
José confiaba en que la velocidad del barco les mantuviera a salvo de los buques de las armadas inglesa y española, así como de los corsarios, especialmente de Patacorta con su viejo pecio, pero tenían que ser muy selectivos a la hora de elegir una presa. No podían gastar pólvora en salvas ni abordar un cascarón vacío. Necesitaban un botín que les permitiera dotar al barco de todo lo necesario y conseguir una tripulación.
Franck Márquez, artillero infalible al que llamaban Bigeye, con Joao “Cañones” y Caimán Caribeño se encargaron de preparar la artillería. Sobró sólo un poquito de pólvora y cuatro proyectiles.
José Brown al que ya comenzaron a llamar Capitán Barbanada, se encargó de capitanear y pilotar la nave.
Big, con Andrew Brea, a las velas.
Spider, naturalmente, de vigía. Aunque en alguna ocasión precisó de un breve relevo.
Doug Adams, se encargó de la intendencia y otros menesteres.
Antes de partir había encargado Barbanada, como capitán aceptado por unanimidad, una bandera que les distinguiera. Debía ser diferente, pero debía mostrar la actividad a que se dedicaban para no llamar a engaño. Ya hemos explicado con anterioridad como era la susodicha bandera.
También se sometió a votación secreta el nombre que debía llevar el barco y ganó, por seis votos a dos, el nombre de “El Bergante”, frente a “El Terror del Caribe”. No se sabe, ni se sabrá nunca, de quién diablos fueron esos dos votos.
Antes de zarpar, Andrew Brea consiguió unos botes de pintura y se pintó una franja roja a lo largo del casco y a un metro por encima de la línea de flotación. Mientras los demás pintaban; Brea, provisto de maderas, sierra, martillo y clavos, modificó unos cuantos detalles de la toldilla y otros puntos visibles, con lo que el Bergante sufrió un cambio de imagen, lo suficiente para hacerlo casi irreconocible a primera vista o en la distancia.
Ultimados los cambios y cargados los pertrechos, se hicieron a la mar y partieron a la ventura, poniendo rumbo a las islas de Sotavento Sur.
Pronto avistaron un convoy en dirección al norte y le dejaron seguir su rumbo, esquivaron una nao de la Flota inglesa y dejaron pasar a varias naves de carga al considerar que el botín podía tener poco valor y que no valía la pena arriesgarse.
Las provisiones iban menguando y sólo les quedaba para unos tres días más, tendrían que racionarlas. Pero la suerte les vino a favorecer con una nave de bandera inglesa, que más parecía una verbena por los colores que decoraban su casco y su velamen.
Con el catalejo pudo apreciar el Capitán que no estaba muy artillada, que a lo sumo tenía dos piezas por banda y una culebrina a proa. Aquel armamento no suponía un grave peligro, no obstante también podía hacer daño. De modo que ordenó al artillero Bigeye que, con su puntería infalible, les enviara un disparo de aviso a pocos metros de proa.
Al poco, la otra nave arrió la enseña, se rendía sin oponer resistencia alguna, cosa que sorprendió a Big.
- ¿Se rinden? No deben sospechar que sólo somos ocho, ¿O será porque piensan que por ser ingleses y estar bajo la protección de la Corona y su Armada no tienen nada que temer? – dijo Big
- No, yo más bien creo que hemos llegado a una hora inoportuna, son las cinco en punto y, a esa hora, los ingleses sólo saben hacer una cosa – le respondió el Capitán
Todas aquellas cosas podían ser ciertas; pero, además, aquellos piratas, “los ocho de El Bergante”, no eran unos piratas cualquiera, como después se mostró y cuya fama corrió por los Siete Mares. Eran atípicos totalmente, y aún lo fueron más tras este encuentro en altamar y meses después, cuando acabaron enrolando al Jefe de Protocolo.
En el Bergante permanecieron Adams y “Cañones”, de modo que Barbanada, Big y los cuatro restantes protagonizaron el abordaje más menguado de la historia de la piratería. Estaban en abrumadora minoría respecto a la tripulación de aquel barco, pero eso no les arredró. Además parecía que aquellos no tenían muchas ganas de pelea, y aún menos después de ver a Big.
Aquel curioso barco multicolor resultó ser una especie de embarcación de recreo, un “floating palace”, para un grupo de gente imprudente: de alcurnia, ociosa, adinerada, artistas y curiosos con ganas de aventuras. Todos eran muy ingleses, muy educados y muy finos, pero no tenían ni la más remota idea de en qué avispero se estaban metiendo.
Se saludaron los capitanes y el de aquel barco les invitó:
- Pasen señores, por favor, al salón a tomar el té. El Duque de Warning, que es quien ha organizado esta expedición, me ha manifestado que está deseando departir un rato con ustedes.
Haciendo guardia en cubierta se quedaron los otros cuatro, cuando el Capitán y Big pasaron al salón. Un salón grandioso, impensable en un barco, adornado con ricos tapices, muebles, lámparas… y todos los elegantes pasajeros presentes se quedaron mirando a aquellos dos extraños personajes con una curiosidad mal disimulada, casi molesta, y con aquel aire de superioridad, tan británico, y aún más propio de aquellos con un alto estatus económico y social, como parecían ser todos aquellos personajes.
- ¿De modo que usted es el joven que nos ha abordado para llevarse nuestro oro, nuestras joyas, secuestrarnos y pedir rescate?- Dijo el Duque, mirándolo displicente.
- No Sir, no pensamos secuestrarles ni hacerles ningún daño. Discúlpenos si hemos alterado su apacible viaje, pero es nuestro oficio y los piratas hemos de llevarnos algo. Cosas del oficio, Su Señoría ya me entiende… Además aquí en el Caribe las provisiones suelen ser muy caras, la pólvora y los proyectiles aún lo son más, así como el salario de la tripulación. De modo que, aún sintiéndolo mucho, nos vemos en la imperiosa necesidad de privarles de algunas de sus más preciadas pertenencias.
- Mire, joven: En la bodega tenemos suficientes provisiones para mantener este y otros cuatro barcos durante meses, de modo que pueden bajar y elegir lo que les apetezca y se lo llevan, cuentan con mi permiso. Y como ustedes son tan pocos, mi tripulación les ayudará a cargarlo en su barca. En cuanto a pólvora y proyectiles no tenemos.
- ¿Cómo es eso, Sir? ¿Y esos cañones?
- ¡Ah! ¿Esos?. Joven, guárdeme el secreto, pero esos cañones que ha visto, tan aparentes, son de utilería, puro artificio, y es que nos acompaña también gente de teatro. Pero no se preocupe por la pólvora, las balas, los salarios… porque en mi camarote tengo un cofre lleno de monedas de oro y puede llevárselo si le apetece. Le agradecería, no obstante, que no tocaran las joyas, porque la mayoría son recuerdos familiares de muchas generaciones y son irreemplazables. Su mayor valor es el sentimental y eso no se cotiza en ningún mercado.
- Es usted muy amable Sir ¿O debo llamarle Señor Duque?
- Llámeme usted como quiera, ahora estamos en el salvaje Caribe, no en los salones de Londres, y aquí no hay que andarse con demasiados protocolos ni ceremonias. ¿Cierto?. ¡Cierto!
- Le agradezco mucho su generosidad y quisiera saber en qué le podríamos corresponder, si está en nuestra mano.
- Pues mire, joven: pasen a mi camarote y, de paso que se llevan el cofre, tengo unas cuantas preguntas que hacerles.
La tripulación del Duque, bajo la atenta mirada de los cuatro piratas de guardia, transportaba a las bodegas de El Bergante los víveres y “béberes” que les indicó Doug Adams. Mientras tanto Big y Barbanada, degustando unas copas de jerez, pusieron al Duque y su Capitán al corriente de los peligros, los lugares que convenía visitar o eludir, las precauciones básicas, las rutas más seguras… y acabaron muy alegres tras vaciar varias botellas de Sherry.
Se acabaron despidiendo como si hubieran sido amigos de la infancia y cada cual siguió su rumbo.
El Duque siempre recordaría a aquellos raros y escasos piratas, del mismo modo que aquella menguada tripulación de El Bergante recordaría a su primera y rara presa, aparte de que aquella experiencia les marcaría para siempre.
Desde el momento en que el Capitán, impresionado por los modales refinados del Duque, decidió buscar a alguien que les enseñara buenas maneras, algo cambió en El Bergante y en su tripulación.


Y LA PRÓXIMA SEMANA

martes, 19 de julio de 2016

PIRATAS DE BARBADOS. Cap 8.- Al mando de Patacorta

En este capítulo vamos a hacer un flashback en donde conoceremos las causas de la inquina de Barbanada, Big y seis de sus compañeros respecto a Patacorta y las penurias que pasaron en su juventud.
También descubriremos quienes fueron los pioneros de una práctica tan natural hoy en día como es el nudismo.




8.- AL MANDO DE PATACORTA

La animadversión entre Patacorta y los tripulantes de El Bergante venía de muy lejos. Venía de los tiempos en que José Brown, al que llamaron luego Barbanada, y Bull Big, eran jóvenes, con deseos de aventura y andaban buscando algún barco para enrolarse. Se habían conocido en una taberna de Sandy Bay, un lugar en donde acudían aquellos que buscaban trabajo, y se cayeron bien mutuamente desde el primer momento.
Dos amigos tan diferentes y por ello tan complementarios. El uno era el paradigma de la fuerza y el otro de la inteligencia. Ello no quiere decir que el otro careciera de fuerza: en uno dominaba la potencia y en el otro la técnica. Tampoco quiere decir que el otro estuviera privado de inteligencia, sino que lo que en uno era el impulso, en el otro era la reflexión.
Ambos eran jóvenes, con una educación y una formación alta para aquellos tiempos que corrían, y sentían un gran respeto por la vida ajena y aún más por la propia. Pero tuvieron la desgracia de llegar a Port Royal y enrolarse en “El Papagayo”, un viejo cascarón corsario al mando de August Harris al que llamaban Patacorta. Se comentaba que aquel pecio no aguantaría dos travesías más, y es por ello que Patacorta había encargado la construcción de un bergantín dotado con los últimos cañones y adelantos.
José Brown y Bull Big habían visto el armazón de la quilla en el astillero e imaginaron, con razón, que sería una belleza de barco. Ambos soñaron, desde ese preciso instante, en qué debía sentirse si ellos tuvieran la suerte de poder pilotar aquel bajel.
Pues, como decíamos, ellos y otros jóvenes incautos se habían enrolado en El Papagayo y el Capitán Patacorta tenía que partir pronto en busca de una nueva presa a fin de poder pagar al Almirantazgo su porcentaje del corso para la protección o la pasividad de su flota, así como afrontar los primeros pagos de su nueva nave en construcción, aunque pasaría aún mucho tiempo en acabar de pagarla y poderla hacer al agua.
Un día, bien de mañana, El Papagayo se hizo a la mar. Cada cual empleó sus mejores cualidades: Bull Big su poderosa fuerza y José Brown su mente despierta y su ingenio.
A los pocos días avistaron una nave de carga, pero la tuvieron que dejar marchar porque enarbolaba bandera inglesa.
La travesía se estaba haciendo monótona y el viento en calma provocaba en unos el abatimiento y en otros la belicosidad. Hasta que el vigía avisó de la presencia de una carraca española y solitaria. El Capitán ordenó soltar todo el trapo y, aún con aquella leve brisa, casi imperceptible, le dio alcance en poco tiempo sin darle oportunidad de escapar.
Antes de abordarla, ordenó largar un cañonazo de aviso que no tuvo respuesta alguna y, al poco, la carraca arrió el pabellón en señal de rendición, siendo abordada sin resistencia.
Patacorta hizo revisar todo el barco y encontraron sólo una carga menguada de cereal, algodón, y pescado en salazón, pero nada de oro y joyas. Esto le encolerizó, hizo acarrear a los propios tripulantes de la carraca todo aquello que tuviera algo de valor a las bodegas de El Papagayo, y luego ordenó a su gente que los arrojaran a todos por la borda como pasto de los tiburones y que luego le prendieran fuego al barco.
- Yo no soy un verdugo - saltó Big
José se puso de su parte
- Podemos ser ladrones, piratas, corsarios, filibusteros… o lo que sea, pero no somos asesinos
La verdad es que en su vida jamás habían matado a nadie: Big los ponía a dormir con un solo golpe de sus fuertes puños, y José sabía golpear en unos puntos del cuello y quedaban fulminados, pero vivos.
Aquella insubordinación provocó las iras de Patacorta y a punto estuvo de ordenar que los echaran por la borda a ellos también; aunque, con una sonrisa malévola, acabó diciendo:
- ¿De modo que queréis proteger a esta escoria?. Pensaba tiraros también a los tiburones, pero eso sería una muerte muy rápida, de modo que vamos a hacer algo mejor y más lento.
Conocía muy cerca de allí una pequeña isla que, como mucho, podría sustentar a dos personas. Ya se los imaginaba, y se regodeaba con ello, comiéndose los unos a los otros.
Desembarcó en aquella isla a los seis tripulantes de la carraca que quedaban vivos y a sus dos defensores. Sin armas ni provisiones, sólo con lo puesto les dejó, y partió en busca de una presa mejor.
Lo primero que hicieron, por indicación de José, fue recorrer toda la isla en busca de recursos y refugio. En la parte norte encontraron al pie de una pequeña montaña pelada, que en tiempos debió ser un volcán, un manantial que podía ser suficiente para no morir de sed.
La vegetación se reducía a unos cuantos cocoteros y unos mangles, pero había también unos arbustos con unas pequeñas bayas rojas y Doug Adams, el cocinero de la carraca, los identificó como comestibles. De todos modos, con unos cuantos cocos y unas bayas no tenían ni para una semana y no sabían cuanto tiempo les tocaría permanecer allí.
Justo donde se encontraban los cocoteros había una playa de arena suave en la que descubrieron algunos moluscos, y pensaron que podrían conseguir también algo de pesca, siempre que no hubiera tiburones por allí cerca.
Aparte de las provisiones y el agua, lo primero era conseguir armas o algo parecido, también un refugio o resguardo, aunque esto último no era tan imprescindible en aquel clima tropical. Como mucho podrían apañarse con unos sombrajos para protegerse del sol.
No tenían ni un mísero cuchillo para cortar ramas y hacer algún arpón para pescar y, aunque aquellos arbustos de las bayas tenían unos tallos largos, rectos y fuertes, lo difícil sería hacerles punta. Cortarlos no fue un gran problema, Big tronchó unos cuantos y, por la parte de la fractura, quedaban unos picos astillosos y punzantes que podrían atravesar perfectamente a cualquier pez, de modo que probaron de arponear alguno con éxito variable.
Poco a poco se fueron acomodando y consiguiendo pesca. En las orillas y en la playa había restos de maderas arrastradas por la resaca, las sacaron para que se secaran al sol y apilaron un buen montón. Buscaron por toda la isla cualquier cosa que pudiera arder: troncos caídos, ramas, hojas de cocotero, cocos secos, matorrales... y lo apilaron también. Con aquello tendrían para mantener un pequeño fuego por bastante tiempo y para cocinar el pescado.
Por lo que respecta a los cocos, uno de los tripulantes salvados, llamado Jack Spider , que tenía la habilidad de trepar como una araña, se encargaba de proporcionarles su agua y su carne. Las cáscaras, una vez secas, resultaron un buen material de combustión lenta para mantener el fuego durante mucho tiempo como si fuera carbón, aparte de servir como cuencos a falta de otro tipo de vajilla. También algunas conchas de moluscos les sirvieron de cubiertos.
Pasaban los días y parecía que la colonia podría subsistir así mucho tiempo, aunque no se perdía la esperanza de avistar alguna embarcación y hacerle señales. Para eso, el marinero Spider trepaba a menudo al cocotero más alto y oteaba el horizonte, aunque sin resultados.
También habían apilado, en lo alto de aquella pequeña montaña, unos cuantos haces de matorrales y hojas de cocotero para hacer una señal de humo en cuanto se avistara algo.
Pero los días pasaban y las ropas comenzaban a deteriorarse con el uso. José tuvo una idea que fue sometida a votación y aprobada por mayoría. Sólo dos fueron reacios, por vergüenza de su figura o constitución física; pero, a fin de cuentas, ya se habían visto así muchas veces al bañarse o pescar. Toda la ropa se lavó, secó y guardó cuidadosamente para conservarla lo mejor posible hasta el momento en que alguien llegara a rescatarlos.
Y así nació, en una pequeña isla del Caribe, en una playa paradisíaca, la primera comunidad de personas desprovistas de prenda alguna de ropa y también de cualquier clase de calzado.
Algunos, por vergüenza, habían comenzado a usar unas hojas grandes como taparrabos; pero, al poco, dejaron de usarlos por su incomodidad y porque todo aquello comenzaba a resultar de lo más natural.
Pasaron seis meses hasta que Spider divisó una vela en el horizonte. No es que tuvieran un calendario ni que la medición del tiempo les resultara vital, pero José se había preocupado de llevar la cuenta.
Tan pronto avisó el vigía, salieron todos corriendo a lo alto de la montaña con unas ramas encendidas y prendieron fuego a la hoguera. Un denso humo blanco brotó de aquellos matorrales y hojas y no dejó de ser advertido por la nave que Spider había avizorado.
- Hay humo en aquella montaña – gritó el vigía
- Parece un volcán – dijo el segundo de a bordo – será mejor no acercarse a esa isla
- No sé – respondió el capitán – a mí me parece el humo de una fogata. Será mejor investigarlo. De cualquier modo, si es un nuevo volcán, seremos los primeros en descubrirlo y divulgarlo. ¡Pronto! ¡El catalejo!
- Aquí lo tiene, mi Capitán
- ¡Contramaestre! Eche un vistazo e informe.
- ¡Santo Dios! ¡Están en pelotas! ¡Cielo santo!
- ¿Qué ha bebido Manfred?
- Nada, mi Capitán, pero allá, en lo alto hay un grupo de gente desnuda saltando en torno a una hoguera.
- A ver, a ver… páseme el catalejo, porque me parece que se le ha ido la mano con el ron.
- Ahí va, mi Capitán, pero le juro que no he bebido nada
- ¡Santo Dios! ¡Sí! ¡Santo Dios!, tiene razón Manfred, y parece que hacen señas. ¿Será acaso una danza ritual?
- Yo no me fiaría, mi Capitán. Igual hacen como las sirenas para atraer a los marineros y … ¡zás!
- No se preocupe, su retaguardia está bien segura, yo más bien creería que es una petición de auxilio. ¡Timonel! ¡rumbo a esa isla!
- No, mi Capitán, yo no me fiaría. ¿Y si luego…?
- No sea usted tan pusilánime Manfred, ya verá como no nos hacen nada, aunque a alguno que yo me sé de la tripulación no le importaría.
Y “Le Tulip” puso rumbo a la isla desconocida sin temor alguno a aquellos extraños indígenas.
Tan pronto vieron que cambiaba de rumbo y se aproximaba, bajaron corriendo a vestirse. Al principio se hicieron un lío con las ropas; salvo las de Big que, por su tamaño, eran inconfundibles.
Todos, una vez vestidos y calzados, se acercaron a la playa en el momento en que arribaba una lancha de la nave que quedó fondeada lejos. Llevaba bandera holandesa, pero a ellos les hubiera dado igual cualquier bandera, incluso la pirata, salvo la de Patacorta.
Aquel barco iba en dirección a Belice y todos fueron muy bien acogidos a bordo. Además, mientras relataban sus peripecias, pudieron comer otras cosas, algo muy diferente del pescado, cocos y bayas que durante tantos meses había sido su única dieta. También pudieron, después de mucho tiempo, volver a echar algún trago de ron, con permiso de Manfred.

Y LA PRÓXIMA SEMANA

miércoles, 13 de julio de 2016

PIRATAS DE BARBADOS. cap 7.- El tesoro de El Olonés

La búsqueda de un tesoro no puede faltar
en una historia de piratas que se precie; y
si  ya en el capítulo tercero encontraron
 uno sin buscarlo, ¿qué puede pasar esta
vez cuando siguen un mapa misterioso en
una isla no menos misteriosa?

7.- EL TESORO DE EL OLONÉS

El Capitán Barbanada dirigió El Bergante hasta las islas de Sotavento Sur y llegaron sin incidente alguno; lo que, en cierto modo, le decepcionó. Había pensado, mientras pasaban cerca de Cartagena que, si se encontraba algún barco de guerra, podría darse el gustazo de enviarlo al fondo con los tiburones; pero, para disgusto de Barbanada, no tuvo esa suerte.
Ya habían visto que aquella isla del mapa no se parecía a ninguna de las cartografiadas, de modo que debía ser una isla no muy grande, aún desconocida en aquel archipiélago que se extendía frente a Maracaibo, aunque no un islote. En el mapa de El Olonés se marcaban unos detalles muy significativos: una montaña, que podía ser un antiguo volcán, y en el perfil de la costa se señalaba con una cruz una especie de ensenada o cala bastante amplia, aparte de otros detalles dibujados en el interior de la isla.
Por eliminación y, tras haber rodeado varias; unas sin montaña y otras sin aquella ensenada, el Capitán creyó haber llegado a la Isla. Creyó, pero no estaba del todo seguro. La montaña se destacaba sobre el cielo en el sur y la cala estaba en el nordeste, en eso coincidía aparentemente con el mapa, pero… aquella cala era un tanto especial.
Habían tenido que dejar el barco fondeado a media milla, cuando ya comenzaba a haber riesgo de embarrancar, y se habían aproximado con la chalupa, internándose lo más posible; porque, como decíamos, era una cala muy especial. No había manera humana de desembarcar y penetrar en la isla, estaba cerrada por unos altos acantilados de paredes verticales totalmente inaccesibles, que parecían una fortaleza inexpugnable.
Todo esto convenció al Capitán de que no se equivocaba, la isla era aquella, pero… ¿Cómo acceder a la misma y llegar a la montaña?. Al pie de ella se dibujaba en el plano una marca, como señalando el objetivo y una línea con dibujos desde allí en donde se encontraban.
Regresaron al barco  y rodearon en su totalidad la isla buscando un punto vulnerable en donde el desembarco fuera más fácil, pero toda ella estaba circundada de altos acantilados cortados a pico y no había ni una mísera playa que facilitara el acceso, de modo que regresaron al punto donde habían fondeado y volvieron con la chalupa a aquella cala marcada en el mapa.
- Tendremos que abandonar. No hay manera de poder escalar este acantilado – dijo el Capitán, tras sopesar la situación
Pero la solución no tardó mucho en presentarse, Jack Spider se dirigió a Barbanada y le dijo:
- Mi Capitán, si me lo ordena, aunque no haría falta porque me ofrezco voluntariamente, esas piedras me las meriendo o dejo de llamarme Incy Wincy, el que no se rinde y lo intenta las veces que haga falta, si usted quiere, ahora mismo escalo esa tapia y les envío un cabo para que puedan subir. Ya verá como no es tan difícil como parece.
Tal como lo dijo, lo hizo. Se cayó una vez pero, como sucede con las arañas, no sufrió daño alguno, aunque bien podría ser porque había caído al agua. Cuatro veces más estuvo a punto de caerse, pero se agarraba como una lapa, y llegó arriba, a lo más alto del acantilado. Dejó colgar un cabo ligero, de un solo cordón, y abajo ataron otro más resistente, de tres cordones, lo izó, lo fijó atándolo al tronco de un grueso árbol y se tumbó a la sombra del mismo a dormir. A partir de ahí todo era problema de los de abajo, se dijo, él ya había hecho su trabajo.
Trepó el Capitán con un reducido y elegido grupo formado por:Albert Boades “Berty” el cordelero, Georg Berg el afilador, Tonino Vera, y Joao “Cañones” el armero. Subieron también los pertrechos y recogieron el cabo, porque no sabían si lo iban a necesitar más tarde.
Cuando estuvieron todos, equipados y descansados, emprendieron la marcha hacia la señal más próxima.
El siguiente punto marcado en el plano era una pequeña laguna, formada por un riachuelo que descendía ruidoso de la montaña. Después había que seguir el curso del agua hasta la siguiente marca. Marchaban por un terreno escabroso, los machetes no paraban abriendo camino a la fila de expedicionarios. A derecha e izquierda se presentaban, a veces, despeñaderos, corrimientos de tierras y piedras sueltas. El Capitán tuvo el buen criterio de hacer una cordada, como si fuera un grupo de escaladores. Todos estaban atados a un cabo, de modo que si alguien resbalaba o perdía pie, los demás le podrían auxiliar. Y no pasó mucho tiempo en demostrarse que el Capitán estaba, como de costumbre, acertado.
Llegaron a un terreno, aunque pedregoso, selvático. Algo así como una senda se dibujaba levemente, atravesando la maleza, como si en tiempos se hubiera desbrozado, transitado o que fuera la ruta de la fauna local, pero no habían visto rastro alguno de animales.
Aquello incitaba a seguir, era como la línea de mínimo esfuerzo, casi parecía un camino carretero comparado con lo que habían tenido que transitar hasta llegar allí. De modo que, cortando con sus machetes alguna rama o algún que otro matorral o trepadora, siguieron avanzando por aquella especie de senda fácil, hasta que súbitamente…
- ¡Socorro! - gritó Joao “Cañones”, al que en aquel momento le había tocado como cabeza de la expedición.
Todos se pararon en seco; bueno totalmente en seco no, porque aquella especie de selva, como suele pasar en todas las selvas, era un lugar asquerosamente húmedo y fangoso.
Como decíamos, todos se pararon, y algunos de ellos se agarraron a los matorrales circundantes.
Cañones” había quedado pataleando, colgando de la cuerda, suspendido en un profundo pozo excavado en aquella especie de camino. Una cubierta hecha con cañas de bambú, hojarasca y musgo, había cedido a su paso y en el fondo había mas cañas de bambú pero éstas clavadas en vertical y cortadas en punta de lanza. De no haber estado atado a los demás, Joao “Cañones” habría quedado ensartado en el fondo del hoyo.
Todos tiraron del cabo para sacarlo de aquella trampa. Estaba claro que podría haber otras trampas, por lo que el Capitán advirtió a todos que anduvieran con mucho cuidado, cosa que no hacía falta advertir. Siguieron aquel camino, pero ahora con cien ojos.
El sendero descendía poco a poco y moría en una hondonada, la vegetación se iba cerrando más y más y hacía falta hacer uso de los machetes más a menudo. El sendero había desaparecido casi, engullido por la espesa vegetación. El dilema era: o regresaban por el mismo camino, o seguían adelante abriéndose paso a fuerza de machetes.
Ahora abría la marcha el afilador, George Berg, su machete era el que mejor cortaba de todos y, cuando golpeó un tronco seco, se produjo un derrumbe, una especie de muro de barro se había roto y, entre los cascotes comenzaron a salir serpientes silbando amenazantes. No sabían si eran venenosas o no, ni perdieron tiempo en averiguarlo, todos se dieron la vuelta y salieron corriendo sin mirar en donde pisaban, enredándose con los cabos que les unían, tropezando los unos con los otros. Suerte que aquel camino lo habían hecho antes y sabían que no ocultaba trampa alguna.
Al rato, un largo y terrorífico rato, se detuvieron. No podían seguir por allí, debían continuar bosque a través, hacia lo alto, buscando un terreno más despejado y alejarse de las posibles añagazas. Sería más duro pero pensaron que sería más seguro, sólo podían encontrarse con alguna serpiente, pero no con la sorpresa de una gran colonia de ellas.
Estaba claro que toda la isla no iba a estar llena de trampas. Hasta ese momento se habían dejado guiar por las marcas del plano; pero ahora avanzarían, más o menos dificultosamente, pero por donde ellos quisieran. Hicieron noche en un claro y maldurmieron sobre unas rocas, lejos de la vegetación que pudiera esconder animales peligrosos, para sentirse más seguros.
Las provisiones se habían calculado para la ida y el regreso en función del tamaño de la isla y la distancia a recorrer, aunque con un margen adicional, pero a aquel paso tardarían más de lo previsto y se podía comprometer el regreso. Aparte de alguna serpiente no habían visto ningún animal ni fruto que les pudiera servir de alimento, de modo que el Capitán tuvo que racionar las provisiones; y el agua también fue escrupulosamente administrada porque, desde la primera parte del recorrido, no habían encontrado ningún manantial o arroyo y ahora estaban atravesando un terreno árido y seco.
El Olonés ya había muerto hacía años tras un naufragio y devorado por unos nativos antropófagos, pero había elegido una isla muy segura para su tesoro y una tumba para los que intentaran arrebatárselo, y aquella isla reunía todas las condiciones. ¿Habría pensado acaso que podía morir antes de recogerlo? ¿Habría pensado acaso que él también lo tendría difícil para recuperar su tesoro?, o ¿Habría otro camino más fácil?
Los expedicionarios lo tenían muy difícil, aunque no desfallecían. Veían la montaña cada vez más cerca y eso les daba ánimos. ¿Quién podría pensar que unos piratas de El Bergante se pudieran rendir?
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Mientras tanto; El Bergante, fondeado frente a la isla, se vio bloqueado por los cuatro galeones de la Flota Inglesa al mando del Comodoro Patacorta. Cualquier resistencia habría resultado inútil, se veían atrapados entre las paredes rocosas de la isla y las naves enemigas.
Big; venciendo sus instintos belicosos y escuchando a la prudencia, ordenó arriar la bandera pirata, la dobló cuidadosamente y la guardó en un cajón del camarote del Capitán.
Una chalupa, desde una de las naves, se acercó, la amarraron y treparon a cubierta seis personajes ataviados con el uniforme de la Armada, dando por concluida la rendición.
A Big le sorprendió comprobar que uno de los recién llegados era el propio Comodoro Patacorta, viejo conocido y odiado. Nadie hubiera creído en él semejante muestra de valor. Éste interrogó a la tripulación sobre el paradero del Capitán y no obtuvo respuesta, aunque comprendió que debía estar en la isla. Mandó enviar señales a los otros barcos de la flota y, al poco, llegaron tres chalupas más, cargadas de marineros que desarmaron a la tripulación y les encerraron bajo llave en la bodega, no sin antes hacer izar nuevamente la bandera pirata por orden del Comodoro Patacorta, cosa que hizo Big en persona, pero en su rostro se dibujó una enigmática sonrisa que nadie advirtió.
El Comodoro había hecho revisar todo el barco y dio con el tesoro de Barbalarga, hizo que lo llevaran a la nave capitana y designó a uno de sus ayudantes como capitán de El Bergante, ordenándole que se cambiaran todos las ropas con las de los prisioneros, esperara al regreso del Capitán y quien lo acompañaba, los capturara y condujera el barco junto con sus prisioneros a las mazmorras Port Royal que aún se conservaban en pie.
Las cuatro chalupas regresaron a sus galeones y abandonaron El Bergante con aquella falsa tripulación.
Las cosas son como son, y los hombres también. Los nuevos tripulantes dieron con la reserva de ron, de vodka y de tomates y, tal como habían oído decir que lo hacían los de El Bergante, comenzaron a prepararse sus Bloody Mary, aunque con una proporción más alta de Mary que de Bloody.
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En la isla las cosas no les iban mejor que en el barco, pero ya estaban al pie de la montaña; sólo faltaba saber en qué lugar de la falda encontrarían la siguiente pista. Habría que ir bordeando la ladera hasta encontrar unas rocas colocadas en forma de dolmen, pero en el mapa se dibujaban dos rutas idénticas y en direcciones opuestas. ¿Cuál sería la correcta?. Era evidente que se trataba de un engaño y se pretendía confundir, cuando no llevarles a una trampa.
El problema era rodear la montaña en el sentido de las agujas del reloj o rodearla en sentido contrario, elegir el camino erróneo podría representar horas o días, y las provisiones iban menguando.
El Capitán Barbanada decidió avanzar en el sentido de las agujas del reloj. Había oído que El Olonés era diestro y no zurdo, aunque no estaba muy seguro, y aquella corazonada podía resultar equivocada.
Y el Capitán, como siempre, tuvo suerte. A las pocas horas, se podían ver entre la vegetación tres enormes piedras colocadas en forma de cobertizo. Decidió no acercarse demasiado a ellas por si eran una trampa o por el riesgo de que hubiera alguna otra por los alrededores.
La siguiente pista, partiendo de allí era una encina centenaria y solitaria en dirección a la cima de la montaña. En el plano había el dibujo de una especie de árbol, y la hallaron, pero ya se había hecho de noche y debían parar a descansar.
Y allí estaban, pendientes de que amaneciera, tan solo cien pasos hacia levante, según las notas del plano, les separaban del tesoro.
El Capitán sabía situar el este sin necesidad de esperar al amanecer, lo sabía por las estrellas, lo habría sabido también por la brújula que, incomprensiblemente e inexcusablemente, había olvidado. De todos modos no era conveniente caminar ni cien ni tan siquiera diez pasos en aquel terreno pedregoso y en la oscuridad más absoluta, por eso prefirió esperar hasta el amanecer a fin de no errar ni siquiera un minuto de arco.
Salía el sol y la cordada se acabó de poner en marcha. Albert Boades era, en esta ocasión, el primero de la fila e iba contando en voz alta los pasos, del uno hasta el cien.
Caminaban en dirección a aquel deslumbrante sol saliente y atados de nuevo en previsión de sorpresas. Parecía que aquel caminar, sobre rocas sueltas no se acabara nunca.
- Ochenta y nueve, noventa, noventa y uno, noventa y dos...
Cegado por aquel sol refulgente, Albert perdió pie, pero no acabó de caer. Ante él se abría un precipicio insondable, pero a media altura se podía ver una cornisa en la roca.
- ¿Y ahora qué? - dijo en voz alta el Capitán
Y se escuchó:
- ¿Y ahora qué?
- ahora qué?
- ora qué?
- ra qué?
- qué?
- Dejadme caer y ya os diré algo – dijo Spider
Sujetaron el cabo a una enorme roca y le fueron dejando caer poco a poco hasta que notaron que ya no pesaba. Spider había llegado a la cornisa. Le vieron avanzar cautelosamente hacia la derecha y luego a la izquierda. Después les hizo señas para que descendieran y, uno por uno, se deslizaron por el cabo hasta llegar a la repisa. Él les iba recibiendo y esperaron a que bajara Tonino Vera, que iba en último lugar. Luego Spider les precedió hasta el lugar en que se abría la boca de una cueva en la pared rocosa.
- ¿Habrá trampas? ¿O no? - se preguntó el Capitán.
Pero se adentraron en aquella caverna con la máximas precauciones sin tropezarse con ninguna sorpresa, ni con nada. Aquella caverna no parecía obra de la mano del hombre, era una cueva natural, no muy amplia, y estaba totalmente vacía. No había ni un resto, ni la más mínima señal que indicara que por allí hubiera pasado alguien en muchos años. Pero aquel era el punto señalado en el mapa, de eso estaban plenamente convencidos.
- ¿Se habrían llevado ya el tesoro, dejando la cueva vacía? ¿Habremos llegado tarde? - se preguntaron todos
Algo no cuadraba en aquella cueva, algo estaba fuera de lugar, algo no encajaba. El Capitán se quedó mirando absorto a una enorme roca que reposaba al fondo de la oquedad, le llamó poderosamente la atención. En una cueva como aquella, horadada por la disolución de la caliza, no parecía muy natural aquella roca granítica, como las que formaban la cornisa del precipicio.
Otro menos observador habría desistido al ver la absoluta ausencia de señales y rastros de presencia humana, pero aquella roca era una anomalía y tampoco se apreciaba que se hubiera desprendido del techo, alguien la había puesto allí y con un motivo, ocultar algo.
Posiblemente ya no hubiera más trampas, la propia cueva era una trampa en si misma, un engaño para la vista, un trampantojo, pero aún así no abandonaron las precauciones mientras se preparaban para mover la roca. Menos de tres personas no hubieran podido, pero ellos la hicieron deslizar con un chirrido, empujando todos a un tiempo.
Bajo la roca había excavada una abertura, y en la abertura…
- ¡Eureka! - gritó el Capitán – lo hemos encontrado.
Cuatro cofres de madera, reforzados con flejes y remaches de hierro, reposaban en el fondo del agujero. Los sacaron uno a uno, forzaron los cerrojos y pudieron comprobar que estaban llenos de monedas de oro, joyas, piedras preciosas y otros muchos objetos valiosos.
Lo celebraron con un trago de ron de la última botella que les quedaba.
Pero ahora se trataba de regresar, y con la carga, y eso les preocupó a todos. No quedaban muchas provisiones, el agua se acababa y aquella isla parecía lo más seco que habían visto, pese a lo húmedo de la selva y el arroyo del primer día. Pero aquel arroyo quedaba muy lejos y el regreso por el mismo camino era impensable. Pronto se quedarían sin agua y sin provisiones, estaban perdidos irremisiblemente. Pero una pregunta rondaba por la cabeza del Capitán. Algo le intrigaba aún más que cualquier otra cosa:
- ¿Cómo había localizado El Olonés esta cueva? Viniendo por donde hemos llegado es imposible verla, la única forma es desde el páramo que se extiende a los pies de este farallón.
Los piratas habrían trepado por la pared hasta la cueva y, desde allí, habrían regresado a su barco. Aquel camino parecía más fácil y corto que el que les había llevado hasta allí, aparte de que era más fácil para ellos descender y bajar los cofres, que izarlos hasta lo alto y trepar para regresar por donde habían venido y además cargando con los cofres. Algo impensable. Definitivamente tenían que descender y, para eso, había que recuperar el cabo que pendía aún desde allá arriba.
Spider trepó hasta lo más alto, anudó al cabo grueso el otro más delgado y lo pasó alrededor de la roca, descendió agarrado a los dos y luego tiró del grueso hasta que cayeron ambos, luego fijó el cabo a aquella roca de la cueva, no había otra cosa a la que hacerlo, y descendió a reconocer el terreno. Al poco rato regresó, como una ardilla que trepase por un tronco, y dijo:
- Mi Capitán: abajo es bastante llano y casi no hay maleza, se puede marchar a buen paso y llegar a la costa en poco tiempo, pero los cofres pueden entorpecer mucho la marcha. Recomiendo que los enterremos ahí abajo, marquemos el sitio y vayamos a buscar ayuda al barco.
Ataron los cofres y los bajaron uno a uno. Spider estaba abajo, los desataba y daba tres tirones para que volvieran a bajar el siguiente. Luego descendió el resto de la tripulación; estaban todos muy acostumbrados a trepar y deslizarse por las jarcias, y en poco rato estaban todos reunidos.
Spider, contra la voluntad del Capitán, trepó de nuevo hasta desatar el cabo, no estaba dispuesto a dejarlo allí y seguro que les haría falta en el regreso. Cayó la cuerda y Tonino Vera se puso a enrollarla; aún no había terminado de hacerlo cuando le vieron, de saliente en saliente y de grieta en grieta, como una cabra montés descendiendo de aquella pared vertical.
Cavaron en aquel suelo pedregoso, enterraron los cofres y pusieron una señal apilando unas cuantas piedras; pero no lo hicieron allí mismo, lo hicieron a cien pasos de los cofres y orientadas en línea recta con el tesoro y la boca de la cueva, que se veía negra y redonda allá en lo alto.
Y emprendieron la marcha.
Definitivamente; aquella isla, quitando el pequeño riachuelo que encontraron al principio y la humedad de aquella zona de selva, era lo más seco que habían visto, así que tendrían que administrar muy bien el agua que les quedaba y llegar lo más pronto posible al barco.
En el regreso no tenían que preocuparse por la existencia de trampas, éstas sólo estaría en la ruta marcada en el plano y, posiblemente, se había marcado aquella ruta para desorientar y acabar con los ladrones.
Al cabo de un día llegaron a la costa, derrengados, sedientos y hambrientos. El regreso había sido muy rápido, porque pudieron caminar a buen paso y no tuvieron que irse abriendo camino con los machetes ni preocuparse por las trampas. Ahora sólo les faltaba encontrar el barco que, según las indicaciones del mapa y el propio instinto, no debería andar muy lejos.
Envidiaban a los afortunados que se habían quedado a bordo tan ricamente. En aquel momento estarían de juerga, bien comidos, bien bebidos y bailando al son de la Banda.
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Pero el Capitán y sus acompañantes no se podían imaginar lo que estaba sucediendo a bordo de El Bergante. Sus tripulantes estaban encerrados y el barco estaba tomado por una guarnición de la Flota Inglesa que comandaba el Comodoro Patacorta. Éstos sí que estaban bien comidos, bien bebidos y de juerga, pero Big y los suyos estaban pasando las mismas privaciones que sus compañeros de la isla, y encima en una bodega oscura y maloliente; bueno, maloliente no porque también la bodega la mantenían limpia como los chorros del oro, pero olía a humanidad tras el largo encierro sin poder bañarse y sin unos sanitarios adecuados.
El capitán provisional de El Bergante pensaba que las privaciones les haría doblegarse a su voluntad y les haría más dóciles y manejables, que hablarían por los codos. Pero no contaba con la bravura de los hombres de Barbanada. El muy …….(censurado) pensaba que la educación y los buenos modales eran un signo de debilidad, y se equivocaba por completo.
Por eso los tenía sometidos al hambre y la sed, mientras intentaba sonsacarles algo sobre lo que hacía el Capitán en tierra y cuántos iban con él. Pero en sus interrogatorios no recibió ninguna respuesta y sí unos cuantos epítetos insultantes, educados pero insultantes:
- Malandrín, mastuerzo, soplagaitas, bacín, amorfo, bueno para nada, chiquilicuatre…
Con los que no se sentía ofendido porque no se sentía insultado, y es que no entendía nada de nada.
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Bordeando la costa avistaron el barco en el mismo lugar en que lo dejaran fondeado. Aún estaba lejos, pero no tardarían ni un día en llegar a la chalupa con la que habían desembarcado. Tomaron las últimas migajas de pan que quedaban en el fondo del saco de las provisiones y el último sorbo de agua y descansaron hasta amanecer.
Al día siguiente ya tenían el barco muy a la vista, lo más a la vista posible desde la isla. Desde lo alto de aquel acantilado se le veía perfectamente flotando sobre la mar en calma.
Ya habían anudado el cabo al mismo árbol de la vez anterior y se disponían a descender, cuando el Capitán les hizo detenerse. Había visto algo muy extraño e impropio de su barco. Aparte de que, en la calma chicha de aquel momento, no se oía sonido alguno, ni a la banda tocando, ni los gritos de la tripulación y que no se veía a nadie por la cofa, ni trepando por la arboladura, aquella bandera no era la suya, aquella tenía dos tibias cruzadas como cualquier pirata, era la de La Gaviota que tenía guardada en un cajón.
Con el catalejo pudo confirmar lo que había sospechado sobre la enseña pirata y pudo distinguir gente vistiendo las ropas de su tripulación, pero no lo eran, a él no le daban gato por liebre.
El marinero que llevaba las ropas de Zurdo Johnson no caminaba con su paso peculiar e inconfundible, puesto que no solo era zurdo de mano sino también de pie. Otro que llevaba la ropa con los colores de Will El Cabezota estaba reparando cabos, aparentemente, pero Will siempre procuraba evitar ese trabajo y se lo endosaba a cualquier otro.
La conclusión era clara: alguien había tomado el barco, intentaba hacerse pasar por sus tripulantes y la tripulación estaba prisionera.
No sabía de quién había sido la gran idea de sustituir la bandera de El Bergante por la de La Gaviota, pero la suerte de todos podría cambiar gracias a ese sencillo pero decisivo detalle.
No había vigía a la vista, parecían estar muy despreocupados pero, aún así, esperaron a descender por la pared del acantilado cuando ya hubiera oscurecido lo suficiente.
Llegaron hasta la chalupa y no perdieron tiempo en recuperar el cabo que pendía del acantilado, se quedó allí colgando. El viento estaba en calma, de modo que tuvieron que remar. De todos modos izar la vela, aparte de que no hubiera servido de nada, habría supuesto una mayor visibilidad de la chalupa por quien pudiera estar de vigilancia en la nave.
No se acercaron demasiado al casco para evitar que la chalupa topara con él o que el sonido de los remos pudiera provocar alarma. De modo que se acercaron nadando los últimos metros; y fue, otra vez, Spider quien trepó como una araña por el casco y les largó un cabo desde cubierta. Mientras los demás trepaban por él, Spider dio buena cuenta de un marinero que hacía guardia en la borda de estribor. Lo despachó con un certero golpe de cabilla en todo el cráneo y lo puso a dormir plácidamente, esperaba no habérselo roto, pero aquel ya no estaba en condiciones de dar ninguna alarma.
Los demás ya estaban en cubierta y se desplegaron en silencio por babor y estribor. Tan solo se escuchaba a cada paso el sonido apagado y chapoteante del agua acumulada dentro de las botas !chof! ¡chof!, por eso procuraban pisar con el máximo sigilo posible.
Llevaban sus espadas o machetes, pero lo más silencioso resultaba lo que había hecho Spider, así que todos se armaron de cabillas y fueron poniendo a dormir, uno por uno, a los pocos marinos que estaban de guardia.
El Capitán, junto con Berg y su inseparable machete, descendieron a la bodega a liberar a su tripulación, mientras que los otros se dispersaron y fueron cerrando camarotes y compartimentos, dejando encerrados a todos los captores. Se habían cambiado las tornas.
Barbanada no encontró resistencia para liberar a Big y los suyos. Los marinos estaban tan confiados, que no se habían molestado en poner guardia, y tampoco temían que Big, golpeando la puerta, pudiera provocar otra catástrofe como la de Port Royal. Big los condujo a todos hasta la Santabárbara y se armaron con sables y pistolas.
Mientras tanto, Spider había llegado al camarote del Capitán y lo encontró ocupado por su suplente, dormitando profundamente. Apartó cuidadosamente todas las armas lejos de su alcance, apoyó el cañón de su pistola en la frente del durmiente y le gritó:
- ¡Ríndete capitán de pacotilla!
El otro sintió la fría boca del cañón en la frente junto con una bota chorreante pisándole la tripa, y levantó las manos. No reparó en que la pistola también goteaba y que la pólvora estaría mojada.
Llegó Barbanada a su camarote y se encargó de su suplantador, aunque tuvo la deferencia de no atarle las manos, confiando en la palabra del prisionero puesto que se había rendido incondicionalmente y que, además, estaba indefenso, desarmado y no tenía nada que hacer contra ellos.
Poco a poco le hizo pasear por todos los camarotes y estancias, haciéndole llamar a su tripulación, ordenándoles dejar las armas y que se entregaran. Luego los llevaron a cubierta en donde esperaba toda la tripulación del Bergante y Big, muy enfadado, les espetó:
- Ahora vais a saber lo que es pasar hambre y sed ¿o preferís pasear por la plancha hasta la boca de los tiburones?
- No Big, no somos como ellos, pero creo que recordarás lo que nos hizo su jefe y vamos a darles un trato parecido, les llevaremos a una isla en la que tendrán agua y comida, no mucha comida, y tendrán que luchar por ella, aunque eso será su problema, como lo fue nuestro. Pero mientras estén bajo nuestra custodia no les faltará agua y algo de comida, aunque no para atiborrarse, porque supongo que han dejado las despensas vacías y deben quedar pocas provisiones. Habrá que racionar todo, y de agua tampoco debe quedar mucha. Por cierto, que alguien nos traiga algo de agua, que llevamos dos día sin beber.
- ¿Y no preferiría una botella de ron, mi Capitán?
- No; agua, agua. Y en cuanto al ron y el vodka no creo que hayan dejado mucho tampoco.
Los encerraron donde antes ellos habían tenido prisioneros a Big y los demás. Se revisaron las provisiones y no había para más de dos días. El Capitán había pensado dejar a los prisioneros en la Isla de Barbacana, pero la escasez de provisiones en la despensa hacía impensable una travesía hasta allí, de modo que se decidió por llevarlos a otra isla mucho más cercana, la Isla de los Cocos, que conocían muy bien y en la que podían contar con cocos, agua y pesca, lo mismo que a ellos les había permitido seguir con vida hacía años y en donde, no hacía mucho, habían tenido que parar para remendar las velas.
Debían partir cuanto antes para desembarcarlos allí, acercarse luego a Barbados y comprar lo imprescindible para llegar a La Tortuga, en donde sí que podrían conseguir todo lo necesario.
Patacorta se había llevado el Tesoro y todo el dinero que tenía el Capitán en su camarote, de modo que no quedaba nada para pagar las provisiones, y en Barbados no se fía. Los marinos prisioneros también habían arramblado con todo lo de valor y, una vez recuperado, no daba para mucho. Era un problema, un gran problema. ¿Tendrían que abordar otro barco para conseguir oro?. El Capitán nunca había considerado el oro más que como una cosa inevitablemente necesaria para poder pagar las provisiones, pero no por su valor en sí, porque el oro no se come ni se bebe, decía.
Spider se acercó al Capitán y solicitó hablar con él en privado. Ya en el camarote, sacó de un bolsillo un puñado de diamantes que había cogido de uno de los cofres antes de enterrarlos. Con aquello habría para reponer provisiones y también para mucho más.
Antes de levar el ancla e izar velas, el Capitán hizo sustituir la bandera pirata de La Gaviota, que aún ondeaba, por la bandera de siempre y, al guardarla otra vez en el cajón de su camarote, le dio un beso en agradecimiento por haber salvado al barco y a todos ellos.
Pronto llegaron a la Isla de los Cocos y liberaron allí a sus prisioneros, pero les prometió enviar un mensaje a Patacorta indicándole su paradero, aunque no antes de seis días, que es lo que ellos habían mantenido encerrada sin provisiones a su tripulación.
Luego se dirigieron a Barbados para reponer la despensa y recargar agua. Alguien había propuesto regresar después a la isla de El Olonés y recuperar el tesoro; pero, no solo el Capitán, sino casi toda la tripulación, lo que deseaban era darle una lección al Comodoro Patacorta. El recuerdo de aquellos días de encierro, humillación y privaciones era un tema recurrente en todas las reuniones de a bordo, y mucho más aún para aquellos ocho que habían tenido la desgracia de caer en sus manos cuando aún era un pirata.
Algunos le recriminaban a Big:
- ¿Y por qué no hiciste como en Port Royal? tienes fuerza suficiente, la puerta no se te habría resistido.
- ¿Querrías que hundiera el Bergante con todos nosotros dentro? pues por eso no lo hice.
Y es que Big se había convencido de que había sido él, y no un terremoto, lo que había acabado con el Gobernador y casi todo Port Royal.

Y LA PRÓXIMA SEMANA
AL MANDO DE PATACORTA