La búsqueda de un tesoro no puede faltar
en una historia de piratas que se precie; y
si ya en el capítulo tercero encontraron
uno sin buscarlo, ¿qué puede pasar esta
vez cuando siguen un mapa misterioso en
una isla no menos misteriosa?
7.-
EL
TESORO DE EL OLONÉS
El
Capitán Barbanada dirigió El Bergante hasta las islas de Sotavento
Sur y
llegaron sin incidente alguno; lo que, en cierto modo, le decepcionó. Había pensado, mientras pasaban cerca de Cartagena que, si
se encontraba algún barco de guerra, podría darse el gustazo de
enviarlo al fondo con los tiburones; pero, para
disgusto de Barbanada,
no tuvo esa suerte.
Ya
habían visto que aquella isla del mapa no se parecía a ninguna de las
cartografiadas, de modo que debía ser una isla no
muy grande, aún
desconocida en
aquel archipiélago que se extendía
frente a Maracaibo, aunque no un islote. En el mapa de El Olonés se marcaban
unos
detalles muy
significativos:
una montaña, que podía ser un antiguo volcán, y en el perfil de la
costa se señalaba
con una cruz
una especie
de ensenada
o
cala
bastante amplia, aparte
de otros detalles dibujados en el interior de la isla.
Por
eliminación y, tras haber rodeado varias; unas sin montaña y otras
sin aquella ensenada, el Capitán creyó haber llegado a la Isla. Creyó, pero no estaba del todo seguro. La montaña se
destacaba sobre el cielo en el sur y la cala estaba en el nordeste,
en eso coincidía aparentemente con el mapa, pero… aquella cala era
un tanto especial.
Habían
tenido
que dejar
el barco fondeado a media
milla, cuando
ya comenzaba a haber riesgo de embarrancar,
y se habían aproximado
con la
chalupa, internándose
lo más posible; porque, como decíamos, era una
cala muy
especial. No había manera humana
de
desembarcar y penetrar en la
isla, estaba cerrada por unos altos
acantilados de paredes verticales totalmente
inaccesibles, que
parecían una fortaleza inexpugnable.
Todo
esto convenció al Capitán de que no se equivocaba, la isla era
aquella, pero… ¿Cómo
acceder a la misma y llegar a la montaña?. Al
pie de ella se dibujaba en el plano una marca, como señalando el
objetivo y
una línea con dibujos desde allí en donde se encontraban.
Regresaron
al barco y rodearon en su totalidad la isla buscando un punto
vulnerable
en
donde el desembarco fuera más fácil, pero toda ella estaba
circundada de altos acantilados cortados a pico y no había ni una
mísera playa que facilitara el acceso, de modo que regresaron al
punto donde habían fondeado y volvieron con la chalupa a aquella
cala marcada en el mapa.
-
Tendremos que abandonar. No hay manera de poder escalar este
acantilado –
dijo el Capitán, tras sopesar la situación
Pero la solución no tardó mucho en
presentarse, Jack Spider se dirigió a Barbanada y le dijo:
- Mi
Capitán, si me lo ordena, aunque no haría falta porque me ofrezco
voluntariamente, esas piedras me las meriendo o dejo de llamarme Incy
Wincy, el que no se rinde y lo intenta las veces que haga falta, si
usted quiere, ahora mismo escalo
esa tapia y les envío un cabo para que puedan subir. Ya
verá como no es tan difícil como parece.
Tal como lo dijo,
lo hizo. Se cayó una vez
pero, como sucede con las arañas, no sufrió daño alguno, aunque
bien podría ser porque había caído al agua. Cuatro veces más
estuvo a punto de caerse, pero se agarraba como una lapa, y
llegó arriba, a lo más alto
del acantilado. Dejó colgar un cabo ligero, de un solo cordón, y
abajo ataron otro más resistente, de tres cordones, lo izó, lo fijó
atándolo al tronco de un grueso árbol y se tumbó a la sombra del
mismo a dormir. A
partir de ahí todo era problema de los de abajo, se
dijo, él ya había hecho su trabajo.
Trepó el Capitán con un reducido y
elegido grupo formado por:Albert Boades “Berty” el cordelero,
Georg Berg el afilador, Tonino Vera, y Joao “Cañones” el armero.
Subieron también los pertrechos y recogieron el cabo, porque no
sabían si lo iban a necesitar más tarde.
Cuando estuvieron todos, equipados y
descansados, emprendieron la marcha hacia la señal más próxima.
El siguiente punto marcado en el plano
era una pequeña laguna, formada por un riachuelo que descendía
ruidoso de la montaña. Después había que seguir el curso del agua
hasta la siguiente marca. Marchaban por un terreno escabroso, los
machetes no paraban abriendo camino a la fila de expedicionarios. A
derecha e izquierda se presentaban, a veces, despeñaderos,
corrimientos de tierras y piedras sueltas. El Capitán tuvo el buen
criterio de hacer una cordada, como si fuera un grupo de escaladores.
Todos estaban atados a un cabo, de modo que si alguien resbalaba o
perdía pie, los demás le podrían auxiliar. Y no pasó mucho tiempo
en demostrarse que el Capitán estaba, como de costumbre, acertado.
Llegaron a un terreno, aunque
pedregoso, selvático. Algo así como una senda se dibujaba levemente, atravesando la maleza, como si en tiempos se hubiera desbrozado,
transitado o que fuera la ruta de la fauna local, pero no habían
visto rastro alguno de animales.
Aquello incitaba a seguir, era
como la línea de mínimo esfuerzo, casi parecía un camino carretero
comparado con lo que habían tenido que transitar hasta llegar allí.
De modo que, cortando con sus machetes alguna rama o algún que otro
matorral o trepadora, siguieron avanzando por aquella especie de
senda fácil, hasta que súbitamente…
- ¡Socorro! - gritó Joao “Cañones”, al que en
aquel momento le había tocado como cabeza de la expedición.
Todos se pararon en seco; bueno
totalmente en seco no, porque aquella especie de selva, como suele
pasar en todas las selvas, era un lugar asquerosamente húmedo y
fangoso.
Como decíamos, todos se
pararon, y algunos de ellos se agarraron a los matorrales
circundantes.
“Cañones” había quedado
pataleando, colgando de la cuerda, suspendido en un profundo pozo
excavado en aquella especie de camino. Una cubierta hecha con cañas
de bambú, hojarasca y musgo, había cedido a su paso y en el fondo
había mas cañas de bambú pero éstas clavadas en vertical y
cortadas en punta de lanza. De no haber estado atado a los demás,
Joao “Cañones” habría quedado ensartado en el fondo del hoyo.
Todos tiraron del cabo para sacarlo de
aquella trampa. Estaba claro que podría haber otras trampas, por lo
que el Capitán advirtió a todos que anduvieran con mucho cuidado,
cosa que no hacía falta advertir. Siguieron aquel camino, pero ahora
con cien ojos.
El sendero descendía poco a poco y
moría en una hondonada, la vegetación se iba cerrando más y más y
hacía falta hacer uso de los machetes más a menudo. El sendero
había desaparecido casi, engullido por la espesa vegetación. El
dilema era: o regresaban por el mismo camino, o seguían adelante
abriéndose paso a fuerza de machetes.
Ahora abría la marcha el afilador,
George Berg, su machete era el que mejor cortaba de todos y, cuando
golpeó un tronco seco, se produjo un derrumbe, una especie de muro
de barro se había roto y, entre los cascotes comenzaron a salir
serpientes silbando amenazantes. No sabían si eran venenosas o no,
ni perdieron tiempo en averiguarlo, todos se dieron la vuelta y
salieron corriendo sin mirar en donde pisaban, enredándose con los
cabos que les unían, tropezando los unos con los otros. Suerte que
aquel camino lo habían hecho antes y sabían que no ocultaba trampa
alguna.
Al rato, un largo y terrorífico
rato, se detuvieron. No podían seguir por allí, debían continuar
bosque a través, hacia lo alto, buscando un terreno más despejado y
alejarse de las posibles añagazas. Sería más duro pero pensaron
que sería más seguro, sólo podían encontrarse con alguna
serpiente, pero no con la sorpresa de una gran colonia de ellas.
Estaba claro que toda la isla no iba a
estar llena de trampas. Hasta ese momento se habían dejado guiar por las marcas del plano;
pero ahora avanzarían, más o menos dificultosamente, pero por donde
ellos quisieran. Hicieron noche en un claro y maldurmieron sobre unas
rocas, lejos de la vegetación que pudiera esconder animales
peligrosos, para sentirse más seguros.
Las provisiones se habían calculado
para la ida y el regreso en función del tamaño de la isla y la
distancia a recorrer, aunque con un margen adicional, pero a aquel
paso tardarían más de lo previsto y se podía comprometer el
regreso. Aparte de alguna serpiente no habían visto ningún animal
ni fruto que les pudiera servir de alimento, de modo que el Capitán
tuvo que racionar las provisiones; y el agua también fue
escrupulosamente administrada porque, desde la primera parte del
recorrido, no habían encontrado ningún manantial o arroyo y ahora
estaban atravesando un terreno árido y seco.
El Olonés ya había muerto hacía
años tras un naufragio y devorado por unos nativos antropófagos,
pero había elegido una isla muy segura para su tesoro y una tumba
para los que intentaran arrebatárselo, y aquella isla reunía todas
las condiciones. ¿Habría pensado acaso que podía morir antes de
recogerlo? ¿Habría pensado acaso que él también lo tendría
difícil para recuperar su tesoro?, o ¿Habría otro camino más
fácil?
Los expedicionarios lo tenían muy
difícil, aunque no desfallecían. Veían la montaña cada vez más
cerca y eso les daba ánimos. ¿Quién podría pensar que unos
piratas de El Bergante se pudieran rendir?
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Mientras tanto; El Bergante, fondeado
frente a la isla, se vio bloqueado por los cuatro galeones de la
Flota Inglesa al mando del Comodoro Patacorta. Cualquier resistencia
habría resultado inútil, se veían atrapados entre las paredes
rocosas de la isla y las naves enemigas.
Big; venciendo sus instintos belicosos
y escuchando a la prudencia, ordenó arriar la bandera pirata, la
dobló cuidadosamente y la guardó en un cajón del camarote del
Capitán.
Una chalupa, desde una de las naves,
se acercó, la amarraron y treparon a cubierta seis personajes
ataviados con el uniforme de la Armada, dando por concluida la
rendición.
A Big le sorprendió comprobar que uno
de los recién llegados era el propio Comodoro Patacorta, viejo
conocido y odiado. Nadie hubiera creído en él semejante muestra de
valor. Éste interrogó a la tripulación sobre el paradero del
Capitán y no obtuvo respuesta, aunque comprendió que debía estar
en la isla. Mandó enviar señales a los otros barcos de la flota y,
al poco, llegaron tres chalupas más, cargadas de marineros que
desarmaron a la tripulación y les encerraron bajo llave en la
bodega, no sin antes hacer izar nuevamente la bandera pirata por
orden del Comodoro Patacorta, cosa que hizo Big en persona, pero en
su rostro se dibujó una enigmática sonrisa que nadie advirtió.
El Comodoro había hecho revisar todo
el barco y dio con el tesoro de Barbalarga, hizo que lo llevaran a la
nave capitana y designó a uno de sus ayudantes como capitán de El
Bergante, ordenándole que se cambiaran todos las ropas con las de
los prisioneros, esperara al regreso del Capitán y quien lo
acompañaba, los capturara y condujera el barco junto con sus
prisioneros a las mazmorras Port Royal que aún se conservaban en
pie.
Las cuatro chalupas regresaron a sus
galeones y abandonaron El Bergante con aquella falsa tripulación.
Las cosas son como son, y los hombres
también. Los nuevos tripulantes dieron con la reserva de ron, de
vodka y de tomates y, tal como habían oído decir que lo hacían los
de El Bergante, comenzaron a prepararse sus Bloody Mary, aunque con una
proporción más alta de Mary que de Bloody.
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En
la isla las cosas no les
iban
mejor que en el barco, pero ya estaban al pie de la montaña; sólo
faltaba saber en qué lugar de la falda encontrarían la siguiente
pista. Habría que ir bordeando la ladera hasta encontrar unas rocas
colocadas
en
forma de dolmen, pero
en el mapa se dibujaban dos rutas idénticas y en direcciones
opuestas.
¿Cuál
sería la correcta?. Era evidente que se trataba de un engaño y se
pretendía confundir, cuando no llevarles a una trampa.
El problema era rodear la montaña en
el sentido de las agujas del reloj o rodearla en sentido contrario,
elegir el camino erróneo podría representar horas o días, y las
provisiones iban menguando.
El Capitán Barbanada decidió avanzar
en el sentido de las agujas del reloj. Había oído que El Olonés
era diestro y no zurdo, aunque no estaba muy seguro, y aquella
corazonada podía resultar equivocada.
Y el Capitán, como siempre, tuvo
suerte. A las pocas horas, se podían ver entre la vegetación tres
enormes piedras colocadas en forma de cobertizo. Decidió no
acercarse demasiado a ellas por si eran una trampa o por el riesgo de
que hubiera alguna otra por los alrededores.
La siguiente pista, partiendo de allí
era una encina centenaria y solitaria en dirección a la cima de la
montaña. En el plano había el dibujo de una especie de árbol, y la hallaron, pero ya se había hecho de noche y debían parar a descansar.
Y allí estaban, pendientes de que
amaneciera, tan solo cien pasos hacia levante, según las notas del plano, les separaban del
tesoro.
El Capitán sabía situar el este sin
necesidad de esperar al amanecer, lo sabía por las estrellas, lo
habría sabido también por la brújula que, incomprensiblemente e
inexcusablemente, había olvidado. De todos modos no era conveniente
caminar ni cien ni tan siquiera diez pasos en aquel terreno pedregoso
y en la oscuridad más absoluta, por eso prefirió esperar hasta el
amanecer a fin de no errar ni siquiera un minuto de arco.
Salía el sol y la cordada se acabó
de poner en marcha. Albert Boades era, en esta ocasión, el primero
de la fila e iba contando en voz alta los pasos, del uno hasta el
cien.
Caminaban en dirección a aquel
deslumbrante sol saliente y atados de nuevo en previsión de
sorpresas. Parecía que aquel caminar, sobre rocas sueltas no se
acabara nunca.
- Ochenta y nueve, noventa, noventa
y uno, noventa y dos...
Cegado por aquel sol refulgente,
Albert perdió pie, pero no acabó de caer. Ante él se abría un
precipicio insondable, pero a media altura se podía ver una cornisa
en la roca.
- ¿Y ahora qué? - dijo en voz
alta el Capitán
Y se escuchó:
- ¿Y ahora qué?
- ahora qué?
- ora qué?
- ra qué?
- qué?
- Dejadme caer y ya os diré algo –
dijo Spider
Sujetaron el cabo a una enorme roca y
le fueron dejando caer poco a poco hasta que notaron que ya no
pesaba. Spider había llegado a la cornisa. Le vieron avanzar
cautelosamente hacia la derecha y luego a la izquierda. Después les
hizo señas para que descendieran y, uno por uno, se deslizaron por
el cabo hasta llegar a la repisa. Él les iba recibiendo y esperaron
a que bajara Tonino Vera, que iba en último lugar. Luego Spider les
precedió hasta el lugar en que se abría la boca de una cueva en la
pared rocosa.
- ¿Habrá trampas? ¿O no?
- se preguntó el Capitán.
Pero se adentraron en aquella caverna
con la máximas precauciones sin tropezarse con ninguna sorpresa, ni
con nada. Aquella caverna no parecía obra de la mano del hombre, era
una cueva natural, no muy amplia, y estaba totalmente vacía. No
había ni un resto, ni la más mínima señal que indicara que por
allí hubiera pasado alguien en muchos años. Pero aquel era el punto
señalado en el mapa, de eso estaban plenamente convencidos.
- ¿Se habrían llevado ya el
tesoro, dejando la cueva vacía? ¿Habremos llegado tarde? -
se preguntaron todos
Algo no cuadraba en aquella cueva,
algo estaba fuera de lugar, algo no encajaba. El Capitán se quedó
mirando absorto a una enorme roca que reposaba al fondo de la
oquedad, le llamó poderosamente la atención. En una cueva como
aquella, horadada por la disolución de la caliza, no parecía muy
natural aquella roca granítica, como las que formaban la cornisa del
precipicio.
Otro menos observador habría
desistido al ver la absoluta ausencia de señales y rastros de
presencia humana, pero aquella roca era una anomalía y tampoco se
apreciaba que se hubiera desprendido del techo, alguien la había
puesto allí y con un motivo, ocultar algo.
Posiblemente ya no hubiera más
trampas, la propia cueva era una trampa en si misma, un engaño para
la vista, un trampantojo, pero aún así no abandonaron las
precauciones mientras se preparaban para mover la roca. Menos de tres
personas no hubieran podido, pero ellos la hicieron deslizar con un
chirrido, empujando todos a un tiempo.
Bajo la roca había excavada una
abertura, y en la abertura…
- ¡Eureka! - gritó el Capitán
– lo hemos encontrado.
Cuatro cofres de madera, reforzados
con flejes y remaches de hierro, reposaban en el fondo del agujero.
Los sacaron uno a uno, forzaron los cerrojos y pudieron comprobar que
estaban llenos de monedas de oro, joyas, piedras preciosas y otros
muchos objetos valiosos.
Lo celebraron con un trago de ron de
la última botella que les quedaba.
Pero ahora se trataba de regresar, y
con la carga, y eso les preocupó a todos. No quedaban muchas
provisiones, el agua se acababa y aquella isla parecía lo más seco
que habían visto, pese a lo húmedo de la selva y el arroyo del
primer día. Pero aquel arroyo quedaba muy lejos y el regreso por el
mismo camino era impensable. Pronto se quedarían sin agua y sin
provisiones, estaban perdidos irremisiblemente. Pero una pregunta
rondaba por la cabeza del Capitán. Algo le intrigaba aún más que
cualquier otra cosa:
- ¿Cómo había localizado El
Olonés esta cueva? Viniendo por donde hemos llegado es imposible
verla, la única forma es desde el páramo que se extiende a los pies
de este farallón.
Los piratas habrían trepado por la
pared hasta la cueva y, desde allí, habrían regresado a su barco.
Aquel camino parecía más fácil y corto que el que les había
llevado hasta allí, aparte de que era más fácil para ellos descender y
bajar los cofres, que izarlos hasta lo alto y trepar para regresar
por donde habían venido y además cargando con los cofres. Algo impensable.
Definitivamente tenían que descender y, para eso, había que
recuperar el cabo que pendía aún desde allá arriba.
Spider trepó hasta lo más alto,
anudó al cabo grueso el otro más delgado y lo pasó alrededor de la
roca, descendió agarrado a los dos y luego tiró del grueso hasta
que cayeron ambos, luego fijó el cabo a aquella roca de la cueva, no
había otra cosa a la que hacerlo, y descendió a reconocer el
terreno. Al poco rato regresó, como una ardilla que trepase por un
tronco, y dijo:
- Mi Capitán: abajo es bastante
llano y casi no hay maleza, se puede marchar a buen paso y llegar a
la costa en poco tiempo, pero los cofres pueden entorpecer mucho la
marcha. Recomiendo que los enterremos ahí abajo, marquemos el sitio
y vayamos a buscar ayuda al barco.
Ataron los cofres y los bajaron uno a
uno. Spider estaba abajo, los desataba y daba tres tirones para que
volvieran a bajar el siguiente. Luego descendió el resto de la
tripulación; estaban todos muy acostumbrados a trepar y deslizarse
por las jarcias, y en poco rato estaban todos reunidos.
Spider, contra la voluntad del
Capitán, trepó de nuevo hasta desatar el cabo, no estaba dispuesto
a dejarlo allí y seguro que les haría falta en el regreso. Cayó la
cuerda y Tonino Vera se puso a enrollarla; aún no había terminado
de hacerlo cuando le vieron, de saliente en saliente y de grieta en
grieta, como una cabra montés descendiendo de aquella pared
vertical.
Cavaron en aquel suelo pedregoso,
enterraron los cofres y pusieron una señal apilando unas cuantas
piedras; pero no lo hicieron allí mismo, lo hicieron a cien pasos de
los cofres y orientadas en línea recta con el tesoro y la boca de la
cueva, que se veía negra y redonda allá en lo alto.
Y emprendieron la marcha.
Definitivamente; aquella isla,
quitando el pequeño riachuelo que encontraron al principio y la
humedad de aquella zona de selva, era lo más seco que habían visto,
así que tendrían que administrar muy bien el agua que les quedaba y
llegar lo más pronto posible al barco.
En el regreso no tenían que
preocuparse por la existencia de trampas, éstas sólo estaría en la
ruta marcada en el plano y, posiblemente, se había marcado aquella
ruta para desorientar y acabar con los ladrones.
Al cabo de un día llegaron a la
costa, derrengados, sedientos y hambrientos. El regreso había sido
muy rápido, porque pudieron caminar a buen paso y no tuvieron que
irse abriendo camino con los machetes ni preocuparse por las trampas.
Ahora sólo les faltaba encontrar el barco que, según las
indicaciones del mapa y el propio instinto, no debería andar muy
lejos.
Envidiaban a los afortunados que se
habían quedado a bordo tan ricamente. En aquel momento estarían de
juerga, bien comidos, bien bebidos y bailando al son de la Banda.
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Pero el Capitán y sus acompañantes
no se podían imaginar lo que estaba sucediendo a bordo de El Bergante.
Sus tripulantes estaban encerrados y el barco estaba tomado por una
guarnición de la Flota Inglesa que comandaba el Comodoro Patacorta.
Éstos sí que estaban bien comidos, bien bebidos y de juerga, pero
Big y los suyos estaban pasando las mismas privaciones que sus
compañeros de la isla, y encima en una bodega oscura y maloliente; bueno, maloliente no porque también la bodega la mantenían limpia como los chorros del oro, pero olía a humanidad tras el largo encierro sin poder bañarse y sin unos sanitarios adecuados.
El capitán provisional de El Bergante
pensaba que las privaciones les haría doblegarse a su voluntad y les
haría más dóciles y manejables, que hablarían por los codos. Pero
no contaba con la bravura de los hombres de Barbanada. El muy
…….(censurado) pensaba que la educación y los buenos modales
eran un signo de debilidad, y se equivocaba por completo.
Por eso los tenía sometidos al hambre
y la sed, mientras intentaba sonsacarles algo sobre lo que hacía el
Capitán en tierra y cuántos iban con él. Pero en sus
interrogatorios no recibió ninguna respuesta y sí unos cuantos
epítetos insultantes, educados pero insultantes:
- Malandrín, mastuerzo,
soplagaitas, bacín, amorfo, bueno para nada, chiquilicuatre…
Con los que no se sentía ofendido
porque no se sentía insultado, y es que no entendía nada de nada.
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Bordeando la costa avistaron el barco
en el mismo lugar en que lo dejaran fondeado. Aún estaba lejos, pero
no tardarían ni un día en llegar a la chalupa con la que habían
desembarcado. Tomaron las últimas migajas de pan que quedaban en el fondo del saco de las provisiones y el último sorbo de agua y descansaron hasta amanecer.
Al día siguiente ya tenían el barco
muy a la vista, lo más a la vista posible desde la isla. Desde lo
alto de aquel acantilado se le veía perfectamente flotando sobre la
mar en calma.
Ya habían anudado el cabo al mismo
árbol de la vez anterior y se disponían a descender, cuando el
Capitán les hizo detenerse. Había visto algo muy extraño e
impropio de su barco. Aparte de que, en la calma chicha de aquel
momento, no se oía sonido alguno, ni a la banda tocando, ni los
gritos de la tripulación y que no se veía a nadie por la cofa, ni
trepando por la arboladura, aquella bandera no era la suya, aquella
tenía dos tibias cruzadas como cualquier pirata, era la de La
Gaviota que tenía guardada en un cajón.
Con el catalejo pudo confirmar lo que
había sospechado sobre la enseña pirata y pudo distinguir gente
vistiendo las ropas de su tripulación, pero no lo eran, a él no le
daban gato por liebre.
El marinero que llevaba las ropas de
Zurdo Johnson no caminaba con su paso peculiar e inconfundible,
puesto que no solo era zurdo de mano sino también de pie. Otro que
llevaba la ropa con los colores de Will El Cabezota estaba reparando
cabos, aparentemente, pero Will siempre procuraba evitar ese trabajo
y se lo endosaba a cualquier otro.
La conclusión era clara: alguien
había tomado el barco, intentaba hacerse pasar por sus tripulantes y la
tripulación estaba prisionera.
No sabía de quién había sido la
gran idea de sustituir la bandera de El Bergante por la de La Gaviota,
pero la suerte de todos podría cambiar gracias a ese sencillo pero
decisivo detalle.
No había vigía a la vista, parecían
estar muy despreocupados pero, aún así, esperaron a descender por
la pared del acantilado cuando ya hubiera oscurecido lo suficiente.
Llegaron hasta la chalupa y no
perdieron tiempo en recuperar el cabo que pendía del acantilado, se
quedó allí colgando. El viento estaba en calma, de modo que
tuvieron que remar. De todos modos izar la vela, aparte de que no
hubiera servido de nada, habría supuesto una mayor visibilidad de la
chalupa por quien pudiera estar de vigilancia en la nave.
No se acercaron demasiado al casco
para evitar que la chalupa topara con él o que el sonido de los remos
pudiera provocar alarma. De modo que se acercaron nadando los últimos metros; y fue,
otra vez, Spider quien trepó como una araña por el casco y les
largó un cabo desde cubierta. Mientras los demás trepaban por él,
Spider dio buena cuenta de un marinero que hacía guardia en la borda
de estribor. Lo despachó con un certero golpe de cabilla en todo el
cráneo y lo puso a dormir plácidamente, esperaba no habérselo
roto, pero aquel ya no estaba en condiciones de dar ninguna alarma.
Los demás ya estaban en cubierta y se
desplegaron en silencio por babor y estribor. Tan solo se escuchaba a
cada paso el sonido apagado y chapoteante del agua acumulada dentro
de las botas !chof! ¡chof!, por eso procuraban pisar con el máximo
sigilo posible.
Llevaban sus espadas o machetes, pero
lo más silencioso resultaba lo que había hecho Spider, así que
todos se armaron de cabillas y fueron poniendo a dormir, uno por uno,
a los pocos marinos que estaban de guardia.
El Capitán, junto con Berg y su
inseparable machete, descendieron a la bodega a liberar a su
tripulación, mientras que los otros se dispersaron y fueron cerrando
camarotes y compartimentos, dejando encerrados a todos los captores.
Se habían cambiado las tornas.
Barbanada no encontró resistencia
para liberar a Big y los suyos. Los marinos estaban tan confiados,
que no se habían molestado en poner guardia, y tampoco temían que
Big, golpeando la puerta, pudiera provocar otra catástrofe como la
de Port Royal. Big los condujo a todos hasta la Santabárbara y se
armaron con sables y pistolas.
Mientras tanto, Spider había llegado
al camarote del Capitán y lo encontró ocupado por su suplente,
dormitando profundamente. Apartó cuidadosamente todas las armas
lejos de su alcance, apoyó el cañón de su pistola en la frente del
durmiente y le gritó:
- ¡Ríndete capitán de pacotilla!
El otro sintió la fría boca del
cañón en la frente junto con una bota chorreante pisándole la tripa, y
levantó las manos. No reparó en que la pistola también goteaba y
que la pólvora estaría mojada.
Llegó Barbanada a su camarote y se
encargó de su suplantador, aunque tuvo la deferencia de no atarle
las manos, confiando en la palabra del prisionero puesto que se había
rendido incondicionalmente y que, además, estaba indefenso,
desarmado y no tenía nada que hacer contra ellos.
Poco a poco le hizo pasear por todos
los camarotes y estancias, haciéndole llamar a su tripulación,
ordenándoles dejar las armas y que se entregaran. Luego los llevaron
a cubierta en donde esperaba toda la tripulación del Bergante y Big,
muy enfadado, les espetó:
- Ahora vais a saber lo que es
pasar hambre y sed ¿o preferís pasear por la plancha hasta la boca
de los tiburones?
- No Big, no somos como ellos, pero
creo que recordarás lo que nos hizo su jefe y vamos a darles un
trato parecido, les llevaremos a una isla en la que tendrán agua y
comida, no mucha comida, y tendrán que luchar por ella, aunque eso
será su problema, como lo fue nuestro. Pero mientras estén bajo
nuestra custodia no les faltará agua y algo de comida, aunque no
para atiborrarse, porque supongo que han dejado las despensas vacías
y deben quedar pocas provisiones. Habrá que racionar todo, y de agua
tampoco debe quedar mucha. Por cierto, que alguien nos traiga algo de
agua, que llevamos dos día sin beber.
- ¿Y no preferiría una botella de
ron, mi Capitán?
- No; agua, agua. Y en cuanto al
ron y el vodka no creo que hayan dejado mucho tampoco.
Los encerraron donde antes ellos
habían tenido prisioneros a Big y los demás. Se revisaron las
provisiones y no había para más de dos días. El Capitán había
pensado dejar a los prisioneros en la Isla de Barbacana, pero la
escasez de provisiones en la despensa hacía impensable una travesía
hasta allí, de modo que se decidió por llevarlos a otra isla mucho
más cercana, la Isla de los Cocos, que conocían muy bien y en la
que podían contar con cocos, agua y pesca, lo mismo que a ellos les
había permitido seguir con vida hacía años y en donde, no hacía
mucho, habían tenido que parar para remendar las velas.
Debían
partir cuanto antes para desembarcarlos allí, acercarse luego
a
Barbados y comprar lo imprescindible para llegar a La
Tortuga, en donde sí que podrían conseguir todo lo necesario.
Patacorta se había llevado el Tesoro
y todo el dinero que tenía el Capitán en su camarote, de modo
que no quedaba nada para pagar las provisiones, y en Barbados no se
fía. Los marinos prisioneros también habían arramblado con todo lo
de valor y, una vez recuperado, no daba para mucho. Era un problema,
un gran problema. ¿Tendrían que abordar otro barco para conseguir
oro?. El Capitán nunca había considerado el oro más que como una
cosa inevitablemente necesaria para poder pagar las provisiones, pero
no por su valor en sí, porque el oro no se come ni se bebe, decía.
Spider se acercó al Capitán y
solicitó hablar con él en privado. Ya en el camarote, sacó de un
bolsillo un puñado de diamantes que había cogido de uno de los
cofres antes de enterrarlos. Con aquello habría para reponer
provisiones y también para mucho más.
Antes de levar el ancla e izar velas,
el Capitán hizo sustituir la bandera pirata de La Gaviota, que aún
ondeaba, por la bandera de siempre y, al guardarla otra vez en el
cajón de su camarote, le dio un beso en agradecimiento por haber
salvado al barco y a todos ellos.
Pronto llegaron a la Isla de los
Cocos y liberaron allí a sus prisioneros, pero les prometió enviar
un mensaje a Patacorta indicándole su paradero, aunque no antes de
seis días, que es lo que ellos habían mantenido encerrada sin
provisiones a su tripulación.
Luego se dirigieron a Barbados para
reponer la despensa y recargar agua. Alguien había propuesto
regresar después a la isla de El Olonés y recuperar el tesoro;
pero, no solo el Capitán, sino casi toda la tripulación, lo que
deseaban era darle una lección al Comodoro Patacorta. El recuerdo de
aquellos días de encierro, humillación y privaciones era un tema
recurrente en todas las reuniones de a bordo, y mucho más aún para
aquellos ocho que habían tenido la desgracia de caer en sus manos
cuando aún era un pirata.
Algunos le recriminaban a Big:
- ¿Y por qué no hiciste como en
Port Royal? tienes fuerza suficiente, la puerta no se te habría
resistido.
- ¿Querrías que hundiera el
Bergante con todos nosotros dentro? pues por eso no lo hice.
Y es que Big se había convencido de
que había sido él, y no un terremoto, lo que había acabado con el
Gobernador y casi todo Port Royal.