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martes, 12 de mayo de 2015

El lobo Feroz







Siguiendo con cosas de lobos, no podemos olvidar al protagonista y su circunstancia. Espero que con este relato quede claro que si el lobo ha podido ser feroz para el hombre ha sido porque el hombre lo ha sido y lo sigue siendo con el lobo y su entorno.
Recomiendo ver también, aparte de la nota al pie:


EL LOBO FEROZ

Puede escucharse mientras 
se sigue el texto en el 
vídeo que figura al pie



Mi nombre es Feroz  y no porque sea fiero, es el nombre que me pusieron al nacer, pero alguien va por ahí contando historias perversas sobre mi comportamiento.
No es que sea una Hermanita de la Caridad, porque soy un lobo y la lupidad impone comportamientos que otros pueden considerar reprobables, aunque lo es menos que el comportamiento de los seres humanos que sacrifican a sus semejantes o cazan otras especies sin ser empujados por la necesidad de alimentarse.
Yo vivía tranquilo en mi monte cazando, cuando el hambre apretaba, alguna liebre, alguna cabra montés y cosas parecidas, hasta que el hombre hizo acto de presencia por mis terrenos de caza. Al principio no hubo conflicto entre nosotros porque había presas suficientes para todos, pero al cabo de un tiempo comenzaron a matar sólo por el gusto de hacerlo o para aprovechar únicamente las pieles o las cornamentas. Al principio eso no me iba del todo mal porque entre los buitres y yo limpiábamos el monte de los cuerpos despellejados que iban dejando y me evitaba tener que andar persiguiendo presas. Pero, por otra parte, la facilidad y la abundancia en la alimentación y la falta de ejercicio hicieron de mi un ser abúlico y obeso que se movía sólo cuando veía buitres, lo que indicaba que había algo de comer.
Así pasaron unos años hasta que acabaron con todas las presas y dejaron aquellos montes sin una mísera pieza que echarse a la boca. Durante un tiempo pude sobrevivir de las reservas acumuladas y acabé, no sólo esbelto, sino esquelético. Cualquiera que me hubiera visto en aquel estado se hubiera compadecido de mi, y más si me hubieran visto cazando ranas, que sobrevivían en un estanque, o escarbando madrigueras de conejos en busca de gazapos que era de lo poco que aún quedaba por allí.    
Con el tiempo volvieron los hombres, pero no de caza porque no había, sino con rebaños de unos tontos animales desconocidos por allí a los que llamaban ovejas. Gracias a eso pude sobrevivir, porque siempre se extraviaba alguna o, al espantarlas, alguna se despeñaba, generalmente las más viejas y correosas o las enfermas o taradas, pero durante un tiempo recuperé mi antigua lozanía así como las fuerzas.
Daba gusto estar por aquellas sierras sin más competidores que los pocos buitres que quedaban. La mayoría habían muerto de hambre o habían tenido que marchar a otros lugares.
Pero la felicidad no dura siempre; los pastores comenzaron a llevar perros para vigilar los rebaños y se me hizo más difícil la caza, no obstante aprendí a esquivarlos, a engañarlos y, alguna vez, más de uno se marchó con una dentellada que otra hasta que les pusieron collares de púas, Aún así las cosas no se me daban nada mal y allí vivía muy a gusto.
Pero un día, que recordaré siempre con horror, me acercaba a una pequeña punta de ganado que no contaba con perros guardianes y, cuando ya casi saboreaba mentalmente la pieza a la que había echado el ojo, un sonido horrible y espantoso me puso los pelos de punta.  El pastor estaba soplando en una especie de tubo y de él salían oleadas de dolor, sorpresa, miedo, y los tímpanos parecían a punto de estallarme, así que arrastrándome por el suelo emprendí una dificultosa huída hasta que la distancia aminoró aquel suplicio (1).
Desde entonces, cada vez que veo una oveja o un hombre me viene a la memoria aquel terrible momento y pongo tierra de por medio como alma que lleva el diablo.
Pero sucede que cuando el hambre aprieta, a falta de ovejas, hay que encontrar otra cosa que comer. Al final hallé una presa que prometía ser fácil y sabrosa. Por las inmediaciones de donde yo tenía mi madriguera aparecieron tres cochinillos que debían estar de rechupete de tan orondos como los veía y se me hacía la boca agua.
No voy a contar lo que pasó porque las malas lenguas ya lo han ido propalando por ahí, ni voy a entrar en polémicas intentando desmentir las fabulaciones que se han hecho en torno a esta aventura, lo que si voy a contar es lo que pasó después.
Tras ese desafortunado incidente, tuve que guardar absoluto reposo aquejado de una pleuritis a causa de los resoplidos y más resoplidos, y tampoco pude salir hasta que se me curaron las quemaduras de primer grado en cola y cuartos traseros y volvió a crecerme pelo. 
Cuando finalmente salí de mi lobera yo era un pálido reflejo de lo que había sido, un fantasma de lobo más que una fiera como dicen por ahí gentes malintencionadas.
Era tanta el hambre que, instintivamente, tiré una dentellada a lo que tenía más cerca, una mata de hinojo, y no me pareció desagradable el sabor, aunque los tallos los encontré algo fibrosos, pero la gorda raíz que acabé escarbando era jugosa y refrescante. 
Desde entonces me vengo alimentando de hierbas, bayas, frutas silvestres,  hongos... y me siento en plena forma. 
Sé que, como lobo, mi comportamiento es un poco atípico; pero que a nadie se le ocurra ni tan siquiera mencionarme a unos tontos animales lanudos ni otros orondos y sonrosados, de los que ni siquiera me atrevo a pronunciar los nombres sin estremecerme de pánico.


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