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viernes, 3 de abril de 2015

La mayor mentira jamás contada

Hace tiempo que se me acabaron los relatos de colaboradores, pero ahora Mercedes me ha hecho llegar éste que publico.

LA MAYOR MENTIRA JAMÁS CONTADA

por: MERCEDES G PUERTA


Buzzz… buzzz… buzzzzzz… La alarma del teléfono sonaba insistente. Laura despertó sobresaltada, acabó con el ruido y sólo entonces recordó que no tenía que levantarse: era el primer día laborable de su vida en el que no debía ir a trabajar. Era un hecho; estaba jubilada. “Jubilada”, se dijo interiormente. No sabía si estaba alegre o triste, pero era una realidad que tenía que afrontar. 
Se volvió a meter entre las sabanas tibias. Había dormido mal durante la noche. Había soñado (o pensado, no estaba segura), pero se sentía cansada, muy cansada. 
Se había visto a sí misma con tres o cuatro años:
-Mamá, ¿por qué sale el Sol? Mamá, ¿por qué se hace de noche? No me gusta, está oscuro. Mamá,¿por qué, por qué, por qué…?
-Laura, déjame en paz y juega con tus cosas. Ya lo sabrás cuando seas mayor. 
Pero sus dudas nunca se quedaban resueltas. Más tarde, con ocho años, la gran desilusión cuando, al llevar su carta a los Reyes Magos e ir a dar un beso a Melchor le tiró sin querer de la barba y, sorpresa ¡se quedó con ella en la mano! ¡¡Qué susto!! A partir de entonces las cosas no fueron iguales, los juguetes ya no se movían por la noche y acabaron perdiendo todo su interés. 
Pasó a leer, primero cuentos y después libros, y entre príncipes y ranas por fin llegó su príncipe. ¡Qué guapo era! Lo vio al salir de clase. La verdad es que no le hizo ni caso, pero no le importó: ya caería, lo importante es lo que ella sentía por él. Y vaya si cayó, sí. Pero fue con otra chica de un curso mayor que el suyo, más mujercita. Odiaba la vida y tenía el corazón roto. Pero aquello también pasó. 
Por fin, terminó la carrera de Derecho, con muy buena nota. Nunca le faltó trabajo, y se esforzaba por hacerlo lo mejor posible. Pero siempre tuvo aquella duda: “¿Habré acusado a un inocente? ¿Quizás he defendido a algún culpable?”. Se daban casos tan complicados… Pero eso había terminado, ya no tendría que responsabilizarse de ningún caso, su conciencia estaba tranquila.
Se casó a los treinta años con un compañero de trabajo, no sabía si enamorada o no. Tuvieron dos hijos, Paula y Luis, que estudiaron cada uno lo que les gustó y un día dijeron “adiós, mamá, nos independizamos”. Otra vez con el corazón roto. “Es ley de vida”, le decían, pero ella sufría. Creía que sus hijos eran suyos, pero tampoco lo eran, y salieron de su vida para vivir las suyas propias. 
Fernando, su marido, y ella no tenían nada en común. Él hacía su vida y ella la suya. Se les terminó el amor, si alguna vez lo tuvieron, y así un buen día decidieron separarse de mutuo acuerdo y santas pascuas. Hola y adiós, nada más quedó después de veinticinco años de matrimonio.
Laura se estiró en la cama. Tenía que levantarse, era jueves, el día en que visitaba a su madre, quien se encontraba en una residencia desde que, con ochenta y cinco años, dejó de valerse por sí misma. Entonces, su hermano Antonio y ella decidieron internarla. Sería lo mejor para ella. O no, no lo sabía. 
Siguió dándole vueltas a esa duda mientras se duchaba y desayunaba. Se asomó al balcón y el aire fresco le sopló en la cara. Pero era un día soleado, así que decidió que iría paseando. Necesitaba respirar, y caminar. Hacía tanto tiempo que no lo hacía… a ver si se le aclaraban un poco las ideas. 
El edificio del geriátrico era grande, con muchas ventanas y un gran jardín trasero donde paseaban algunos residentes con paso cansino. En la recepción, como siempre, se encontraba Julia, la encargada de recibir a las visitas. 
-“Hola Julia”, dijo. “¿Cómo está mi madre, qué tal ha pasado la semana?”. 
-Buenos días, Laura. Está muy bien, un poco despistada, a veces, se confunde con sus recuerdos. Pero está bien de salud. Está en la terraza, como hace buen día ha pedido a la cuidadora que la sacara para tomar el sol.
-Gracias Julia –repuso-. Después nos vemos.
Salió a la terraza. Su madre se encontraba, sentada en su silla de ruedas. No la había oído llegar, y Laura aprovechó para mirarla despacio. Qué pelo tan blanco, la cabeza enterrada entre los hombros, las piernas delgadísimas tapadas con una manta, y las manos… Se fijó en las manos, llenas de manchas y arrugas, sin brillo. 
Le vino a la memoria el día que murió su padre. Ella tenía catorce años; Antonio, dieciocho.Y su madre fue el sostén de la familia, tan fuerte y resuelta…”Yo me encargaré de todo, vosotros a estudiar que es vuestro deber. Hay que seguir adelante. Es ley de vida”. Fue la primera vez que oyó la dichosa expresión. 
-Mamá, ¿te he asustado? 
-No, hija –Se le alegraron los ojos-. Estaba pensando en ti y en tu hermano. ¿Cómo estáis? –le preguntó mientras la abrazaba y besaba con todo el cariño de una madre. 
-¿Cómo estás tú, mamá? 
-Bien, hija, bien. Los dolores, los dichosos dolores. Pero no es nada. 
-Mamá, te voy a llevar a un médico que me han dicho que es muy bueno. Verás cómo te 
mejoras… 
-No, hija. Estoy harta de médicos y de tantas medicinas. No te preocupes, que estoy bien. Sólo es la edad. Es ley de vida. (Otra vez la misma expresión). Te tienes que ocupar de ti, después de toda la vida trabajando. Sal de viaje y pásatelo bien, que la vida se pasa pronto con sus luces y sus sombras. Quédate con la luz y aparta las sombras. Diviértete. 
-Mamá, ahora tendré más tiempo. Vendré más veces a visitarte. 
-Adiós, hija. Siempre te esperaré con los brazos abiertos. Besos para todos. 
Se separó de su madre y despidió a la recepcionista al salir. Volvió a casa deprisa, como si tuviese urgencia por hacer algo que antes no había podido hacer. 
Se colocó delante del ordenador. “Siempre quise escribir un libro”, pensó. “Un libro sobre la vida. Me faltaba el título, pero ya lo tengo: se llamará “La Vida es la Mayor Mentira Jamás Contada”. 
La vivas como la vivas, siempre termina mal, con la muerte. La única verdad es que nacemos y morimos, lo demás son esperanzas e ilusiones”.


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